La autora destaca las aportaciones de las primeras mujeres que se atrevieron a romper las convenciones de un mundo masculino para lograr despejar un camino en el que no eran bienvenidas, a menudo también por el freno de otras mujeres. Desde Concepción Arenal a Rosalía de Castro, pasando por Emilia Pardo Bazán o Carmen Conde, todas allanaron el camino hasta la liberación de hoy.
© CARMEN BANDRÉS SÁNCHEZ-CRUZAT
Qué difícil fue para la mujer desbrozar las infinitas barreras que, como zarzas erizadas de lacerantes púas, se oponían a su gran desafío: romper la atávica cadena que la recluía junto a los fogones, dedicada a la crianza de los hijos y a las tareas hogareñas. Qué difícil, sí, abrir una ventana al mundo exterior, al desempeño de una profesión, a la independencia económica, al protagonismo en las artes y en la cultura e, incluso, a disfrutar por fin de un derecho tan elemental como participar con su voz y voto en las grandes decisiones nacionales…
Parece muy lejana la osadía de aquellas pioneras que irrumpieron con fuerza en espacios exclusivamente reservados al varón; sin embargo, apenas han transcurrido unas décadas desde aquel glorioso despertar, plagado de obstáculos y zancadillas. Paradójicamente, el freno de la fantástica liberación femenina que por fin hoy disfrutamos nunca residió tanto en las reticencias masculinas como por parte de la propia mujer, a veces muy acomodada en su reducido espacio, empequeñecido por incuestionables tradiciones milenarias.
Las pioneras no fueron pocas, tampoco demasiadas.
Hijas obedientes, esposas hacendosas, madres entregadas en cuerpo y alma a la crianza de su numerosa prole, olvidadas de sí mismas, de su propia esencia personal y de su individualidad latente, para trasmitir a cada nueva generación un sentimiento de resignada y sumisa claudicación.
Para nosotras, nacidas un siglo después, todo ha sido más fácil que para las animosas mujeres de antaño que dieron un paso al frente cuando todo se oponía a su voluntad. Con brava tenacidad y una inmensa capacidad de trabajo, fueron derribando piedra a piedra el muro de la incomprensión, demostrando que ellas sí podían, sin ocultarse en tapujos, disfraces, pseudónimos varoniles u otros imaginativos subterfugios.
Concepción Arenal vivió consagrada a la ayuda de los demás.
Sí podían ejercer trabajos y labores de las que estaban tácita o expresamente excluidas. Sí podían escribir y divulgar su pensamiento. Sí, efectivamente podían, y así lo hicieron, realizar cualquier función hasta ese momento privativa del varón. A ello se pusieron con enorme fe y entusiasmo; sin embargo y por desgracia, aún persisten a día de hoy los techos de cristal y las brechas salariales o de promoción en muchos ámbitos así como, lo que es peor, mucho peor, resulta muy elevado para la mujer el precio a pagar por el acceso a los más altos niveles empresariales y directivos en términos de conciliación familiar, pues maternidad y pleno desarrollo profesional continúan viajando en vías paralelas que nunca terminan por encontrarse.
Las pioneras no fueron pocas, tampoco demasiadas. Casi siempre de privilegiada cuna, optaron por renunciar a su papel de apacibles matronas para hacerse un hueco en un cosmos vedado para la mujer. Hoy, a la hora de rendir homenaje a ese bravo elenco de féminas, me voy a detener en algunas de ellas, ligadas a las letras gallegas y paradigmas de enorme simbolismo y valor identitario.
Como Concepción Arenal, que hubo de adoptar maneras y atuendo masculino para comparecer en la madrileña Universidad Central, hasta que su disfraz fue descubierto y, merced a una audaz medida de gracia, autorizada a asistir como oyente a las clases de derecho… eso sí, desde un habitáculo cuidadosa y completamente aislado de sus compañeros.
Experta penalista y dotada de un marcado sentido de la justicia, mostró enorme empatía hacia los más vulnerables y, en especial, hacia los presos, con quienes realizó una encomiable labor de rehabilitación. Siendo una ilustre precursora del trabajo social, a la vez que esposa y madre, hoy la reconocemos como una pensadora del catolicismo social, que nos ha legado numerosas publicaciones encuadradas en el realismo literario de la época y en la línea de las sufragistas feministas decimonónicas, además de numerosos textos legales todavía de plena vigencia.
La vida de Concepción fue una existencia consagrada a la ayuda de los demás; el destino la unió con sólidos lazos de amistad a otra gran mujer, Juana de la Vega, marquesa de Espoz y Mina y enamoradísima de su marido, a quien ayudó cuanto pudo en su largo batallar contra el invasor galo en la Guerra de la Independencia.
El freno de la liberación femenina hoy disfrutamos nunca residió tanto en las reticencias masculinas como por parte de la propia mujer.
Después de enviudar, trabajó de forma incansable por mejorar la situación de la mujer, vistiendo luto riguroso mientras dedicaba un número interminable de horas a visitar y cuidar de los enfermos, sin que ello la privara de asistir también a las tertulias literarias que se celebraban en su querida Coruña.
Dominaba varios idiomas y fue la preceptora de la entonces infanta Isabel hasta su mayoría de edad y consiguiente reinado efectivo, así como de su hermana Luisa; a ambas intentó inculcar los valores liberales y constitucionales. Juana nos ha legado numerosos ensayos, un par de memorias y variados textos donde hace gala de su talante libre pensador y, en particular, amante de la justicia social.
Emilia Pardo Bazán conoció a estas dos pioneras del feminismo en el elegante salón promovido en el hogar paterno; le impresionaron sus vestidos oscuros y unos modales algo rudos, más propios de varones. Como ellas, Emilia fue siempre consciente de haber nacido en el seno de una familia acomodada y de los privilegios anexos a su linaje.
En su hogar fluía un ambiente abierto, tolerante y culto impropio de la época, con una biblioteca donde Emilia, entonces niña, tuvo acceso a una enorme cantidad de libros, algunos incluso vedados para ella como menor y como mujer, lo que, obviamente, excitó su curiosidad hasta el punto de no dudar en valerse de insólitos procedimientos para alcanzar los más alejados y fuera de su alcance, como algunos tomos de su admirado Victor Hugo u otros de arte, plagados de estampas donde aparecían cuerpos femeninos desnudos.
Para nosotras, nacidas un siglo después, todo ha sido más fácil que para las animosas mujeres de antaño.
La, en otras facetas, dócil niña, descolló muy temprano en la poesía, al tiempo que se aficionaba a viajar y al aprendizaje de otras lenguas para así poder leer en su lengua vernácula la obra de los grandes autores europeos. Al contrario que Concepción y Juana, enemigas de agasajos y oropeles, a Emilia le encantaba la vida mundana y el éxito social, aspectos trascendentales en su existencia, pero el empeño por sobresalir en las letras de la condesa de Pardo Bazán no tardó en proporcionarle el desinterés primero, y muy pronto repulsa, desatada en ciertos círculos, incluido el desdén por parte de muchas mujeres que se resistían a modificar su papel tradicional de reclusión hogareña, bien establecido durante centurias de capitulación.
Ante ello, Emilia, profundamente criticada e incomprendida también por algunos colegas masculinos, emprendió una existencia extremadamente activa, que incluyó notables iniciativas, como la institución de una biblioteca femenina, o la impartición de conferencias y clases magistrales en el Ateneo madrileño. Por fortuna, no todo fueron desaires y menosprecio, sino que también contó con excelentes valedores y amigos con quienes compartió tertulias y ambiciones.
Pérez Galdós, Giner de los Ríos, Pereda y Unamuno se cuentan entre ellos, en tanto que en el bando contrario militaron Leopoldo Alas Clarín y un joven Pio Baroja. Emilia Pardo Bazán, pese a todos sus pesares, alcanzó cierto reconocimiento en vida, pero nunca consiguió sentarse en un sillón de la Real Academia Española. No fue la carencia de méritos lo que se lo impidió, sino su condición de mujer: habrían de trascurrir tres largos siglos tras la fundación de la RAE, antes de que la primera mujer, Carmen Conde, ocupara ¡en 1978! el sillón “k”.
Emilia conoció personalmente a Rosalía de Castro, pero nunca surgiría la amistad entre ambas, en particular porque Manuel Martínez Murguía, marido de Rosalía y destacado impulsor del Rexurdimento gallego, profesaba una impresionante animosidad hacia la condesa, tal vez debido a la incomodidad que le producía su popularidad, además de su rotunda negativa a escribir en gallego.
Rosalía, hija natural de una hidalga y de un sacerdote, sufrió una fuerte desazón al descubrir su origen, en una época y un contexto social que reprobaban tal relación y la condenaban como fruto de un vínculo pecaminoso. Tal vez por ello, unido a su salud endeble, se configuró una personalidad tristona y sensible que se expresó de forma magistral a través de una poesía propia del romanticismo tardío, en la que prima una emotiva exaltación de los sentimientos, con especial mención de la angustia y el dolor.
Junto con Gustavo Adolfo Bécquer se erige como la máxima representante en España de esa corriente. Como no podía ser de otra forma y muy a pesar del constante apoyo de su esposo Manuel, Rosalía también sufrió la consabida hostilidad generalizada; si callaba como prudente respuesta, era tildada de soberbia, pero si se defendía, de inmediato recibía la humillante calificación de “bachillera”. Rosalía de Castro murió joven, a la temprana edad de 48 años; su mayor admirador, Manuel Murguía, luchó tenazmente por divulgar la obra y el pensamiento feminista de su esposa más allá de su terruño.
El mensaje que nos llega desde su tierra natal por parte de estas cuatro precursoras del feminismo es toda una lección de justicia y realidad, que atañe a nada menos y nada más que a la mitad de la humanidad, la cual atesora un talento de idéntico valor y calidad al de la otra mitad.
LA AUTORA
CARMEN BANDRÉS SÁNCHEZ-CRUZAT. Nacida en Jaca, se trasladó muy pronto a Zaragoza; desde entonces reside en la capital aragonesa. Diplomada en Técnico de Empresas y Actividades Turísticas por la Escuela Oficial de Turismo de Madrid, Carmen Bandrés obtuvo también el título superior en inglés por la Escuela Oficial de Idiomas y en francés por el Instituto Francés de Zaragoza, perfeccionando sus estudios de literatura inglesa con estancias en Irlanda y Gran Bretaña, así como los de francés en Midi-Pyrénées. En el ámbito literario, Carmen Bandrés comparte sus escritos periodísticos con los novelísticos, con notables incursiones en el relato breve, poesía y otros géneros.