Con profunda admiración, y con motivo de la publicación de Aquí el autor recorre la poética de Francisco Caro, sus motivos y sus referentes.
© RAÚL NIETO DE LA TORRE
Antes de leer el último libro de Francisco Caro (Piedrabuena, Ciudad Real, 1947), muchos desconocíamos que la palabra aquí tenía propiedades mágicas y que bastaba pronunciarla en el momento adecuado para conjurar las inclemencias del olvido. Ahora sabemos que dice memoria quien dice Aquí, memoria de los lugares concretos, vividos, de la materia tocada, de los afanes y oficios de algunos hombres y mujeres. No muchos. Algunos. Al poeta Francisco Caro no le interesa tanto esa abstracción de seres humanos llamada sociedad como la experiencia única y cotidiana de algunos de ellos. No tanto lo espectacular de palacios y templos como la brega en la fragua, el cuidado de las maderas de una casa derrumbada, la observación del sueño de la ropa en su cuerda, de laurel a nogal tendida. No tanto la Historia de los vencedores como la dignidad de los vencidos que se proclaman ante sus hijos dueños / sólo de las derrotas que callamos (pág. 29) y, al decirlas, se comparten, son menos derrotas. Y es que aparecen pronto en escena los padres del poeta, Teresa y Leónides, los tíos albañiles, la compañera y madre de sus hijas, las propias hijas, los amigos de la infancia y, a su alrededor, como otros seres capaces de conversar también con el poeta llegado el momento, el pozo y su brocal, el patio y su sombra sincera, el paisaje natal de Piedrabuena y sus inmediaciones, Madrid puntualmente. Enseguida entendemos que Francisco Caro está abriéndonos las puertas de un mundo íntimo y singular que solo una mirada radicalmente poética y certera como la suya conseguirá hacer plural ante nosotros. Plural y entera, sin nostalgias lacrimógenas ni sentimentalismos de salón.
Esta mirada tiene que ver con la capacidad de Francisco Caro para crear símbolos que funcionan al mismo tiempo en el plano biográfico de su memoria individual y en el plano de las connotaciones literarias donde se mueve el lector. El libro se convierte así en una prolongación no de la biografía del autor sino de la vida de un hombre en su dimensión emocional y existencial. Somos con él, sufrimos con él ante el ciprés dañado, sentimos con él la dicha de un sol que acude solo para vernos. Los símbolos más claros, a este respecto, son el patio y el pozo.
Vida cotidiana, sí, pero por momentos también irrumpe ante nosotros la excepción del deslumbramiento en el alba de agosto
De las tres partes del libro, la segunda está dedicada expresamente al patio, aunque referencias a él se encuentran de forma recurrente en las dos partes restantes. Es muy significativo cómo, de manera explícita, el título vincula el libro con ese espacio de gran carga simbólica: Aquí, / en este patio / que me aísla del mundo y lo contiene (pág. 41). Asistimos a una evidente identificación entre el patio desde donde escribe el poeta y el libro donde nosotros lo leemos, una idea que se expresa, igualmente, al aludir a los patios cerrados del poema (pág. 56) o en uno de los Soplos: Leo en el patio, / cierro el libro y aún queda sol en sus páginas (pág. 51). Un sol, desde luego, que nosotros sentimos, que también nos calienta. Así que entramos en la poesía de Francisco Caro como en su casa y recorremos con los ojos los ángulos de las páginas con la misma avidez que las paredes encaladas. Buscamos fotos, cuadros, recuerdos, sombras… De hecho, poco antes de finalizar la segunda parte, el poeta ve proyectada su sombra en la pared y se pregunta algo crucial: Por qué la sombra ha de valer / menos que un hombre / si es más sincera, cuestión que él mismo, en una suerte de súbita toma de conciencia, acierta a cerrar con tres versos inolvidables: No sabe de la cal ni subterfugios / y ensaya con mi cuerpo / la sombra verdadera. Dice verdad y dice sombra, también y por tanto, quien dice Aquí. Ya lo advirtió Celan. Y es justamente esa sinceridad de la sombra de Francisco Caro, que parece ensayar con su cuerpo no solo la noche sino la palabra verdadera, lo que hace de este poemario un libro fundamental para entender toda su trayectoria. Tanto es así que, en Confesión de fortuna y al hilo de una reflexión sobre la escritura y la lectura en el patio, el poeta escribe con una sombría lucidez, ya madura, lo siguiente: porque a veces dudas / sobre lo necesario / en el poema elige / primero ser verdad, después estilo. Pero el patio no es sombra en ningún caso, si bien es cierto que la contiene, que la acoge, que la sabe, sobre todo a la tarde y a la manera de esas señales que anticipan un desenlace oscuro de la vida (luego veremos con qué hilo tan fino Francisco Caro teje una maravillosa red de imágenes con el denominador común de la oscuridad: sombra, pozo, humo, noche…).
Francisco Caro
El patio, por encima de todo, representa la vida, por él transitan, de niño, su madre y su padre, su abuela Sandalia, y ya de mayor sus hijas, su mujer, sus amigos, sin olvidar la gran cantidad de plantas y de criaturas que lo pueblan y que el poeta se esmera en inmortalizar en sus versos. Vida cotidiana, sí, pero por momentos también irrumpe ante nosotros la excepción del deslumbramiento en el alba de agosto (Todo canta en el patio porque vive / y es la luz indefensa (pág. 46) o en los recuerdos infantiles del invierno, comenzando el libro, cuando la madre del niño que será poeta lo despierta con el milagro de la nieve en la boca: Levanta, hijo, me decías, / el patio es todo blanco (pág. 17). No es aquí casualidad que se den juntos el despertar al nuevo día y la nieve. Blanca. Blanca como la cal de las paredes, como las páginas. Casi cosa de sueño: Y es que siempre era, madre, / nevar un grito / fugaz, un sobresalto, / en aquel pueblo niño que a mitades / se soñaba manchego y montesino, / me soñaba (pág. 17). En varios versos, asimismo, insiste en la memoria de la nieve y del niño que anda por ella como imagen fundacional de un mundo que comienza, donde habrán de quedar sus huellas, negro sobre blanco, en una alusión implícita a la escritura del poeta adulto.
Llegados a este punto, uno se pregunta por el origen de ese patio y piensa en los tíos del poeta, Luis y Restituto, albañiles, que levantaron tapias y ahondaron aquel pozo infinito (pág. 15) cuando el niño contaba solo nueve años. El oficio de escribir, de convertir ahora el patio de piedra en un patio de palabras, sitúa a los tíos y al sobrino en un mismo esfuerzo por levantar muros contra la intemperie los unos, contra el olvido el otro. Y es que las manos de los albañiles y la del poeta, explica, son en el fondo la misma mano (pág. 69). Por ahí va la cita del poeta Federico Gallego Ripoll que introduce esta segunda parte: Hay que escribir los muros. Las palabras / duran más que las piedras (pág. 37).
Su obra más sincera, la que mejor ensambla vida y poesía y por la que a buen seguro será recordado
En el centro del patio, sin embargo, en el centro de la memoria de la vida, se halla el pozo. Su oscuridad redonda, infinita, su sombra verdadera, sus secretas aguas quietas donde se mirará el poeta en los últimos versos del libro para reconocerse. Este es el otro símbolo que, desde su diferencia, completa la geometría imposible de esta cuadratura (patio) del círculo (pozo) que es intentar permanecer cuando todo, irremediablemente, se extingue. Cuadratura de la existencia, imposible y angustiosa. En ella pugna lo imperfecto de la vida, llena de ángulos y azares inesperados y sueños, con lo perfecto de la muerte, redonda y predecible y verdadera. ¿No es esa pugna, al fin y al cabo, la esencia del ser humano? Porque el pozo introduce en el libro la conciencia del fin. Es por eso que junto a él cae muerta la abuela Sandalia (pág. 33) y desde ese momento el término caer deviene sinónimo de fallecer, como si, al morir, uno cayera y cayera en un pozo infinito; así con el padre del poeta, que cayó cuando volvía / de ver cómo las obras levantaban (pág. 39). Una vez asociados muerte y pozo, se abre una nueva línea de lectura que entronca con algo que hemos mencionado más arriba: la sombra es más sincera que el hombre. Solo desde la conciencia del fin el poeta adquiere la lucidez necesaria, una lucidez ciega, eso sí, para comprender que es un hombre que ya no miente / porque nada / de los otros ni lo ajeno precisa (pág. 78). Habla entonces por él la sombra, el pozo. La escritura, cuando es auténtica, puede ayudarnos a no caer tan bruscamente, a bajar a los miedos del pozo sin prisa, línea a línea, nudo / a nudo, descolgarme / por la soga que ofrecen / los papeles tintados // hasta mirar de cerca / mi rostro en la quietud / del agua y su memoria (pág. 91). Apuntemos aquí la presencia sanadora del agua en su forma de lluvia, río o nieve que recorre el libro y que halla su contrapunto en la mortal sequía redonda que se describe en El sol, el polvo, sequía cíclica, circular como el pozo y encarnada obsesivamente en ese polvo que sólo pregunta / por los vivos y vuelve, / por los muertos y vuelve (pág. 49). Otro poema decisivo para entender en qué medida muerte y escritura aparecen de la mano en Aquí es Cactus en flor junto al brocal. Situado como un eje en el centro de la estructura, el texto nos muestra el brocal como un límite donde se abre una flor sola, / una voz sola que durará una noche, no más, pues es así como hablan nuestros dioses (pág. 56). Esa mención a los dioses no es la única que se hace en la obra y tiene que ver con el tratamiento del patio como un lugar con connotaciones espirituales.
De características similares al pozo, por la circunferencia y la profunda oscuridad, cabe mencionar el volcán que aparece en Atardecer en Miraflores y que, junto a las dos hojas de siembra (pág. 86) y a los campos rectangulares, supone acaso la proyección hacia el exterior del pozo del patio, en una suerte de abismación que reprodujera lo interior en lo exterior, lo íntimo en lo público. De igual modo el íntimo patio familiar ha devenido un patio público desde el momento en que aparece como libro. Y es precisamente en ese poema, quizá por la confusión del dentro y el afuera, donde presenciamos un acto del poeta al aire libre que merece la pena reproducir por lo que tiene de aparente conjuro o ritual: Tomo un papel -confieso que a esto vine- / y escribo a trazos graves / las treinta y ocho letras: CAMPOS MÍOS, / LUGAR DONDE NACÍ Y EN DONDE ESPERO. // Lo rompo lentamente en cien pedazos / como cien corazones, / se lo entrego a las hierbas, a la tierra (pág. 86). Se cumple aquí el rito de la siembra que, como el de la escritura, precisa de alguien que recoja su fruto. El aquí del patio, mediante este ritual, se ha trasladado al paisaje exterior, al espacio público de la lectura.
Siguiendo con la geografía íntima y la geometría imposible de esta memoria, quiero mencionar brevemente, a modo de apunte, la importancia de los números (fechas concretas, DNI, edades) en el libro y más en concreto del número nueve: las nueve edades del niño (pág. 91), las diecinueve edades del joven (pág. 84), el nueve de enero en que nace el poeta y que dio título a su antología de poemas más reciente, los diecinueve textos de la primera parte y la tercera parte, los dieciocho (nueve por dos) de la segunda… Y podríamos seguir enumerando, hasta llegar al misterioso Autorretrato en mate (pág. 89) que comienza por ese doble nueve de Septiembre y nueve (septiembre es el noveno mes del año) y que termina con una misteriosa alusión a las letras de su nombre, Francisco, que son exactamente nueve. En último término remite a una indudable identificación del autor, más o menos consciente, con el número nueve y sus implicaciones simbólicas, máxime en el texto de su autorretrato. No hace falta decir que toda geometría, incluso las imposibles, debe tener en cuenta los números. Número impar donde los haya, el nueve desafía al fin redondo del diez y escapa del recostado infinito del ocho. En el libro de Francisco Caro, el nueve se parece mucho al deseo de vivir.
Ya vamos terminando. Quien dice Aquí, como hemos visto, no solo dice memoria sino muchas cosas más. Podríamos pasear durante horas, sin salir del patio del libro, por la ribera del Bullaque, por la Sierra de la Cruz, por la Calle Nueva, por la Fuentagria, por los asfaltos de Madrid, y siempre encontraríamos la mirada poética y transformadora de Francisco Caro. Pero el poeta Francisco Caro también habla con sus actos, no solo con palabras. Y este libro es una prueba más. Tras una importante carrera literaria con honores y premios (el Juan Alcaide, el Ciudad de Alcalá, el José Hierro, el Leonor, entre otros), elige ahora el camino de una editorial manchega recién inaugurada, Mahalta Ediciones, para sacar su obra más sincera, la que mejor ensambla vida y poesía y por la que a buen seguro será recordado. Tanto en los poemas como en la vida, Francisco Caro ha elegido primero ser verdad, después estilo. Y nosotros, sus lectores, lo celebramos.
Aquí. Francisco Caro. Mahalta Ediciones. Ciudad Real, 2021. 104 páginas, 12 €.
EL AUTOR
RAÚL NIETO DE LA TORRE nació en Madrid en 1978. Se licenció en Filología Hispánica por la UAM y se doctoró con una tesis sobre la obra de Luis Landero. Ha publicado artículos de crítica literaria en revistas como Turia, Nayagua o Crítica, así como varios libros de poemas, entre los que destacan Leopardo (Tigres de papel, 2017) y El retrato del uranio (Cuadernos de la Errantía, 2020). Profesionalmente, se dedica a la enseñanza.