Segunda entrega de la reflexión de Martín Rodríguez-Gaona sobre la poesía en el tercer milenio y las consecuencias de los nuevos fenómenos generados con las redes sociales y el universo de Internet. En ella aborda aspectos esenciales como la crisis del lenguaje y la postergación de los debates internacionales estético-filosóficos.
© MARTÍN RODRÍGUEZ-GAONA
De los noventa a la actualidad se ha producido otro giro importante en el posmodernismo como cambio de paradigma filosófico, reconocible en la proliferación de un léxico especializado, a la manera de un argot, que reivindica, incluso, el empleo del lenguaje inclusivo. Una retórica ideologizada, polémica y de amplio alcance practicada, por las últimas generaciones, para intentar definir los laberintos entre la plasticidad sexual y el deseo, y a las nuevas identidades no normativas y sus confrontaciones incesantes: los heteros o cishomonormativos (los cis) contra los queers, las feministas trans-incluyentes contra las feministas trans-excluyentes (terfs), los que patologizan la disforia de género y los que niegan la autoginefilia, etcétera. Más allá de la confusión y las duras e interminables controversias (la autodeterminación de género y el acceso a tratamientos hormonales en la pubertad, complejas decisiones personales en cada caso), pareciera que colectivamente se ha pasado, en unas pocas décadas, de la competitividad por el éxito a la competitividad por exhibir la opresión, amplificando de forma exponencial lo que Harold Bloom denominara en El canon occidental (1994) como “la escuela del resentimiento”. Todos aparentemente cada vez más iguales en el malestar y en la búsqueda de la diferencia.
Esta profunda crispación responde a un contexto marcado por el fracaso social de la globalización, el mismo que, después de las dos crisis del siglo XXI, abarca a casi todo el planeta. De este modo, a la par de la normalización de las identidades electrónicas y la posverdad, cada vez se hacen más tenues las fronteras entre la militancia, el victimismo y la sociedad del espectáculo. Banalizando logros sociales históricos y conflictos humanos concretos, lo que más se acepta y admira en el entorno electrónico es precisamente la adrenalínica y adictiva confrontación de opuestos. El individualismo neoliberal está logrando fetichizar una multiplicidad de identidades (no binarias), transformándolas en un simultáneo objeto de deseo y consumo, respondiendo a una siempre insatisfecha necesidad de destacar. De este modo se brinda cierta compensación psicológica frente a una debacle económica sin solución inminente: jóvenes desempleados o explotados desahogándose como militantes digitales.
En términos políticos, por medio de esta estrategia también se está logrando erosionar la individualidad dentro de lo colectivo. Es decir, una peligrosa -para quienes pretenden defender la diversidad-, estandarización del pensamiento. No obstante, el descontento por la actual destrucción de la clase media y de la sociedad de bienestar es totalmente real y justificado, pues confirma que no hubo plena libertad de oportunidades, meritocracia, libre competencia o movilidad social, pese a que durante décadas fueran promovidas, casi míticamente, como pilares de las sociedades democráticas y liberales. La globalización como objetivo comercial difuminó ciertas fronteras (las del bienestar común) y hoy simplemente continúa destruyendo otras, más íntimas e internas, como mecanismo de control. El objetivo, una vez más, es evadir el debate sobre el modelo económico, antes con la exaltación consumista y hoy con una fragmentación social asociada a reivindicaciones fundamentalmente circunscritas a lo simbólico (o lo virtual).
No se puede entender la globalización, entonces, ni la sociedad postindustrial o la cultura electrónica sin comprender lo que representó el posmodernismo y sus actuales mutaciones. El actual jeroglífico millennial puede exaltarse hasta que se decrete su momento de caducidad (como ya sucediera con la subcultura hípster antes de su transformación en precariado). Sin una mínima aproximación a dicho marco discursivo seguirá pareciendo incomprensible la actual revuelta neorromántica y juvenil que, en sus sectores más radicales, se declara abiertamente en contra del patriarcado, el binarismo y la reproductividad.
Brevemente, lo posmoderno representó el cuestionamiento del sujeto universal y de los grandes relatos, el lenguaje referencial y la verdad unívoca (rebajándola a una mera construcción). Artísticamente, aquello propició la ampliación del canon, la interrelación entre alta y baja cultura, el aprecio por lo experimental y la incorporación de nuevos agentes en la producción simbólica (la defensa de la mujer y la multiculturalidad). La negación de estos planteamientos en la literatura del fin de siglo en España supuso la marginación de cualquier debate político desde la cultura. La tendencia fue a minimizar su importancia, evadiendo tocarlo siquiera como un marco teórico y epocal, como lo fueron el nacionalcatolicismo, el comunismo, el existencialismo y el propio neoliberalismo. Una situación de indiferencia autárquica sólo sostenible por el auge del desarrollismo.
Se evadía así, en poesía, cualquier planteamiento relacionado con la antropología, la lingüística, la integración de las artes o el diálogo con otras tradiciones fuera del idioma. Aún suscitaban controversia pilares básicos de la modernidad poética, como la irracionalidad y la sugerencia del lenguaje, la transgresión del verso métrico, la búsqueda de una epifanía como efecto estético y la resistencia al lugar común. Lo filológico era, en la práctica, el único paradigma y la lengua se proponía como patrimonio (aspecto importante en un momento de expansión económica y cultural). En realidad, la urgencia estaba en la recomposición de un canon moderno, proyecto palpable desde los centenarios de la Generación del 27 a la recuperación de los poetas del cincuenta. Pese a loables buenas intenciones, en medio de este reparto ideológico, en el gremio persistía un elitismo cultural, heredero de las instituciones del franquismo. Por lo tanto, propuestas eclécticas como la obra de Juan Eduardo Cirlot o, si se prefiere, poetas populares como Gloria Fuertes, algún ensayo crítico, como el de Manuel Vázquez Montalbán o narraciones atentas al pulso histórico de la actualidad, como las de Rafael Chirbes, quedaron relegadas frente a lo comercial o la representatividad política.
No se puede entender la globalización, entonces, ni la sociedad postindustrial o la cultura electrónica sin comprender lo que representó el posmodernismo y sus actuales mutaciones
En el consenso de aquellos años de bonanza se perdió también la oportunidad de discutir gremialmente el papel de la institucionalidad cultural en la globalización. Es decir, qué grado de independencia o protección era viable frente a las leyes de mercado o el clientelismo político. Como sabemos, se apoyó el cortoplacismo de la maximización de beneficios y la rentabilidad electoral. La industria editorial española creció así casi despreciando la ambición literaria o artística, relegando el pensamiento y el debate.
No obstante, las primeras dos décadas del siglo XXI consolidaron por completo el corte epistémico posmoderno, mediante la articulación cotidiana de los discursos teóricos propalados por la academia estadounidense (Estudios culturales y Teoría de género). Discursos creados desde la institucionalidad pero dirigidos fuera de la misma: adaptados, banalizados y masificados a través de los medios de comunicación, primero, y, luego, desde las redes sociales. Esta aproximación alteraría profundamente un enfoque civil, como el que caracteriza al feminismo liberal, radicalizándolo hasta la crispación actual de los feminismos posgénero.
Quizá el pensamiento más influyente de todo el proceso haya sido el de Jacques Derrida en De la gramatología, estableciendo conceptos clave como différance, deconstrucción y la realidad en su totalidad como texto: una pandémica infinitud que hace imposible cualquier certeza asociada al conocimiento objetivo. Derrida es parte de una larga línea de herederos de Nietzsche–Heidegger, Foucault, Lacan, Deleuze, Hélène Cixous y Monique Wittig-, todos contribuyendo a la imposibilidad para definir al ser (desde un pensamiento binario).
Este quiebre allanó el paso para concebir las identidades como tránsitos, no esencias. Un enfoque común a Foucault (microfísica del poder y biopolítica), Judith Butler (performatividad de género) y Paul B. Preciado (identidad sexual e intervención química). Algo que, en su radicalidad, ha propuesto acabar con el androcentrismo, descentrando incluso la identidad femenina para destruir el poder masculino (extremismo que, por supuesto, no todas las feministas avalan). Aquí es significativo que Paul Beatriz Preciado, con su amplia y exitosa aceptación académica internacional, represente al pensamiento filosófico español desnaturalizador (o contra el sentido común) que no existió en los noventa. Circunstancia que contribuye notablemente a la influencia y la integración de la agenda LGTBIQ en el mundo hispánico.
No obstante, desde su instrumentalización mercantil, esta controversial deconstrucción se trivializa y torna amable convirtiendo al poliamor y a las nuevas masculinidades en atractivas tendencias literarias. Esto requiere de una simplificación y de portavoces, para lo cual, en una cultura cada vez marcada por la imagen, la figura del influencer resulta decisiva. Se aprecia aquí una paradójica y oportuna adecuación a la inestabilidad generada por el propio sistema económico, similar al auspicio de la música electrolatina que evoca guetos multiculturales urbanos: un cóctel de transgresión, romantización de las clases bajas y nihilista consumismo desenfrenado. No es casual que una editora e influencer literaria busque sororidad en periodistas mayores y genere titulares clickbait declarando, demagógicamente, que el cantante de reguetón Bad Bunny hace literatura y la pone cachonda.
Entonces, en medio de la crisis del modelo democrático y la disolución de la clase media, se da una interesada y sensacionalista repolitización de lo personal, lo público, lo académico y lo afectivo, aspectos que, necesariamente, impregnan la producción literaria, pues se promueve una escritura testimonial, desde el cuerpo, en la que las nuevas masas desfavorecidas puedan proyectarse. Una reivindicación del yo y de lo emocional (previa incluso a la eclosión narcisista de las redes sociales), pero que, de acuerdo con su populismo, no aspira a crear matices o perspectivas históricas (por las limitaciones comerciales que aquello supone). Las identidades, definidas en su diferencia, intentan estrechar, al menos simbólicamente, las brechas entre la prometida igualdad política y la realidad social.
¿Alguien se atrevería a afirmar, entonces, que el posmodernismo ha dejado de tener vigencia? Sólo superficialmente podría afirmarse que sí, atendiendo al desvanecimiento de su fase artística y neovanguardista. Es decir, desde los ochenta toda propuesta experimental o contracultural ha perdido peso frente las del posestructuralismo académico. En efecto, si consideramos posmodernos a John Ashbery, Georges Perec o Anne Carson, poco pueden compartir con el amateurismo de expresiones como la poesía pop tardoadolescente (banales pero “militantes”) o, incluso, con el auspicio y la celebración actuales de una literatura testimonial juvenil y de género, pretendidamente comprometida y conservadora formalmente (autoficción sobre una precariedad económica ya larga, pero sólo recientemente aceptada como tendencia por lo corporativo). Digamos que el debate posmoderno, frustrado e inconcluso, se ha hecho ruido y luego producto. O, más precisamente, identidades en pugna, cuerpos con ruido captados por el mercado.
Sin embargo, fuera de oportunismos demagógicos y mercantiles o posibles categorías (¿alto y bajo posmodernismo?, ¿tres o cuatro momentos diferenciados desde los sesenta?, ¿tardovanguardistas frente a influencers o populistas electrónicos?), lo crucial estaría en que aunque la deconstrucción del lenguaje y la desnaturalización de las formas artísticas nunca llegaron a calar en la institucionalidad o en la prensa cultural españolas, hoy se ha alcanzado la primacía de lo indeterminado mediante la acción: es decir, perfomativamente, desde el instante en el que se han impuesto con rotundidad nuevas prácticas culturales.
En otros términos, la estrategia de la invisibilización no ha logrado contener el cambio de paradigma. Ciertamente se ha ralentizado y problematizado su recepción en la institucionalidad cultural, pero fue imposible detener su adaptación a la vida cotidiana (desde donde ha alcanzado al mundo editorial). Se difirió, pospuso y dispersó lo diferente, pero no se le logró anular. Esto es lo que representa el inédito protagonismo de la mujer en la ciudad letrada: un avance social indudable, largamente gestado en términos civiles, con necesarias exigencias de paridad económica y representativa (trabajo emprendido hace décadas por la editorial Torremozas y algunas antologías femeninas pioneras de Hiperión). No obstante, el proceso adquiere mayor complejidad con las crecientes militancias en los diversos feminismos y las teorías queer. Es decir, en estos momentos, la formación universitaria y la cotidianidad global (tanto analógica como virtual) están impregnadas, pese a quien le pese, por los Estudios culturales y Teoría de género. Incluso, tras el 15 M, estos planteamientos han alcanzado gran importancia en el poder político.
Estamos ante un posicionamiento auspiciado por lo corporativo que se apoya en lo generacional con el fin de crear productos editoriales: no solo libros sino incluso autores.
Ese reciente interés representa asimismo un ejemplo de lo que hemos denominado como ética hacker: el paso de la autogestión virtual a la aceptación por lo corporativo. La imposibilidad de asimilar aquello por la mayor parte de la ciudad letrada responde a un desfase en sus marcos referenciales, pues el proceso no encaja ni en sus lenguajes ni en sus prácticas (desde la interactividad electrónica a la pérdida del decoro burgués, manifiestos en la liviandad discursiva y formal de la cultura tardoadolescente). Circunstancias que ahondan en una importante brecha generacional, sólo superada por las expectativas propias de autores pertenecientes a clases y sensibilidades definidas en momentos históricos prácticamente antagónicos: el milagro económico y la crisis pandémica.
Estamos ante un posicionamiento auspiciado por lo corporativo que se apoya en lo generacional con el fin de crear productos editoriales: no solo libros sino incluso autores. En este sentido, la congruencia ideológica resulta secundaria, pues para el mercado no hay militantes o activistas, tan sólo consumidores. Por lo tanto, en la búsqueda de un público ya no resulta necesario un discurso, sino su ilustración, la imagen, la superficie del mismo. Por eso se apoya proyectar la escritura desde un star system que implanta un modelo aspiracional: un pequeño y exitoso grupo muy cool de amigos. Así, aunque se ejerzan militancias y se reivindiquen marginalidades, no se considera una incoherencia exhibir el lujo de una posición de privilegio económico y social (posible, en gran medida, por el nepotismo tan común en celebrados influencers que, globalmente, suelen ser hijos de productores musicales, editores o filósofos). Una exhibición paradójica y cínica, similar al hedonismo lumpen del imaginario reguetonero. Por eso, desde esta intrínseca concepción comercial e individualista, tampoco se duda al asumirse feminista cuando se emplea patriarcalmente la propia imagen, victimizándose luego e instrumentalizando lo colectivo ante cualquier crítica (respondiendo con campañas de desprestigio y difamación en las redes). Es decir, el rechazo o la imposibilidad de diálogo se resuelven a menudo en un ciberacoso, que en figuras públicas deriva en lo que se conoce como “cultura de la cancelación”.
Es decir, la autorrepresentación, la extimidad virtual y la interactiva viralidad son siempre más poderosas que cualquier discurso académico. De este modo, hacer de la vida propia un continuo folletín electrónico oblitera a librepensadoras feministas que estudian lo económico y otros aspectos de la cultura y la civilización. Así, las aventuras eróticas entre influencers merecen más atención crítica y mediática que el trabajo de Silvia Federici, Camille Paglia, Eva Illouz, Marina Garcés y Remedios Zafra. Por lo mismo, se puede reclamar más visibilidad para las mujeres mientras se oculta en la práctica el trabajo de colectivos como “La Tribu: un cuarto propio compartido” de Carmen G. De la Cueva (proyecto recientemente clausurado) o el de poetas como Mercedes Cebrián, Mercedes Díaz Villarías, Cherie Soleil, Mónica Caldeiro y Gata Cattana, o narradoras como Marta Sanz y Gema Nieto (sólo por mencionar a algunas contemporáneas que han tratado con solvencia artística lo político).
Es imprescindible una literatura comprometida con la interpretación de la realidad, pero escrita con autonomía, con libertad intelectual. Sin articular el reflejo de una agenda, sin responder a los condicionamientos de una industria editorial, a la minería de datos o, incluso, a un micromecenazgo virtual (que es el modelo que se va imponiendo tanto en influencers como en el modelaje electrónico para adultos): el emprendimiento adaptado a la precariedad millennial. Es decir, incluso con el artilugio de la militancia se está promoviendo una literatura comercial homologada por la interactividad y las tendencias académicas o editoriales, fomentando un centralismo y un control creativo similar al que ya se ha dado en NETFLIX. Se pretende ignorar así que para los lectores asiduos la realidad no radica en la lista de los más vendidos, ni en las novedades editoriales de la reentré, ni en las recomendaciones hechas sólo a través de una fotografía, una sonrisa y un emoticono.
No supone una casualidad, por lo tanto, que se fomente que el pensamiento filosófico y el debate intelectual tengan tan escasa incidencia en la sociedad ni en una ciudad letrada captada por lo corporativo. La anti intelectualidad ha sido determinante para el populismo mediático y lo sigue siendo hoy para el populismo electrónico. Se incita así a una tácita complicidad, que se aprecia tanto en la exclusión de la filosofía y las artes en los programas educativos como en el creciente desprecio por la tradición humanista. Esta ignorancia inducida hace creer a muchos que la contribución de lo homosexual a la cultura ha empezado con los Disturbios de Stonewall.
En tal sentido, la reivindicación de las personas trans como ciudadanos tiene urgencia en el contexto de la lucha por recuperar la sociedad de bienestar, y no sólo mediante de la instrumentalización de una identidad minoritaria como mercancía cultural: es decir, resulta derogatorio promover su reducción a un producto, a un relato para el espectáculo y el consumo (como ha sucedido en una exitosa serie televisiva). Evitar desde el inicio un encasillamiento en lo que en otros ámbitos artísticos se ha denominado como “pornomiseria”, pues al compartimentar y estereotipar las identidades minoritarias se limitaría, por ejemplo, la necesaria contribución de las personas trans o racializadas al debate sobre una renta básica universal (o a la crítica literaria). Lo realmente revolucionario para contrarrestar los excesos del capitalismo supone, en estos momentos, trascender el egoísmo y dejar de velar exclusivamente por intereses personales.
En la búsqueda de un público ya no resulta necesario un discurso, sino su ilustración, la imagen, la superficie del mismo. Por eso se apoya proyectar la escritura desde un star system que implanta un modelo aspiracional: un pequeño y exitoso grupo muy cool de amigos.
Por consiguiente, si aceptamos la deconstrucción de la naturaleza como esencia y que todo es cultura, resulta lógico vincular el interés creciente por las identidades posgénero con una filosofía transhumanista. En esa línea, la aceptación de la tecnología como una extensión del cuerpo y la mente humanos, determinaría, incluso, quiénes podrían ser aptos para la reproducción y quiénes no. Y esto no es ciencia ficción, aunque lo parezca, pues ya está sucediendo en campos tan económicamente marcados como los trasplantes de órganos y la fertilidad asistida. Es decir, se trata de asuntos extremadamente relevantes, imposibles de frivolizar o ser tratados sólo desde la interactividad electrónica, y que requieren de un debate ético que escuche a toda la sociedad. En resumen, ideas que, sin ser contrastadas, parecen filosóficamente sugerentes, socialmente polémicas y geopolíticamente amenazadoras.
En otras palabras, se requiere que quienes conforman la ciudad letrada asuman una reflexión geopolítica, lo cual supone aceptar una dimensión glocal para el empleo del entorno electrónico, la misma que permita contrarrestar los riesgos de los monopolios corporativos y tecnológicos. Pues estamos inmersos en una encarnizada y sutil pugna por áreas de influencia cultural, no muy distinta de la que se produjo en La Guerra Fría, propósito por el que se busca el control social mediante la minería de datos, el auspicio de influencers exitosos y la diseminación electrónica de discursos funcionales a un periodo recesivo. Un enfrentamiento incesante en el que lo que está en disputa, en medio de la disolución de la realidad por lo virtual, es la construcción de una nueva subjetividad.
En consecuencia, desconocer el cambio de paradigma de la filosofía posmoderna es la forma más fácil e irresponsable de ceder a un totalitarismo de mercado, incluso ansiando formar parte del simulacro de un progresismo neoliberal. En tal contexto, el regreso a un diálogo ilustrado, el asumir el proyecto de un nuevo humanismo más incluyente y el defender o recuperar la sociedad de bienestar significan alternativas para superar la pasividad y evitar ser burdamente instrumentalizados. De lo contrario, contribuiríamos a sostener el desencanto, la desigualdad, la anomia y, por último, la violencia (y no sería la primera vez que se manipula o traiciona a una generación). Aquella renuncia implicaría aceptar, incluso, que toda la producción de un idioma y el patrimonio de una cultura queden reducidos a un mero satélite postcolonial. La responsabilidad individual, entonces, antes de alcanzar una posible integración total con la máquina, estaría en descubrir qué intereses esconden dichas profundas mutaciones culturales y hasta donde decidimos apoyarlas.
EL AUTOR
MARTÍN RODRÍGUEZ- GAONA (Lima, 1969) ha publicado los libros de poesía Efectos personales (Ediciones de Los Lunes, 1993), Pista de baile (El Santo Oficio, 1997), Parque infantil (Pre-Textos, 2005) y Codex de los poderes y los encantos (Olifante, 2011) y Madrid, línea circular (La Oficina de Arte y Ediciones, 2013 / Premio de poesía Cáceres Patrimonio de la Humanidad), y el ensayo Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes (Caballo de Troya, 2010). Ha sido becario de creación de la Residencia de Estudiantes de 1999 a 2001, y desempeñó el cargo de coordinador del área literaria de esta institución hasta 2005. También ha obtenido la beca internacional de poesía Antonio Machado de Soria en 2010. Su obra como traductor de poesía norteamericana incluye versiones como Pirografía: Poemas 1957-1985 (Visor, 2003), una selección de los primeros diez libros de John Ashbery, La sabiduría de las brujas de John Giorno (DVD, 2008), Lorcation de Brian Dedora (Visor, 2015) y A la manera de Lorca y otros poemas de Jack Spicer (Salto de Página, 2018). Como editor ha publicado libros para el Fondo de cultura Económica de México y la Residencia de Estudiantes de Madrid. Con su último libro, La lira de las masas, obtuvo el Premio Málaga de Ensayo 2019. Su último libro de poemas publicado: Motivos fuera del tiempo: las ruinas (Pre-Textos, 2020).