Desde hace cuatro años, la Asociación Colegial de Escritores de España convoca el Premio Ángel María de Lera al fomento de la labor del escritor y de la lectura. El 12 de diciembre se entregó la cuarta edición del galardón que lleva el nombre de quien fuese fundador de ACE y de quien en 2024 se conmemora el cuadragésimo aniversario de su fallecimiento. Con tal motivo, el acto incluyó la lectura dramatizada de un fragmento del primer capítulo de “Se vende un hombre” 1973, novela galardonada en su momento con los premios Ateneo de Sevilla y Fastenrath. Una grabación de dicha lectura puede consultarse aquí: Se vende un hombre. Fragmento
© PEDRO VÍLLORA (Adaptación).
Personajes: ACTOR 1 (Luis Retana): Padre / Lucio | ACTOR 2 (Pedro Víllora): Enrique | ACTRIZ 1 (Ana Moreno): Miliciana / Esposa | ACTRIZ 2 (Laura Ferrer): Madre
PADRE: ¿Adónde me llevan?
ENRIQUE: Es de noche, una noche especialmente calurosa, casi asfixiante.
PADRE: ¿Adónde me llevan?
ENRIQUE: En mi sueño duermo en la misma habitación con mi hermana Rosa. Ella es más pequeña que yo, que solo tengo seis años. En la vida real también dormía con Rosa.
PADRE: ¿Adónde me llevan?
ENRIQUE: He dejado de dormir, de soñar. Me despiertan unas voces extrañas y el llanto de mi padre. Doy un brinco en la cama y me pongo a escuchar.
PADRE: ¿Adónde me llevan?
MILICIANA: Luego lo sabrás. Y no andes cogiendo ropa, porque no te va a hacer falta. Vamos a acabar muy pronto, ya lo verás.
MADRE: No vayas. Van a matarte.
PADRE: ¿A matarme? No, mujer. Yo no he hecho nada para que me maten. Yo no he hecho otra cosa en mi vida que trabajar. Eso tú lo sabes muy bien. Y no creo que el trabajar sea delito.
MILICIANA: Menos plática y vamos.
MADRE: ¡No!
MILICIANA: Calle o…
ENRIQUE: Sigue un silencio. Luego un portazo y, finalmente, el lloro convulsivo de mi madre. Yo siento miedo y me tapo la cabeza con la sábana. Tiemblo y sudo y, sin saber por qué, lloro también. Quiero dormirme y no puedo. Abro los ojos y escucho. Por la ventana abierta entra la platiluz de la noche que se filtra por la sábana y me asusta. El llanto ha callado y empiezo a pensar en mi padre. Él es fuerte, seguro, tranquilo. Anda y habla pausadamente. Nunca se enfada ni grita, y hasta cuando reprende a los chicos siempre sonríe al final, y los chicos le respetan y la gente dice que es el mejor maestro que ha habido en el lugar. Pensando en él se me pasa el susto poco a poco y empiezo a sentir sueño en los párpados, que me pesan, pero cuando ya estoy para caer, me zarandea mi madre.
MADRE: Calla, que no se despierte tu hermana. Ven y vístete en mi cuarto.
ENRIQUE: ¿Dónde está papá?
MADRE: Se ha ido con unos señores y ahora vamos nosotros en su busca.
ENRIQUE: Acaba de vestirme y salimos a la calle. Sólo al final de ella hay una luz muy pobre y muy triste. Todas las puertas y ventanas de las casas están cerradas y oscuras. Sólo se oyen nuestros pasos que estremecen el silencio gelatinoso de la noche. Las sombras se nos echan encima y nos envuelven. Únicamente en lo alto, en el mudo y lejano cielo, espejea el claror de las estrellas… Mi madre, que me lleva de la mano, se detiene ante una puerta. Busca a tientas la aldaba y la deja caer.
(Suena un golpe metálico)
ENRIQUE: Esperamos, pero nadie responde.
(Suena un segundo golpe metálico)
LUCIO: ¿Quién llama?
ENRIQUE: La voz habla desde una ventana, encima de nosotros.
MADRE: Soy yo, la maestra.
LUCIO: Y qué quiere a estas horas?
MADRE: Señor Lucio, que se han llevado a mi marido.
LUCIO: ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
MADRE: Por nada. No ha hecho nada. Usted le conoce.
ESPOSA: Ahora nadie conoce a nadie, doña Rosario. ¿Por qué ha llamado a nuestra puerta?
MADRE: Somos forasteros y ustedes han sido siempre nuestros mejores amigos.
LUCIO: Lo siento.
ESPOSA: Olvídenos. Y búsquese otros amigos.
ENRIQUE: Los rostros pálidos del hombre y de la mujer desaparecen del negro recuadro y se cierra la ventana. Y otra vez nos quedamos solos en medio de la calle.
MADRE: ¡Cobardes! ¡Desagradecidos! Ya no se acuerdan de cuando venían a pedir consejos y favores a tu padre.
ENRIQUE: Mi madre muerde las palabras al tiempo que tira de mi cuerpo. Al arrimo de las sombras llegamos así hasta los soportales de la plaza, en el instante en que arranca un camión desde la puerta del Ayuntamiento.
MADRE: Un camión entoldado y oscuro.
ENRIQUE: Un camión entoldado y oscuro que apareció en el pueblo hace un par de días. Las ventanas del Ayuntamiento están abiertas e iluminadas y vemos figuras de hombres que las cruzan en una y otra dirección.
MADRE: Me apoyo en una de las pilastras.
ENRIQUE: Mi madre se apoya en una de las pilastras. Yo no sé qué es lo que ocurre, pero al oír su llanto silencioso, me abrazo a su cuerpo temblando de miedo. Ella me pone una mano en la mejilla y me aprieta fuertemente contra sí.
MADRE: Y lloras tú también.
ENRIQUE: Lloro hasta que mi madre se inclina sobre mí y me limpia las lágrimas con su pañuelo. Después, parece que duda. Sólo son unos momentos de vacilación. Vuelve a tomarme de la mano y echamos a andar bajo los soportales.
PADRE: ¿Adónde me llevan? ¿Adónde me llevan?
MILICIANA: Luego lo sabrás.
ENRIQUE: Abandonamos la plaza y seguimos por una calle que desemboca en la carretera, por el mismo rumbo del camión. También esta calle aparece silenciosa y vacía, con las puertas y ventanas cerradas y sin rendijas de luz. Nos deslizamos silenciosamente junto a las paredes, donde las sombras son más espesas. De cuando en cuando nos ladra un perro desde un portal, al que contestan otros, prendiéndose por los contornos del pueblo un triquitraque de ladridos que crece y disminuye en ráfagas intermitentes.
MADRE: Al llegar a la carretera te sientes mejor.
ENRIQUE: Al llegar a la carretera me siento mejor. Corre algún aire en oleadas perezosas. Las sombras se esclarecen, traspasadas por la argentería estelar.
MADRE: Huele a campo…
ENRIQUE: …a parva abierta, a nocturno veraniego. Y el silencio no es tan desacompañado, sino rumoroso, por el abaniqueo de las hojas, el temblor de los matojos.
MADRE: Marchamos por la linde, siguiendo la ringlera de los robustos troncos de los álamos cuyas hojas se platean en el reverbero. De pronto…
ENRIQUE: De pronto, suenan unos disparos en la cercanía.
PADRE: ¿Adónde me llevan?
MILICIANA: Luego lo sabrás.
ENRIQUE: Unos disparos rotundos que galopan como truenos por la llamada. Unos disparos…
MILICIANA: Vamos a acabar muy pronto, ya lo verás.
ENRIQUE: …Unos disparos que clavan en mi brazo las uñas de mi madre. ¿Cuántos han sido?
MADRE: ¿Cuántos han sido? No lo sé.
ENRIQUE: No lo sé. De un golpe, se me han salido de cuenta. Pero nos detenemos para alentar, porque nos han quitado el respiro. Sigue una pausa, como si fuera a estallar un grito, pero lo que se oye después es el runruneo de un motor en marcha. Entonces mi madre me empuja y me arrastra hasta detrás del ribazo, y nos echamos al suelo. La espera es breve.
MADRE: El camión entoldado viene hacia nosotros acuchillando la noche…
ENRIQUE: …e incendiando fugazmente los árboles con sus faros encendidos. Pasa ante nosotros haciéndonos temblar y contener el aliento. Cuando se encuentra ya en la boca de la calle, abandonamos el escondite y reanudamos la marcha, a toda prisa, por el centro de la carretera de grava, cuyo polvo removido nos hace parpadear.
MADRE: Es un paseo extraño el nuestro, carretera adelante, sin saber adónde nos dirigimos, entre fantasmas silenciosos que quieren abrazarnos, pero que nos dejan el paso libre.
ENRIQUE: Mi mano se encoge dentro de la de mi madre, sudosa y fría. Oigo su aliento entrecortado, jadeante, y siento su voluntad correr por mi cuerpo como cuando me entró aquella culebrina al cortar el cordón de la luz con una tijera. Ese hormigueo no me hace daño ahora, pero me da mucho calor, como si hubiera bebido vino. Y tengo que abrir los ojos todo lo que pueda y mirar a mi madre para saber que no estoy soñando.
MADRE: No estás soñando.
ENRIQUE: Nos paramos ante una era, sobre cuyo albero se destacan las figuras borrosas de cinco hombres tendidos. Rápidamente, mi madre suelta mi mano y corre en dirección a ellos, y, cuando llega donde están, se detiene, indecisa, y, después, se arrodilla al lado del que ocupa el centro del grupo y desde allí me hace una seña para que me acerque. Obedezco, amedrentado, y oigo que me dice:
MADRE: Han matado a tu padre, corazón.
ENRIQUE: Pero ya no llora. Delicadamente, le cubre el rostro con su pañuelo y le coloca las manos sobre la ensangrentada camisa blanca.
PADRE: ¿Adónde me llevan?
MILICIANA: Luego lo sabrás.
ENRIQUE: Luego, le besa la frente y me invita a mí a hacer lo mismo y yo advierto que todavía está caliente, como si viviera, y quedo de rodillas junto a mi madre en silencio, atónito, mientras ella clama:
MADRE: ¿Por qué, Dios mío?
PADRE: ¿Adónde me llevan?
ENRIQUE: Nadie responde. Pero un creciente rumor entre las hacinas me hace volver la cabeza, y entonces veo unas sombras de mujeres asustadizas que avanzan con cautela y miedo hacia nosotros e, instintivamente, me agarro a mi madre. Ella permanece inmóvil, como insensible… Por fin, el grupo de mujeres se hace un coro de llantos y gemidos. Se echan sobre los cadáveres. Besan, lloran, gritan, rezan. Y entonces la noche se hace más oscura a mi alrededor y me parece que me empujan hacia un abismo sin fondo y que empiezo a caer, a caer…
MADRE: ¿Por qué, Dios mío?
PADRE: ¿Adónde me llevan?
MILICIANA: Luego lo sabrás.
EL AUTOR | ADAPTADOR DEL TEXTO
PEDRO VÍLLORA. Dramaturgo (La Roda, Albacete, 1968). Licenciado en Ciencias de la Imagen, Dirección de Escena y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Como autor y adaptador ha trabajado junto a Miguel Narros, Ángel F. Montesinos, Juanjo Granda o Juan Carlos Pérez de la Fuente. También ha dirigido varios montajes de autores españoles como Ignacio del Moral, Ignacio Amestoy o Ainhoa Amestoy. Ha sido profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense y de Teoría Teatral en la RESAD. Como periodista y crítico ha colaborado en numerosos medios -RNE, Telemadrid, El Mundo, etc.- además de haber sido crítico teatral de ABC y director de la revista Acotaciones. Ha editado libros de Adolfo Marsillach, Terenci Moix y Ana María Matute, y ha escrito las memorias de Sara Montiel, Imperio Argentina y María Luisa Merlo.