Las gárgolas

Reflexión sobre cómo simplificamos la Historia y la adaptamos a la estética y la ética propia de cada época y cada corriente. Sobre cómo, también, cada cuál interpreta el pasado de acuerdo con sus intereses.

© RECAREDO VEREDAS

Uno de los símbolos universales de la Edad Media son las gárgolas de Nótre Dame, esos monstruitos, entre deformes y escépticos, que miran desde la cornisa de la catedral al viejo París, llenándolo de oscuro romanticismo. Cualquiera puede imaginar cómo las gárgolas contemplaban, con sus ojos sagaces, a caballeros y a princesas que recorrían las callejuelas malolientes. Las gárgolas también vieron duelos a espada, coronaciones de reyes y emperadores y autos de fe, donde brujas inocentes fueron calcinadas. Todos podemos completar el catálogo con escenas propias, más o menos distintas y básicamente iguales. Lo que pocos saben es que las gárgolas originales de Nótre Dame son discretos remates de desague. Las famosas esculturas de la cornisa, que incluyen hasta a un simpático pelícano, fueron obra de la imaginación desaforada de Eugene Viollet Le Duc, quien las incorporó en su restauración creativa de 1854. Tan célebre arquitecto decidió, con el apoyo pleno de las autoridades, que las catedrales góticas no eran suficientemente góticas y que ÉL poseía el secreto que las llevaría a la pureza absoluta. Una pureza que nunca existió más que en su imaginación. Su fanatismo y la complacencia de los gobernantes, tan ansiosos como en nuestros tiempos de dejar su sello en la ciudad,  permitieron que Viollet Le Duc destrozara elementos originales que no se ajustaban a su purismo visionario. Por supuesto la megalomanía no anulaba su talento. La lanza de Nótre Dame, caída en el último incendio, era al mismo tiempo un pastiche y una obra de una elegancia conmovedora.

Nuestro imaginario no proviene tanto de las modificaciones que realiza la memoria sobre lo real, sino de cambios activos y conscientes sobre la percepción del pasado.

Podría inferirse que la memoria colectiva de la Edad Media no ha sido creada por la asimilación de fuentes contrastadas de aquel periodo sino por la versión dulcificada, idealizada y ligeramente cursi que aportaron un arquitecto modernista y sus coetáneos. Que nuestro imaginario no proviene tanto de las modificaciones que realiza la memoria sobre lo real, sino de cambios activos y conscientes sobre la percepción del pasado. La simplificación que genera tal proceso, aunque incluya elementos rotundamente falsos, resulta mucho más atractiva para cualquier creador. El cliché, lo kitsch, es siempre más moldeable y espectacular que el complejo e inaccesible original. Podría afirmarse, por tanto, que la estética de Ken Follet en su más que célebre Pilares de la tierra está mucho más influida por la perspectiva de Viollet Le Duc, Walter Scott o los pintores prerrafaelitas que por la auténtica Edad Media. Así les ocurre también, por supuesto, a los creadores de la omnipresente Juego de Tronos, solo que en este caso entre sus referencias también se incluyen la estética heavy metal y el cine erótico de los 70.

Imagen del videojuego creado a partir de la novela de Ken Follet «Los pilares de la tierra»

Nuestra perspectiva histórica solo puede ser una idealización creada desde los intereses del presente. Así ocurre también en el ámbito literario. En los lejanísimos años 70 escritores como José María Gironella, José María Pemán o José Luis Martín Vigil eran celebridades, coronadas por Torcuato Luca de Tena, autor del imbatible bestseller Los renglones torcidos de Dios. Sin embargo cualquier joven que estudie lo escrito por la crítica sobre aquellos años puede creer que se leía sin descanso a Juan Benet, Juan Goytisolo, Jaime Gil de Biedma o, por supuesto, al Boom. Es decir, a aquellos autores cuyo nombre ha sobrevivido gracias a la universidad o a los mecanismos de la criba del tiempo. Parecen ignorar lo que ya saben, que la Historia es una recreación –que no invención- de quien la cuenta y que el pasado es siempre presente.

Jesús López Pachecho

Ni siquiera la posesión de prestigio durante una determinada época asegura un lugar en la Historia. Podría afirmarse que el pasado, al menos en el ámbito artístico, es redefinido sin descanso por quienes controlan la situación en cada momento con el fin evidente y último de asentar su posición dominante. Que existe una intención, sea consciente o inconsciente en cualquier reivindicación de calidad pasada. En los recientes diarios de Manuel Rico* puede observarse cómo –al margen de criterios de calidad, siempre tan subjetivos- en los años 80-90 del pasado siglo el realismo social de autores como Armando López salinas y Jesús López Pacheco era postergado por la nueva narrativa, mucho más acorde con la pretendida ligereza de aquellos tiempos, y por los referentes de esta. Incluso, como muestra el libro, dentro de esa nueva narrativa hubo autores que cayeron en el olvido y autores que han permanecido. Nada garantiza que estos últimos aparezcan en los libros de historia dentro de veinte años y no aquellos que fueron relegados. Aún no ha pasado tiempo, en este caso concreto, para que la mirada se perpetúe. Una indagación en el pasado neutra, carente de ideología, es una quimera. Todo historiador de la literatura es una especie de Viollet le Duc, que reconstruye un periodo histórico de acuerdo con su mirada, destacando a aquellos autores que acogen sus intereses y su tradición, al margen de los miles de matices que la época en cuestión presentara.

Podría afirmarse que el pasado, al menos en el ámbito artístico, es redefinido sin descanso por quienes controlan la situación en cada momento con el fin evidente y último de asentar su posición dominante.

Cuando las décadas y los siglos pasan los criterios se vuelven impermeables, rígidos, porque están sostenidos por sólidas capas, que se asientan, como la propia memoria, en la mirada de los recuerdos sobre otros recuerdos, más que en una realidad cada vez más inalcanzable. Las obras que no alcanzaron el canon se pierden, muchas para siempre, en un proceso tan cruel como inevitable. Quién sabe cuántas obras maestras nunca serán recordadas por la necesidad de simplificar y por la inevitable tentación de adaptar la historia a las necesidades del presente.

*Escritor a la espera (Diarios de los 80). Punto de vista editores. Madrid, 2019.


RECAREDO  VEREDAS  (Madrid, 1970) ha estudiado Derecho, Edición y Creación Literaria. Ha publicado 6 libros. El que más le gusta es el más breve, el poemario Nadar en agua helada (Bartleby, 2012), pero se siente orgulloso de toda su progenie. El último en llegar ha sido el ensayo No es para tanto (Sílex, 2016). Le preceden la novela Deudas vencidas (Salto de Página, 2014), la colección de relatos Actos imperdonables (Bartleby, 2013) y dos obras perdidas en el espacio-tiempo: la colección de relatos Pendiente (Dilema-Escuela de Letras 2004) y el manual Cómo escribir un relato y publicarlo (Dilema-Escuela de Letras, 2006). Ha trabajado para diversas editoriales, entre las que destaca Alfaguara. Ha sido profesor en la Escuela de Letras y en Fuentetaja. Ha reseñado, entre otros medios, en Quimera, ABC, Política Exterior,  Letras Libres y Revista de Letras.