El dramaturgo, y experto en la obra de Fernán Gómez, Pedro Víllora (Albacete, 1968) analiza en este completo artículo la obra del polifacético artista nacido hace algo más un siglo. Se centra en su vertiente más narrativa y celebra las reediciones recientes, como la novela La Puerta del Sol (Atrapasueños).
© PEDRO VÍLLORA
En el primer semestre de 2008, al poco de fallecer Fernando Fernán Gómez, publiqué su obra Defensa de Sancho Panza (hasta entonces inédita), en la revista Acotaciones. El texto me lo proporcionaron Kathleen López Kilcoyne y Emma Cohen. Kathleen, que había trabajado tantos años con Fernán Gómez y era la subdirectora de la empresa teatral Pentación, estuvo detrás de la organización de su velatorio en el Teatro Español.
Como teníamos un trato excelente, la acompañé durante mucho rato en un lateral del escenario (ella estaba pendiente de lo que ocurría junto al féretro, pero no quería ningún protagonismo) y, en la conversación, hablamos de la literatura de Fernán Gómez, repasamos las cosas que sabía que estaban inéditas y se me ocurrió proponerle publicar alguna de ellas como homenaje.
La Puerta del Sol quizá sí sea la obra más completa y compleja de Fernán Gómez.
Convinimos ambos que Defensa de Sancho Panza era perfecta para la ocasión y, a los pocos días, se cerró el acuerdo con Emma y escribí una introducción recogiendo las opiniones de Fernán Gómez sobre su propio teatro (puede consultarse aquí). También quise, más tarde, publicar en la misma revista Terraza de café por la noche, de Emma, pero algún miembro del consejo de redacción que entonces había en Acotaciones se negó, impidiendo que mi propuesta prosperase. Eso me molestó mucho y tuve que pasar la vergüenza de comunicárselo a Emma, que lo comprendió con su amabilidad y generosidad acostumbradas.
Sorprendentemente para mí, pasarían más de diez años desde la publicación de Defensa de Sancho Panza sin que apareciesen ni en revistas ni en libros esos otros textos teatrales inéditos que se sabía que existían. Por suerte, la nieta del autor, Helena de Llanos, consiguió la publicación de un volumen titulado Teatro (Galaxia Gutenberg, 2019), donde aparecen casi todos de los que había constancia y alguno más.
El libro tiene un error grave, y es que incluye un monólogo final, Soldado, que en realidad no fue escrito por Fernando Fernán Gómez sino por Arturo Pérez Reverte; al aparecer entre los papeles de Fernán Gómez, se dio por bueno sin que editores ni correctores advirtiesen la equivocación y llegó a ser representado en marzo de 2021 en el Museo del Prado, que fue el momento en que se descubrió la verdadera autoría, lo cual no quita ni pone nada ni a la calidad evidente del texto ni al prestigio de ambos escritores.
La misma editorial acaba de publicar Dos comedias y algo más (Galaxia Gutenberg, 2021), que contiene, entre otras cosas, una versión del Estebanillo a la que había aludido el autor en ocasiones. Ninguna de las piezas recuperadas, siendo la mayoría de mucho interés, alcanza la excelencia de Las bicicletas son para el verano, confirmando la impresión del propio autor de que era de las cosas más importantes que había escrito.
Fernán Gómez se explica a sí mismo y a su sociedad desde la literatura.
También es reciente la edición de Variedades (Huerga & Fierro, 2020), impresionante volumen preparado por Manuel Ruiz Amezcua con más de un centenar de artículos publicados entre 1999 y 2005 en ABC y La Razón. Variedades es un libro que perfectamente puede leerse como complemento de sus memorias ampliadas El tiempo amarillo (Debate, 1998) o de algunos ensayos confesionales como Nosotros, los mayores (Temas de Hoy, 1999) o profesionales como El actor y los demás (Laia, 1987).
Cierta vocación discursiva, comentadora o didáctica que atraviesa el conjunto de su obra encuentra en este formato del periodismo literario un lugar idóneo donde expresarse. Al autor le gusta explicar, precisar, relacionar conceptos, ironizar, sin verse necesariamente urgido por la actualidad, sino por el interés personal o la memoria.
Los varios libros de charlas con Fernán Gómez (en diálogo con Juan Tébar, Enrique Brasó, Diego Galán, Eduardo Haro Tecglen…) o los documentales (de David Trueba, Luis Alegre, Manel Arranz, Gemma Soriano, Brasó de nuevo…) muestran un carácter conversador que tiene su reflejo escrito en estos artículos rebosantes de cultura, anecdotario, reflexiones y puntos de vista tan estimulantes como amenos.
El centenario de su nacimiento también ha servido para recuperar la parte de su literatura que prefiero: la narrativa.
El centenario de su nacimiento también ha servido para recuperar la parte de su literatura que prefiero incluso por encima de su teatro o sus ensayos: la narrativa. Así, El vendedor de naranjas acaba de aparecer en Pepitas Editorial y La Puerta del Sol en Atrapasueños. El vendedor de naranjas fue la primera novela de Fernán Gómez. Se publicó en 1961 en una edición sin corregir, por lo que es preferible leerla en versiones posteriores a 1986, cuando Juan Tébar se cuida de ella para Austral.
En su momento, fue una rareza desatendida y a partir de 1986 quedó como una curiosidad ensombrecida tanto por Las bicicletas son para el verano (que se había estrenado en 1982) como por el éxito incontestable de su segunda novela, El viaje a ninguna parte (Debate, 1985), cuya versión cinematográfica es de ese mismo 1986. Pero El vendedor de naranjas no es un texto menor, sino un digno continuador del espíritu escéptico y bienhumorado de Wenceslao Fernández Flórez, a quien Fernán Gómez acababa de adaptar en su película El malvado Carabel y en quien es imposible no pensar cuando se comenta el adjetivo “malvado” en la última página de la novela.
Es fácil emparentar este libro con los primeros trabajos de Bardem y Berlanga (Esa pareja feliz es de 1951) o Azcona, pero también con los de generaciones anteriores (Neville, López Rubio, Mihura, Jardiel), e incluso hay algo de humorismo kafkiano en esta historia de un guionista perdido en una empresa cinematográfica donde todos cobran menos él.
La sátira profesional la mantendrá en esa suerte de continuación que es ¡Stop! Novela de amor (Espasa, 1997), incidiendo algo más en el deseo como motor vital, pero la brevedad de El vendedor de naranjas condensa con agudeza una visión de las prácticas empresariales aplicadas a los productos culturales que remite a un entorno socialmente deteriorado y entregado a un oropel de espectáculo y frivolidad tras el que se vislumbra la miseria económica y moral. Es una novela divertida y triste a la vez, porque muestra a los personajes en una tragedia de la que no son conscientes.
Al autor le gusta explicar, precisar, relacionar conceptos, ironizar, sin verse necesariamente urgido por la actualidad.
En cuanto a la otra novela reeditada, La Puerta del Sol, fue reconocida por la Real Academia con el Premio Fastenrath tras haberla publicado Espasa-Calpe en 1995. Supuso, quizá, la consolidación de una trayectoria como novelista que empezaba a ser importante, pues a la ya citada El viaje a ninguna parte le habían seguido El mal amor (Planeta, 1987), El mar y el tiempo (Planeta, 1988) y El ascensor de los borrachos (Espasa, 1993).
Con la posible excepción de El mal amor (aunque también), todas las otras muestran a un autor que se explica a sí mismo y a su sociedad desde la literatura. Crea personajes que son en buena medida trasuntos de su persona, permitiendo si se quiere la lectura en clave de emociones autobiográficas, pues se puede confundir al autor con el narrador de la manera más fácil; pero al tiempo está construyendo una visión coherente de un mundo que muere dejando recuerdos que tienden a desaparecer, sin que eso signifique acabar igualmente con los sueños.
En el caso de El viaje a ninguna parte, de oralidad fascinante, el entramado de voces va creando una historia propia de ese mundo de palabras que es el teatro favoreciendo la visualización de acciones no siempre descritas; el entorno que se percibe no puede ser más pobre, las ilusiones más fantasiosas y el deseo más erótico, mostrando una libertad interior a la que aferrarse cuando todo lo demás va mal.
El mar y el tiempo, teatro aparte, viene a poner en contraste el recuerdo de quienes se exiliaron y perdieron el signo de la evolución (el tiempo que sí se ve en El vendedor de naranjas o El viaje a ninguna parte) con el mundo sofisticado y un tanto pretencioso (no estamos lejos de la obra teatral, de 1980, Los domingos, bacanal) de finales de los años sesenta, mientras que El ascensor de los borrachos (adaptada al teatro como Los invasores de palacio, 2000) contiene algo de picaresca cinematográfica que la aproxima a El vendedor de naranjas o ¡Stop!…, pero es ante todo la exposición de la decadencia de una sociedad privilegiada que no ha sido educada en la capacidad de adaptarse al cambio de los tiempos.
FFG reconocía que siempre le «hubiera gustado escribir una novela histórica».
Con La Puerta del Sol, vuelve al mundo del teatro itinerante, como en El viaje a ninguna parte, pero enseguida pasa a un teatro estable madrileño al tiempo que la fantasía y la magia de la grandilocuencia decimonónica son sustituidas por el realismo. También sus protagonistas tienen unos sueños de prosperidad desde su humildad que la realidad intentará ir minando; así, Fernán Gómez ya no sigue a Fernández Flórez sino a Galdós para crear una oscura y húmeda portería donde alienta la semilla del anarquismo durante la primera mitad del siglo XX.
La Puerta del Sol viene a ser unos prolegómenos de Las bicicletas son para el verano más explícitos y aún más politizados. Aunque diste de ser la más conocida, quizá sí sea la obra más completa y compleja de Fernán Gómez, y ojalá su reedición sirva para ganar en lectores y consideración.
Entre tanto, El mal amor había abierto otra línea de trabajo en la narrativa de Fernán Gómez, deudora de su interés por la literatura medieval y renacentista que había dado lugar a obras teatrales como Del rey Ordás y su infamia y Ojos de bosque, o incluso a la serie El pícaro. En El mal amor imagina al que sería Arcipreste de Hita, Juan Ruiz, viviendo entre juergas y delicias e invitado a escribir, como penitencia, un tratado sobre el amor.
Es innegable la fidelidad de Fernando Fernán Gómez a su imaginario como escritor.
Fernán Gómez imagina el amor cortés como una moda francesa que contagia a los habitantes de un castillo castellano. Esa especie de enfermedad cambia usos y costumbres no sin rechazo por parte de algunos vigías del antiguo orden. Multitud de equívocos, aventuras y lances eróticos enlazan una trama amenísima que en ocasiones toma la forma de los antiguos diálogos donde los interlocutores discuten diversas teorías sobre el amor. Para cualquier amante del platonismo, de la poesía provenzal o de la historia medieval, esta novela es un gozo asegurado.
Las tres novelas que siguen a ¡Stop!… vuelven a ser de carácter histórico. En La cruz y el lirio dorado (Espasa, 1998) adapta y amplía su obra teatral La coartada, donde escenifica el intento de asesinato de Lorenzo de Médici en la catedral de Florencia en 1478. En la nota final de la obra, reconocía que siempre le «hubiera gustado escribir una novela histórica», pero que no se veía capacitado por lo que la hizo en teatro; y, en efecto, la pieza se centra en el conflicto dramático, las motivaciones de los personajes y el desarrollo de la intriga. Pero, cuando vuelve a ella años después para escribir la narración, consigue una bellísima novela al dejar que sean los personajes, y no el hecho en sí, los que creen el relato: la infancia, las relaciones familiares, los miedos… nos invitan a entender por qué alguien va a decidir convertirse en un asesino.
También con Oro y hambre (Muchnik, 1999) adapta otra obra suya, El pícaro. Aventura y desventuras de Lucas Maraña (que a su vez proviene de la serie de 1973 El pícaro), aunque esta vez sin apenas variaciones. En cuanto a Capa y espada (Espasa, 2001), aprovecha la muerte del conde de Villamediana para recrear con extremada vivacidad el ambiente teatral y social del siglo XVII. Entre tanto, había publicado un volumen de relatos, La escena, la calle y las nubes donde están sus obsesiones: el cine, el amor, los recuerdos de infancia, el teatro…
Y aún volvería una vez más al teatro itinerante para su última novela, El tiempo de los trenes (Espasa, 2004), donde los retazos y las anécdotas se imponen sobre la narración, pese a lo cual es innegable que la fidelidad de Fernando Fernán Gómez a su imaginario como escritor se mantuvo.
EL AUTOR
PEDRO VÍLLORA. Dramaturgo (La Roda, Albacete, 1968). Licenciado en Ciencias de la Imagen, Dirección de Escena y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Como autor y adaptador ha trabajado junto a Miguel Narros, Ángel F. Montesinos, Juanjo Granda o Juan Carlos Pérez de la Fuente. También ha dirigido varios montajes de autores españoles como Ignacio del Moral, Ignacio Amestoy o Ainhoa Amestoy. Ha sido profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense y de Teoría Teatral en la RESAD. Como periodista y crítico ha colaborado en numerosos medios -RNE, Telemadrid, El Mundo, etc.- además de haber sido crítico teatral de ABC y director de la revista Acotaciones. Ha editado libros de Adolfo Marsillach, Terenci Moix y Ana María Matute, y ha escrito las memorias de Sara Montiel, Imperio Argentina y María Luisa Merlo.