Sobre el Nobel de Literatura a Bob Dylan

Reproducimos el artículo publicado en el diario digital bez.es sobre la concesión del Premio Nobel de Literatura al cantautor norteamericano.
© MANUEL RICO

Hace muchos años, a principios de la década de los ochenta, algunas editoriales españolas, quizá las más innovadoras del momento, crearon colecciones dedicadas a los cantautores de la época.  De algún modo, se recuperaba un impulso literario que tenía raíces en tiempos muy remotos y que había quedado, para la historia de nuestras letras, fijado bajo una denominación cargada de significado, “mester de juglaría».

No pocos críticos y escritores del momento, algunos con una lucidez casi perturbadora como Manuel Vázquez Montalbán, autor de una temprana  biografía de Serrat que se completaba con una extensa selección de sus canciones, hablaban, al referirse a aquellos jóvenes de ropa informal y guitarra al hombro, de un “nuevo mester de juglaría”. Aquellos cantautores no sólo ponían a disposición de un público masivo los poemas de algunos grandes de nuestra literatura como Antonio Machado o Miguel Hernández, sino que se atrevían a escribir sus canciones con una clara vocación poética, textos fronterizos entre el “letrismo” y la poesía que hablaban de la vida cotidiana, reflexionaban sobre el amor o sobre la muerte y desafiaban al régimen de Franco.  En algunas de esas colecciones (recuerdo sobre todo, una de Editorial Fundamentos y otra, del sello asturiano Júcar,  titulada “Los juglares”) fueron apareciendo cantautores/poetas (nuevos juglares de la contemporaneidad) como Jimy Hendrix, Janis Joplin, Leonard Cohen, Luis Eduardo Aute, el ya citado Joan Manuel Serrat… y, por supuesto Bob Dylan.

Hace algo menos años, en 2002 o quizá en 2003, asistí a un curso de verano promovido por la Universidad de Castilla La Mancha titulado “Leer y entender de poesía”. Estaba dedicado a los vínculos entre poesía y canción de autor y lo abrió, con una conferencia complementada con la interpretación de varias canciones propias, Luis Eduardo Aute.  Un cantautor abría un curso que desde su origen había estaba dedicado a la poesía sin que nadie lo considerara intrusismo.

Uno y otro son dos fenómenos que hablan de una extensión del mundo de la literatura hacia espacios híbridos, que contestan a la estratificación en géneros que nos ha dejado una tradición tal vez demasiado academicista y restrictiva, más pensada desde la universidad y desde los departamentos de literatura de las facultades de filología que desde el mundo real en que vive el lector de poesía, el amante de la literatura no cerrado a otros universos creativos.  Hablan de un producto cultural mestizo, en el que texto y música se hermanan para dar lugar a peculiares canciones con una carga poética más que significativa.

Es probable que las canciones de muchos de aquellos cantautores no fueran, en puridad, poesía  y que para muchos ese mestizaje debiera quedar fuera de lo que entendemos por literatura y sus artífices deslegitimados como escritores y, por tanto, como candidatos a premios especialmente pensados para escritores. Sin embargo, algunos sí traspasaron esa frontera: entre ellos, y de manera abrumadora, lo hicieron el canadiense Leonard Cohen y, de manera consciente y en absoluto improvisada, Bob Dylan, que escribió, es obvio, letras de canciones (un equivalente  a lo que en la tradición se entiende como poesía popular) pero que, también escribió poemas con la premeditación del poeta y con independencia de que su destino final fuera acogerse a la envoltura de la música.

bertrand-russellBob Dylan llenó una época, formó parte de ese peculiar “mester de juglaría” de la Norteamérica de los años cincuenta y sesenta estrechamente vinculado con la narrativa de carretera que representó Jack Kerouak y, más allá, con la poesía de la generación beat y con la novela experimental que replicaba al realismo de la Generación Perdida y que representaron nombres como el Thomas Pynchon de La subasta del lote 49 o el John Barth de Quimera.  Con la concesión del Nobel al cantante nacido en Duluth, un pueblo de Minnesota, se reconoce una trayectoria en la que la palabra, más allá del ingrediente musical, ha jugado un papel de primer orden: lo ha jugado en el ámbito de la conciencia crítica de varias generaciones de jóvenes, para quienes textos como Hard Rain, o Blowing in the wind fueron mucho más que un referente cultural, y lo ha jugado  en el ámbito de la renovación de la propia poesía norteamericana, con textos que lograron un alto nivel de complejidad y que se nutrieron de cierta imaginería surrealista, sobre todo en su álbum  Highway 61 Revisited o en el posterior, ya de los años setenta, Blood on the Tracks. Su obra poético-musical evolucionó en paralelo con la evolución de una sociedad que se fue replegando en una intimidad que acabó por alimentarse de componentes resligiosos tras levantar e el vuelo al calor de la lucha por los derechos civiles en la década de los sesenta. En el fondo, fue un reflejo de la evolución de poetas como Allen Ginsberg, o Ferlinghetti, y del influjo de la contracultura que se apoderó de la vanguardia cultural norteamericana hasta bien entrada la década siguiente. La Academia Sueca ha premiado a un representante de una cultura de la modernidad de cuyas conquistas vive la cultura del presente, incluso la cultura poética.

churchillLa cotidianidad, la memoria, la búsqueda de una sociedad más justa, el misticismo y la esencialidad, componentes todos de la poesía contemporánea, están, sin ninguna duda, en los textos que escribió y escribe Bob Dylan. Cierto que el mundo literario internacional hubiera recibido mucho mejor la concesión del Nobel a un “poeta puro” como alguno de los dos citados, o como George Simic o Sharon Olds, generacionalmente coetáneos de Dylan y algo más jóvenes que los poetas beat. Pero a mi juicio, ha premiado a un creador que representa algo más (mucho más) que una forma de escribir poesía o una obra inseparable de la composición musical: ha premiado la honda huella de la contracultura y su inacabable estela de poemas e imaginarios; ha premiado el protagonismo artístico, también poético, de quien ha acabado generando una constelación de significados inseparables de la contemporaneidad. Ha premiado a un juglar de nuestro tiempo. Al más grande y hondo representante de la nueva juglaría de la Norteamérica más rebelde (a pesar del sesgo conservador de la evolución última del cantante como “cristiano renacido”) del siglo XX y de lo que llevamos del siglo XXI. Una buena elección aunque sea tan discutida como la del político Winston Churchill o la del pensador Bertrand Russell.  Las inevitables servidumbres de un premio Nobel, como el de literatura, que se proyecta sobre una materia compleja, poliédrica y propicia al mestizaje como el idioma.


EL AUTOR

MANUEL RICO (Madrid, 1952) es poeta, narrador y crítico literario. Licenciado en Periodismo, ha colaborado en diversos diarios y revistas (El Mundo, Cuadernos Hispanoaméricanos, Ínsula, Letra Internacional, Mercurio, Turia…). Ejerce la crítica de poesía en el suplemento Babelia, del diario El País. Es autor, entre otras obras, de los libros de poemas La densidad de los espejos  (Premio Juan Ramón Jiménez de 1997), Donde nunca hubo ángeles (2003), Fugitiva ciudad (2012) y Los días extraños (2015).  La mujer muerta (2000 y 2011), Los días de Eisenhower (2002)  y Verano (2008), Premio Ramón Gómez de la Serna 2009 son sus últimas novelas. Es autor  del ensayo Memoria, deseo y compasión (2001) sobre la poesía de Vázquez Montalbán y de los libro de viajes Por la sierra del agua  (2007) y Letras viajeras (2015). Dirige la colección de poesía de Bartleby Editores y colabora con artículos de política y cultura en el diario digital Nueva Tribuna. Con Un extraño viajero ha obtenido el IX Premio Logroño de novela. Desde mayo de 2015 preside la Asociación Colegial de Escritores.