El autor aborda, con vehemencia y convicción, la trayectoria del poeta José María Álvarez (Cargatena, 1942) en las más diversas disciplinas y lo presenta como un firme candidato al más prestigioso premio de literatura en el mundo hispanoamericano.
© LUIS MARTÍNEZ DE MINGO
Esta es la historia de un niño de ojos azules que nació tan guapo que parecía un príncipe austriaco. Vio la luz en Cartagena, en 1942, porque en aquella provincia española tenía su familia sus heredades, que no eran pocas. El caso fue que, a medida que iba creciendo, al niño se le revelaba cada vez más nítidamente que su principal objetivo en esta vida, casi su único objetivo, era la Belleza: buscarla, vivirla y apurarla hasta sus últimas ascuas allí donde estuviera. Por supuesto que esto implica el Arte -cómo si no- pero éste considerado como una disposición moral derivada de la cuestión quizá más profunda del mismo Arte, ¿Cómo vivir? Con respuesta tal vez de Kavafis: “un arte de vivir, un misterioso lujo, noble y culto: la verdadera flor de la civilización”.
Con toda la intensidad posible, no cabe otra, pero también con el gusto que desarrolla la inteligencia, la que pasa por la lectura reiterada de los grandes clásicos y conduce a reparar en el detalle: esos ojillos del perro que acompaña al príncipe Felipe Próspero, en el cuadro de Velázquez; el gran puente que lleva a San Pietro di Castello, y el Campanile, por supuesto. Siempre en Venezia, la que le hizo escribir a Proust que era el “Santuario de la Religión de la Belleza, una realidad más importante que la Vida”. Y no es casualidad, ni mucho menos. Este delfín del goce estético, poeta sobre todas las cosas, cuyo nombre ya es hora de revelar, se llama José María Álvarez, como el lector avisado ya sabrá. Para empezar, es el único superviviente senior de la llamada “Generación de los novísimos”, nueve, elegidos por J.M. Castellet en 1970, y subtitulada también como la de “los venecianos”. Aunque tiene espléndidos poemas sobre esa ciudad Pere Gimferrer, sin duda otro buenísimo de Álvarez es el de La serpiente de bronce, el que comienza “Naturaleza es, no sentimiento.” Aunque no encuentro mejor homenaje, al menos en su generación, que el que le hace el mismo J. María Álvarez, sobre todo entre las páginas 494 y 532 de su libro de memorias, Los decorados del olvido, Sevilla, Renacimiento, 2018, que me ha hecho disfrutarlo de nuevo y redescubrir al autor de Museo de cera, primera edición completa, 2002, Renacimiento, aunque hay otras posteriores (la de 2016 era ya la octava). También nuevos libros de este poeta, que no cesa: desde Bebiendo el claro de luna sobre las ruinas, 2008; Como la luz de la luna en un martini, 2013; y Música para el funeral de la libertad, 2020; hasta Non, Je ne regrette rien, este ya en 2022. Todos, por supuesto en Renacimiento. Y la verdad es que, por muy hermosos que sean muchos de los poemas de estos libros, las referencias y páginas que aquí se citen se referirán siempre a la edición del 2002 porque, aunque las poemas -verso blanco- tienden a ser más largos, la estética es la misma. Es decir, que así como se explican hasta cuatro periodos en J.R. Jiménez, y nada tiene que ver el Cernuda de Un río, un amor, 1929, con el 1940, por ejemplo, el de Las Nubes y menos con el de Ocnos, 1942, aquí nos encontramos con una misma estética, con más intensidad en el desengaño, eso sí, pero parecida actitud ante el papel en blanco: aquel amor perdido, la nostalgia de aquel atardecer en Villa Gracia, juntos a los amigos, el rastro de lo que fue pasión y deseo y ahora es sólo vacío. Por eso nos parece un acierto hablar de un único Museo de cera -comenzado en París, en el verano de 1960; –lo cual habla de su lucidez- y por lo mismo, el que se anuncia, ya en su novena edición, con más de mil páginas, también organizado en los mismos tres libros, OTIUM, FABULARIO y LE RÊVE, con tres capítulos cada uno. Desde “Il ritorno d`Ulisse in patria” hasta “Un pacto honrado con la soledad”. Este Museo es único en el panorama poético, como tiene que ser en poesía, y además por cómo se presentan los poemas: cada uno lleva sus citas, algunas veces hasta tres, excepto Je ne regrette rien, que casi, podríamos decir, las lleva implícitas en los largos títulos.
Así que entre tantos buenísimos poemas largos nos encontramos otros muchos escuetos, “Escribe/Tus días y tus páginas./Acepta ser como el viento que pasa.” Con citas de Homero, C. Malaparte y E. Jünger, (p. 48). A veces se llega casi al exabrupto: “Sólo hay un problema/metafísico, digno/de consideración/EL COÑO (p. 146), con cita de Moliere. Nunca, ni remotamente, una cursilería, lo cual, dada la obsesión por la Belleza tiene mucho valor. Algún otro, también corto, casi parece una paráfrasis del de un amigo riojano, que lo fue, Emilio Sagasti, (“Ni soy feliz/Ni falta que me hace”): “No tengo, ni quiero, ni espero remedio” (p. 461 y referido a Cartagena, nada menos). Ni que decir tiene que lo de las citas es un homenaje a tantos grandes libros leídos. Como borgiano impenitente -amigo del de El Aleph y ahora de María Kodama-, J. María Álvarez, seguro que también está más orgulloso de lo que ha leído que de lo que ha escrito.
Y hasta aquí podría llegar, en este artículo divulgativo, el Álvarez poeta, el gran autor de Museo de cera, pero es que, sin distracción alguna, también podríamos decir que es ahora cuando comienza el artículo. ¿Por qué? Pues primero porque el autor ha terminado escribiendo muchas más páginas en prosa que en verso, pero después, y sobre todo, porque la altura intelectual y cultural de este hombre del Renacimiento -estoy por escribir que, ahora mismo- es de las más destacadas en esta nuestra madre patria. Entraría, por tanto, de lleno en la función que Félix de Azúa le encomienda a las “personalidades complejas y ricas” en su último libro, Baudelaire y el artista en la vida moderna y que es “no tanto sobrevivir sino prevalecer” en este “infierno de los iguales” (Byung-Chul Han).
Las páginas sobre sus viajes son imprescindibles, memorables. Entendido el viaje como lo hacía Lord Bacon: “El viaje es parte fundamental de la educación”: Venezia, Budapest, El Cairo, Roma, París, Nueva York… y siempre lejos del espécimen social que más odia, el que sin duda acabará con el planeta, “el turista”. Sus relatos sobre estas ciudades, en el libro de memorias citado, no tienen desperdicio; llenos de lugares-fetiche, de restaurantes únicos, de arte, como cuando en Murano destaca “una Asunción de G. Bellini y una Santa Ágata del Veronés, que son la hostia”. Los lenguas que domina, que son varias, le permiten hacer traducciones de obligada referencia, Kavafis -23 ediciones-, La isla del tesoro -otras tantas-, nada menos que The Waste Land, los sonetos de Shakespeare, El Rey Lear, los Poemas de la locura de Hölderlin. De pintura no es que sepa, es que apabulla, pero de los grandes y de forma entomológica: Velázquez, ya citado, Picasso, Bacon, Miguel Ángel… Por supuesto que odia todo lo que se entiende por arte contemporáneo, empezando por Andy Warhol -no Marcel Duchamp-, el arte abstracto, el grafiti y ya no digamos cosas como el selfie, de lo que, al igual que del grafiti, ya hay unos cuantos museos por este puto mundo. Cuenta una anécdota ilustrativa sobre el particular. Y es que alguien, un amigo, tiene colgado en el váter, justo por donde se asoma el culo, un cuadro de Tapies, con toda la intención del mundo.
Este hombre ya presidió en 1989 el Homenaje Mundial a Ezra Pound en Venezia. Es Doctor Honoris Causa por Dowling, Nueva York, y miembro de la Academia Mallarmé (París), pero es que estamos dejando casi para el final quizá lo más importante, su condición de gran prosista. Desde Al sur de Macao hasta La corona de arena: Lawrence de Arabia, contamos ocho novelas y algunas tan importantes como La esclava instruida, Premio “La Sonrisa Vertical” 1992, o El manuscrito de Palermo, finalista del Planeta. Basta leer algunas páginas del premio erótico, lo mismo que se siente en cuatro o cinco pasajes “calientes” de sus memorias, Los decorados del olvido (cit,) para notar en el torrente sanguíneo por qué es un gran escritor, y es que “uno” se empalma. No sé si “otro”, eso lo tendrá que experimentar cada cual. Créanme que merece la pena por el tempus deleitoso que les da a las escenas de amor, por la elección del mejor adjetivo, caliente a veces, por la atmósfera de fermentación que sabe crear quizá como nadie tras Nabokov. En estos tiempos de prosa fofa, literatura retro-adolescente y best-sellers como serpentinas de feria, el lector se encuentra con una prosa de cinco sentidos, algunos en favor de Venus, de Afrodita o de Eros, según sea la mitología del “sujeto supuesto saber”. Una prosa exquisita, con adjetivos que te vienen a la boca como si los estuvieras comiendo, Una prosa producto de la inteligencia, de sus cientos de grandes lecturas y de sus antológicas noches mágicas juntos a amigos como Gil de Biedma, Alberto Viertel -alcohólico, sexómano, heroinómano y suicida, junio del 2000-, Brines o Eduardo Chamorro, nada menos, que escribió el mejor libro sobre Benet, El aliento del espíritu sobre las aguas (lean, lean). A veces, el fervor que pone al recrear aquellas horas y aquellos encuentros le lleva al memorialista -prodigiosa memoria- a escribir cosas como que “Dies irae y El alma de los delfines –Alberto Viertel– es la saga más notable, no sólo literariamente, sino como documento histórico de este nuestro tiempo” (p. 345 de Los decorados del olvido).
Puestos a reprocharle algo a este más que presunto “Cervantes”, con muchos más méritos que tantos, y no citaremos para no entrar en polémicas, porque esto de los premios sí que va al albur de los jurados, vamos a apuntar que es muy prolífico, que son muy grandes desde Garcilaso a San Juan, incluso Gil de Biedma, con obras muy reducidas. ¿Y qué? ¿Puede ser eso un reproche? ¿Qué pasa, entonces, con Balzac, y qué con Pérez-Galdós? ¿Qué con las más de 400 páginas del gran Walt Whitman, por citar un poeta, el de Hojas de hierba.
Cabe concluir estas líneas con una noticia: el ayuntamiento de su ciudad, Cartagena, le rendirá homenaje en noviembre y, con ese motivo, editará una edición limitada de 30 ejemplares, numerados y firmados por el poeta, de Museo de cera, novena edición, un volumen de mil doscientas páginas.
EL AUTOR
LUIS MARTÍNEZ DE MINGO es riojano (1948). Empezó escribiendo poesía: Cauces del engaño, Ámbito, Barcelona, 1978. Luego vinieron unos cuentos, Bestiario del corazón, Madrid, 1994: Cuatro ediciones y varios premiados. Con la novela El perro de Dostoievski, Muchnik. Barcelona, 2001, llegó a finalista del Nadal. Ha editado de todo. Premio de novela corta con Pintar al monstruo, Verbum, Madrid, 2007, lo último ha sido un dietario, Pienso para perros, Renacimiento, Sevilla, 2014, La reina de los sables, Madrid, 2015, la novela Asesinos de instituto (2017) y el poemario Cauces del engaño (2022).