Javier Martínez Reverte estudió filosofía y periodismo. Ejerció como periodista durante casi 30 años, trabajando como corresponsal de prensa en Londres (1971-1973), París (1973-1977) y Lisboa (1978) y como enviado especial en numerosos países de todo el mundo. También ha ejercido como articulista, cronista político, entrevistador, editorialista, redactor-jefe de mesa, reportero del programa En portada de TVE y subdirector del desaparecido diario Pueblo.
Viajero incansable, Reverte es un escritor conocido y reconocido sobre todo por sus libros de viajes, y, en particular, con su Trilogía de África (formada por El sueño de África, Vagabundo en África y Los caminos perdidos de África) en la que combina sus experiencias directas con referencias históricas sobre las tierras que visita, explicando a través del pasado la situación del presente, o traza paralelismos con las vivencias de otros escritores que pasaron por el mismo lugar, como Joseph Conrad con su libro El corazón de las tinieblas. Además de la Trilogía africana, Reverte ha publicado la Trilogía de Centroamérica, tres novelas que transcurren en Nicaragua, Guatemala y Honduras; las novelas Todos los sueños del mundo o La noche detenida; los libros de viajes El corazón de Ulises (ambientado en Grecia, Turquía y Egipto) y El río de la desolación (acerca de un viaje por el Amazonas que estuvo a punto de costarle la vida debido a la malaria); ensayos históricos como Dios, el diablo y la aventura, centrado en la figura de Pedro Páez, misionero jesuita en Etiopía durante el siglo XVII. Su obra La aventura de viajar: Historias de viajes extraordinarias (2006) es un libro ecléctico donde narra su vida como viajero, desde las excursiones infantiles, pasando por las crónicas de guerra que le llevaron por todo el mundo, hasta sus vivencias como mochilero. Tres años más tarde publicará El río de la luz su viaje por Alaska y Canadá, donde sigue la senda de la fiebre del oro y las peripecias de autores como Jack London. En En mares salvajes. Un viaje al Ártico, publicada en 2011, describe su viaje a través del Paso del Noroeste, la ruta marítima del norte canadiense que une el océano Atlántico con el Pacífico a través de aguas árticas. En abril de 2014 publica Canta Irlanda, un viaje por la Isla Esmeralda y con posterioridad New York, New York (2016), Un verano chino (2017) El hombre de las dos patrias (2016), un viaje por la patria de la infancia de Albert Camus, a quien rinde un hermoso homenaje, y las novelas El tiempo de los héroes (2013), El médico de Ifni (2016) y Banderas en la niebla (2016).
SU POESÍA: ESA DESCONOCIDA
Una faceta, casi desconocida, de la labor literaria de Javier Reverte ha sido y es la poesía. Una poesía directa, poco amiga del artificio y de la retórica hueca, es una suerte de prolongación, intensificada y esencial, de su trabajo como narrador. En ella vuelca sus sentimientos más hondos y la desconocida trastienda emocional de su labor viajera y de su memoria. Es autor de los poemarios Metrópoli y El volcán herido. En primicia, República de las Letras ofrece en su sección «Obra en marcha» dos poemas de un libro inédito. La evocación de los amigos muertos en un momento tan especial como la Navidad y el homenaje al padre, en una sentida y despojada elegía, son los temas que aborda en cada uno de ellos respectivamente mediante una dicción casi conversacional y con un lenguaje cargado de emociones y de capacidad evocadora.
DOS POEMAS DE UN LIBRO INÉDITO
CUENTO DE NAVIDAD
Es Navidad y lloran los cristales y las lámparas lloran
por un Niño nacido
de quien todos sabemos el futuro:
morirá torturado.
¿Por qué tanta alegría?.
Cantan los criminales y canta el usurero,
se alegran los ministros de la Iglesia.
Y los niños disfrazan sus rostros de colores,
los adultos se aman y se besan,
incluso aquellos que se odian entre si
todo el resto del año.
Y hay un tipo pintado en las fachadas
que conduce un trineo tirado por tres ciervos
y exhibe barba blanca.
Se parece al abuelo del Kentucky Fried Chicken.
Yo entretanto camino la calle solitaria, en la tarde,
en espera de esta Noche de fiesta,
la que todos concitan como Buena del año.
Se derrama la luz de las farolas,
amarilla.
Hay sombras encogidas que transitan al lado
y que no me dicen nada:
las almas abrumadas
de quienes sienten lo contrario
de aquellos que celebran su alborozo
por el Niño nacido
al que espera un futuro de torturas.
Yo quisiera en esta noche,
sin canciones, sin risas, ni zambombas,
el beso ardiente de una mujer que me ame.
Y que volvieran,
para beber conmigo la penúltima copa,
aquellos que fueron mis amigos tan grandes
y que ahora están muertos.
Esta Noche fue siempre el pretexto mejor
—o quizás el más Bueno—
para caer borrachos cogidos por los hombros.
¿En dónde estáis:
Pepe González Cano, escéptico creyente de la vida,
y mi otro Pepe, el gran “Vinagre”,
que miraba la vida cargado de sonrisas?.
¿Y un Pepe más, el Xilu, alegre como un mirlo?.
¿Y mi Félix Ortega, fabulador sin causa?.
¿Y Juan Garrido,
el mejor caballero del Levante almeriense?.
¿Y Manu Leguineche, niño eterno sin dudas?.
¿Por dónde andáis, vesánicos truhanes?.
Aún me debéis un beso
de hermosa despedida.
Porque os marchasteis sin casi decir nada.
Y mientras tanto llueve.
ELEGÍA A MI PADRE
I
No he aceptado que has muerto, viejo tunante.
Y me queda el consuelo del sueño de las siestas:
que te has ido de viaje y pronto estás de vuelta.
¡Ay, cara de niño pícaro al mirar de soslayo!.
Como si lo supieras todo,
sabiendo que sabías
que nadie sabe nada.
Siempre sueño, en la tarde,
que apareces de pronto
sin advertirlo a nadie,
cargado de sonrisas,
con tu mirada de oro
y con tu voz que brota
como surgía el agua de mi infancia
cuando estaba a tu lado
buscando mariposas, truchas y lagartijas,
a la orilla de un río,
al pie del Guadarrana:
aquellos riachuelos perdidos en las sierra,
cumbres de blanco y negro en postguerras de hambre
que tu hacías alegres.
Creías en los niños, sólo en ellos.
Y ellos te admiraban.
Asomaban de pronto,
a todos nos besabas:
el primer beso, el mío,
lo digo con orgullo.
Y cantando, cantando a toda hora.
II
Jamás el mundo alcanzó a ser tan cálido
como los días en que tú lo habitabas.
¡Oh, padre mío!: veladas luminosas,
canciones sin sentido, tus miradas de seda
jugando con los niños.
¡Ah, gran tunante!.
Esa sonrisa tuya, invulnerable.
Hace ya veinte años que no estás a mi lado
y el mundo me parece una fiera crecida
en ausencia de risas y alegría.
Si te llegó la muerte a su debido tiempo,
a los ochenta años,
a mí me pareció que era muy pronto,
pues ocultabas un niño divertido y gamberro
debajo de la plata de tu pelo.
¡Oh, padre de mi carne!. Bondad suprema
en tu mirada de dulces ironías,
en tus dedos que acariciaban,
como un río de miel, el envés de mi mano
muy pocos días antes de tu marcha.
Se me secó la vida aquella tarde
al ver cruzar, sobre tus ojos,
el brillo conocido de la vieja guadaña.
Y supe que los niños envejecen muy pronto
y que vivir es comprender muy tarde, tan tarde ya,
tan siempre tarde.
Con qué velocidad crecen los niños,
con cuánta prontitud mueren los viejos,
cuánta lágrima aguarda
detrás de todo nacimiento.
¡Oh, padre mìo!: morías sin dejar de ser un niño
y yo era todavía, a mis cincuenta años,
el proyecto de un hombre.
Era abril, el engañoso mes
que promete una vida y que no cumple,
el mes más cruel de los poetas.
Las calles se abrieron a mi paso
como valles inmensos surcados por ríos de tristeza
y los silbos de los mirlos en celo
parecían los graznidos de miríadas de cuervos.
Pues tú te habías ido y me quedaba solo.
¡Ah, padre de mi carne!.
Esa voz cantarina que aun puedo percibir
cuando cierro los ojos:
con su sonido a manantial de sierra.