El autor escribe una emocionada evocación de una de las poetas más relevantes de la segunda mitad del siglo XX. Un homenaje para una escritora que con Angelina Gatell, Carmen Conde, Gloria Fuertes y tantas otras llenó una etapa decisiva y difícil de nuestra lítica.
© ANTONIO HERNÁNDEZ
El día en que llegué a Madrid con lo primero que tropecé fue con el Café Gijón y, luego, con una piedra filosofal parecida, el Ateneo. Entonces llevaba su aula poética Luis López Anglada, tal vez el único poeta que en su curriculum le ponía el apellido a su Premio Nacional de Poesía: José Antonio Primo de Rivera. De la primera sesión a que asistí recuerdo, en el coloquio, su discusión, o si se quiere diálogo, con Félix Grande, a mis amigos recientes de entonces y luego – Diego Jesús Jiménez, Javier Lostalé, Antonio Colinas, Agustín Delgado, José Ignacio Ruíz de Francisco, López Luna– y a una figura femenina que me impresionó físicamente: Puedo decir que era bella y grande y que se coronaba con una prenda en la cabeza que, ahora mismo, me inclino más a que fuera una boina enorme para quitarse el frío de febrero que otro tipo de prenda destinada a enriquecer su fisonomía. Era un poco ese tipo de persona que llama la atención sin pretenderlo con su sola presencia y que la engrosa con el encanto cuando su voz es embajadora de la inteligencia.
Pasada aquella primera visión agradable en contenido y continente, el tiempo, y esa cordialidad a veces natural entre los poetas, nos fue acercando y llegó a hacernos amigos por persona involuntariamente interpuesta que, además, no conocía a Acacia más que por su poesía : el gran novelista gallego – de El Ferrol, decía él, por orden ministerial- y andaluz por querencia, vivencia, ascendencia y prole Luis Berenguer, quien ya había sido Premio Nacional de Narrativa con la inolvidable novela El mundo de Juan Lobón. Por entonces, los jurados de los premios dichos lo formaban los ganadores de los distintos géneros que se reunían en uno solo y así el de novela también votaba en poesía y en ensayo. Quiero recordar que, además, completaban el tribunal un director general y un funcionario, ambos sin voto porque, de lo contrario, resulta difícil explicarse cómo el de Poesía no lo ganó Acacia, a quien Luis había leído entusiasmado.
Me lo dijo en su casa de San Fernando (Cádiz) y testimonió su asombro con una carta que guardaba para enviársela a Acacia en la primera ocasión. Y ni que decir tiene que, diligente y agradecido, me presté a entregársela a su destinataria en cuanto me la encontrase en el Café Gijón. Por aquellas fechas, el Café era mi domicilio fijo, o sea que todos los días andaba más por allí que por cualquier otro sitio. Y, claro, en cuanto volví de Cádiz, poco tardé en darle a nuestra poeta una de las mayores alegrías recibidas desde su entorno vocacional
Era un poco ese tipo de persona que llama la atención sin pretenderlo con su sola presencia y que la engrosa con el encanto cuando su voz es embajadora de la inteligencia.
Como yo conocía el contenido de la carta, y con Acacia había en aquel momento algunos colegas, le pedí que leyera en alto una vez que lo hizo emocionada para sí al par que la estrechaba en su corazón como si abrazara a Berenguer en su agradecimiento. No aceptó mi petición por pura elegancia, pero como la carta había sido tan mía como de ella momentos antes, se la arrebaté porque aquel reconocimiento, tan extremo como justo, no se quedase en el anonimato o en el olvido.
Quiero recordar su cara entelerida y tomada por el rojo del arrobamiento. Su mezcla de orgullo contenido y modestia asaltada, pero, sobre todo, un brillo batallando en lágrima de agradecimiento sobre la linde del párpado porque Berenguer la había expresado por correspondencia, sin conocerla prácticamente de nada, algo rotundo que nadie le había comunicado hasta entonces sin vuelta de hoja. Sin esperar nada a cambio; espontáneamente radical. Vale. Pero ante todo, alguien dirá o se preguntará, “pero, bueno, ¿es que un novelista tiene autoridad extrema para que demos por aceptada y acertada esa comunicación canónica?
Que Berenguer, con sus tres primeras novelas, ganara el Nacional de Narrativa, el Nacional de la Crítica del mismo género y el Alfaguara, o que los especialistas en desmenuzar ambientes y personajes novelescos coincidieran en elevarlo a las más altas cotas de la creatividad en prosa, podría no ser garantía para consagrar un libro de poemas. Mas Berenguer comenzó como poeta, publicó un libro de tal género y proclamaba que era su favorito, todo lo cual puede que lo ratifiquen – a buen entendedor con pocas sílabas basta – unos versos sólo al alcance de un gran poeta y, por tanto, de un especialista. Vuelan así de altos y sugerentes, de precisos, de bellos, con las alas desplegadas dando a la caza alcance y con la economía de lenguaje que exige, y refleja, toda una poética:
POEMA DE AMOR
Lo primero inventarte.
Ya te irás pareciendo
El mejor prosista español de todos los tiempos –no digo el mejor novelista- , Don Francisco de Quevedo, me debe de estar señalando ahora mismo con el dedo, tan omnipresente él. Y lo estará haciendo para advertirme que la última villanía del ánimo es temer su obligación, y en ese caso hablar por sí mismo en vez de por boca y pluma de Berenguer. Sólo que he querido una autoridad, no escurrir el bulto. Y me desplazo absolutamente al territorio de las responsabilidades porque algún mal pensado, esta vez con toda la razón del mundo, se estará diciendo: “Y si éste, junto con su amigo Berenguer, admira tanto la poesía de Acacia, ¿por qué no la incluyó en La poética del 50: Una promoción desheredada, su mejor libro por la sencilla razón de que la mitad del mismo se la escribieron otros?”
Pero lo que hace el presunto y supuesto objetor es darme la oportunidad de explicarlo, aunque ya lo haya hecho en otras tertulias y medios. Y no la incluí porque no incluí en la citada antología, que ha sido guía y cátedra de muchos profesores de secundaria, según me dicen en los Institutos, a ninguna mujer.
La respuesta, obviamente, es “Mejor me lo pones y peor te colocas”. Mas tengo coartada: Andrés Sorel, director literario por entonces de Zero-Zyx, ante el problema de paginaje que se nos presentaba si incluía a Acacia, a Gloria Fuertes, a Angelina Gatell, a Pilar Paz Pasamar, a Paca Aguirre, a Concha de Marcos, a María Elvira Lacaci y a algunas otras, creyó encontrar la solución: “Hacemos dos tomos, me dijo, y el segundo dedicado a las poetisas”.
Pero Sorel propuso y el consejo de dirección de la editorial dispuso. Más bien el mercado. La editorial se vino abajo.
Dice un proverbio que el vino derramado en el suelo ya no podrá ser recogido. Ni las palabras de Berenguer de no recogerlas yo. Y acaso para que las mías sean un brindis al cielo en el mejor sentido de la frase hecha. Un brindis por Acacia Uceta. A quien admiré y a quien, por su poesía, sigo amando.
EL AUTOR
ANTONIO HERNÁNDEZ (Arcos de la Frontera, 1943) es poeta, novelista y ensayista. Ha recibido en dos ocasiones el Premio Nacional de la Crítica: en 1993 por Sagrada forma (Visor) y en 2013 por Nueva York después de muerto (Calambur). Por este libro recibió además en 2014 el Premio Nacional de Poesía. Es Premio de las Letras Andaluzas 2012 por el conjunto de su obra y Medalla de Oro de Andalucía 2014 por el conjunto de su obra. Entre otras distinciones posee también el Gran Premio del Centenario del Círculo de Bellas Artes de Madrid en 1980 por su libro Homo Loquens, el Premio Andalucía a la mejor trayectoria de un poeta andaluz otorgado por los Críticos del Sur en su III edición (2008), el Premio de la Fundación Siglo Futuro en 2009 por el conjunto de su obra y el VI Premio Ciudadanos a la mejor trayectoria de un escritor español concedido por la Asociación de Entidades de Radio y Televisión Digital. En 2002 y en 2004 recibió, respectivamente, el premio a la mejor novela del año del programa de TVE «Negro sobre Blanco» por sus obras Sangrefría (Alianza Editorial) y Vestida de Novia (Planeta). En 1994 ganó el Premio Andalucía de Novela y en 1996 por Raigosa ha muerto. Viva el Rey (Fundación Ramón Areces) obtuvo el premio de novela Alfonso el Magnánimo. Es autor de El tesoro de Juan Morales (2016), Premio Torremolinos de Novela. Es autor de diversos ensayos y antologías como La poética del 50. Una promoción desheredada (Zero / Zyz y Endimión).