«Paraguay. Inscripciones sobre un cuerpo» | Un cuento inédito de Augusto Roa Bastos

Augusto Roa Bastos (Asunción, Paraguay, 1917 – 2005) fue narrador y poeta y es considerado el escritor paraguayo más importante del siglo XX y uno de los grandes novelistas de la literatura hispanoamericana,  parte del «boom» y uno de los más certeros indagadores, mediante la novela, en la personalidad de los dictadores. Su infancia transcurrió en Iturbe -pequeño pueblo culturalmente guaraní-, escenario y objeto referencial casi constante de su mundo novelístico. Participó en la guerra del Chaco entre su país y Bolivia, experiencia que aprovecha para su novela Hijo de hombre (1960), obra que abarca cien años de historia paraguaya.  Opuesto al régimen dictatorial que vivió su país, vivió casi siempre en el extranjero (especialmente en Buenos Aires) y ejerció como periodista, conferenciante y profesor.  Entre sus libros figuran varias colecciones de cuentos: El trueno entre las hojas (1953), El baldío (1966), Madera quemada (1967), Los pies sobre el agua (1967), Moriencia (1969) y Cuerpo presente (1971). Su obra más relevante es la novela Yo, el supremo (1974), inspirada en la vida del que fuera dictador de Paraguay entre 1814 y 1840. Además de escribir varios guiones cinematográficos, otras de sus obras son El pollito de fuego (1974), Lucha hasta el alba (1979), La vigilia del almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1995) y Madame Sui (1995). En 1989 obtiene el Premio Cervantes y, al año siguiente, la Orden Nacional del Mérito de Paraguay.

Del autor paraguayo República de las Letras se honra en publicar  en la sección «Obra en marcha» (en la sección se combinarán textos de autores vivos con textos como el actual, no específicamente adscribible a una «obra en marcha») este relato inédito, en parte realidad y en parte ficción, que ha llegado a nuestro Consejo de Redacción gracias a la gestión realizada por el poeta y narrador Rafael Soler con Mirta Roa Mascheroni, propietaria de los derechos e hija del narrador. Nuestra más sincera gratitud a ambos.

Paraguay. Inscripciones sobre un cuerpo

© AUGUSTO ROA BASTOS
Tengo una enfermedad: veo el lenguaje.
Roland Barthes
Hace pocas décadas, de manera casual como generalmente acontecen estos hallazgos, se encontraron en Paraguay, en distintos sitios a la vez, varias cavernas, casi inaccesibles, en la jungla montañosa. Algunas de estas cavernas están situadas en las profundas entrañas de los cerros que en otro tiempo fueron sitios sagrados de los guaraníes; otras, en los refugios en que éstos se guarecían contra las invasiones de los bandeirantes paulistas, a mediados del siglo XVIII.
Estas cavernas se hallan cubiertas de inscripciones rupestres antiquísimas que datan probablemente de varios miles de años  antes de Cristo y otros miles antes de que los antepasados de la raza tupi-guaraní se asentaran en esos parajes y descubrieran que la carne humana, sobre todo la del enemigo, era el manjar más sabroso del Paraíso Terrenal cuando la saboreaban en torno de las fogatas rituales de las victorias.
El descubrimiento se hizo por etapas. El hallazgo inicial de una esas cavernas se debió probablemente a cazadores nómadas, ignorantes de estas filigranas del arte cavernícola. No dieron ni podían dar ninguna importancia al decorado de la agreste sima. Se sintieron en cambio plenamente gratificados por el encuentro de ciertos hongos alucinógenos de los que se hartaron hasta la total embriaguez.
Alcanzaron incluso los cazadores a matar un tigre enorme y afantasmado en la boca de la cueva que sería tal vez su madriguera. Lo despojaron de su piel con tonalidades azuladas en los bordes de las manchas aurinegras: ejemplar de una especie que tampoco habían visto en su vida y que había hecho ya su leyenda. Discutieron un rato sobre su posesión, pero ni pudieron ir más lejos. Ellos, a su vez,  junto con la carroña del tigre azul, murieron todos de intoxicación micótica. Evidentemente no eran indígenas montaraces, ya que éstos conocen el efecto letal de los hongos.
Mucho después, otra vez por azar, los restos de los intrusos fueron encontrados. Una extraña particularidad los distinguía de los despojos comunes: los huesos humanos, menos la osamenta y la piel del tigre estaqueada al sol, estaban veteados de franjas paralelas que emitían un tenue fulgor fosforescente. Pero lo más extraño fue que eran la réplica exacta de las inscripciones grabadas en los petroglifos: canales de una a cinco líneas, agrupadas por encina y por debajo de una línea central.
Esta vez la noticia llegó hasta las sociedades epigráficas del país y del exterior. Coincidió, por otra parte, con el hallazgo de un mapa jesuítico de 1609 donde aparecían, como en clave secreta, varios lugares nórdicos con sus denominaciones de origen, lo que constituyó un doble acicate. Se organizaron varios grupos locales e internacionales de exploración. Los infatigables, entusiastas y casi místicos cazadores de autógrafos de los primeros escribas de la prehistoria se distribuyeron en grupos y viajaron hacia la jungla.
Mucho tiempo después, cuando ya el olvido había caído sobre ellos, los sobrevivientes reaparecieron en fila india. Volvían como de un viaje al pasado, desnudos, momificados por el sol, por el natrón de las plantas y los insectos venenosos. Afirmaron haber descubierto más de una cincuentena de cavernas, algunas de ellas a gran profundidad y todas con vestigios de arte y escritura petroglíficos, muy antiguos. Una entera y casi emblemática panoplia de fotos y videos lo probaban meridianamente. Cientos de figuras, representaciones y símbolos de la fertilidad, ceremonias rituales de canibalismo, una divinidad hermafrodita erizada de brazos, mapas solares, signos fálicos y religiosos, vulvas como ojos intensamente abiertos por el espanto, mensajes, indicaciones, instrucciones de uso del cielo subterráneo, de su fauna, de su flora, de las rutas para salir de la vorágine.
En unos negativos semivelados se entreveía una alta silueta blanca, casi ectoplasmática, apoyada en una vara insignia con puño y contera en espiral parecida a un bastón arzobispal. Los propios exploradores regresaban como una especie de grey alucinada y fantasmagórica de extraterrestres. Fueron recibidos con temor religioso. La gente se hincaba ante ellos como ante un eclipse. La escena se repitió en la exposición del Museo Epigráfico del Paraguay, la que fue clausurada al día siguiente sin ninguna explicación por las autoridades.
Dos de los exploradores murieron poco después atacados por el mal de Chagas. El segundo de la expedición fue obligado a abandonar el país. Anduvo haciendo campaña de agitación pública para inducir al gobierno a expropiar los territorios –unas quinientas mil hectáreas, aproximadamente-, en los que se hallan situadas las cavernas con el objeto de incorporarlas al patrimonio arqueológico nacional. Le fueron secuestrados todos sus papeles y relevamientos cartográficos. De nada sirvieron los reclamos de sociedades científicas internacionales. Las manifestaciones fueron dispersadas con gases lacrimógenos y la ruda intervención de fuerzas anti-motín.
Otro de los sobrevivientes enloqueció. Se hizo tatuar a fuego en el torso esquelético las inscripciones paralelas que le representaban a la divinidad epicena de la cueva, erizada de brazos, como un sol oscuro despidiendo rayos. En la cárcel de locos, el prisionero llenó las paredes de su celda con las inscripciones que se le habían fijado desesperadamente intactas en la retina, en la piel, en su interioridad más honda. Exigía que sus carceleros descargaran sobre su cuerpo cada mañana una tunda de latigazos con alambres. Necesitaba reavivar esas franjas paralelas vagamente luminiscentes que ornaban su pecho y espalda y de las cuales se sentía depositario privilegiado. No iba a revelar el secreto inmemorial bajo el más cruel de los tormentos. Se ejercitaba en ellos para resistirlos hasta el fin y derrotar a sus carceleros.
Alguien vio al hombre desnudo, al que estaban torturando. Vio las heridas que ensangrentaban su torso ya apenas hueso y piel donde se marcaban las rayas paralelas de las costillas. Parecía excavado en la roca, encerrado en una luz muy antigua. Bajo el chasquido de los azotes, el hombre yacente sobre el piso nauseabundo y enrollándose como un gusano a cada latigazo, se desdoblaba en otro hombre quieto y entero en el espejismo de la luz fósil que los envolvía y los juntaba en uno solo, en otro que no estaba allí, pero al que seguían golpeando.
Desde el punto de vista científico, los hallazgos permitieron establecer que los petroglifos del Paraguay coincidían con los encontrados en Europa hace unos 30.000 años en plena Edad del Hielo. Datación equivalente a la de los descubrimientos de arte cavernícola en Pedra Furada, Brasil, donde arqueólogos franceses, españoles e italianos discuten desde varios años la validez de esos prematuros signos precolombinos que tornarían discutible el descubrimiento de América por Colón, como el primero hecho por Europa.
La escritura de las inscripciones descubiertas en el medio centenar de cavernas correspondían a tres lenguas antiguas: el ogham, el íberocéltico y el antiguo gaélico, disimuladas bajo claves que los exploradores no tardaron en descifrar. El jefe de la expedición, un gigantesco irlandés, explicó que las inscripciones en letras ogham se asemejaban curiosamente a las líneas paralelas, usadas hoy por el código internacional de comercio en artículos de supermercados para ser leídos por sensores láser, lo que provocó una batahola de protestas de los representantes de la Cámara de Comercio local. Huelga decir que los lectores láser no pudieron descifrar las extrañas líneas paralelas, salvo una de las inscripciones que identificó el artículo pescado en una traducción computadorizada harto sospechosa del gaélico.
Lo más desconcertante de estas inscripciones cavernarias es que ellas vinieron a acribillar literalmente la piel de un país cuyos pobladores originarios sólo poseían una lengua oral. De ella, los hablantes tomaban sabor y melodía. La escritura no había llegado aún ni a saquearla y ni a negarla en signos que no eran los suyos. La lengua oral subsiste hasta hoy, pero llena igualmente de escoriaciones, desviaciones, contrasentidos, barbarismos y falsetes dialectales como si la voz y la palabra salieran de una garganta herida y sin memoria.
El hecho de que las inscripciones rupestres pertenecían a las escrituras célticas y gaélicas desvaneció por un tiempo la creencia de que los navegantes escandinavos habían andado buscando por estos parajes los dominios del fabuloso Rey Blanco. También vino a buscarlo a pie en 1516, a través de un periplo de dos mil leguas, cruzando el laberinto selvático, el náufrago portugués Alejo García, asesinado luego por los súbditos del albo monarca. “¡Cuánta tierra necesita un hombre para su sepultura…!”, clamó antes de morir, traspasado por un centenar de flechas, el navegante portugués. Creyó –algún incurable lo engañó- que el Rey Blanco tenía sus dominios en una isla.
La leyenda del rey nórdico, fabulosamente longevo, venido de las regiones polares, persiste hasta nuestros días. Ella declara con el ambiguo rumor de las consejas, que el rey, destinado en su país por una conjura palaciega, había llegado al Paraguay mucho antes del arribo de los jesuitas y del propio Colón. Afirma, asimismo, que había conseguido levantar una pequeña montaña de oro y metales preciosos en el corazón de la selva dominando con mano de hierro a los nativos durante los quinientos años de su edad.

Vista del cerrro de Tacumbú

La leyenda dice también que el Rey Blanco se oculta en una meseta protegida por la muralla boscosa y por enormes jaguares amaestrados. Su única afición es cultivar una rara especie de heliotropos turgentes en un jardín de aclimatación que mandó construir al pie de su cabaña. Toda el abra y el valle están rodeados por masas de calor, sólidas como témpanos, de modo que para el rey es como si continuara viviendo de incógnito en una lejana comarca nórdica. Así, ese rey destronado –cuya evasión del palacio sitiado por sus enemigos sólo resultó afortunada porque una cuarentena de sus partidarios se hizo pasar por él imitando su fuga- vive ahora tranquilamente en la selva paraguaya, cultivando sus heliotropos, como si el espacio y el tiempo se hubieran contraído o hubieran retrocedido ante él, dejándolo entero, intacto, esculpido en el interior de una burbuja cristalina y traslúcida. Este es el informe que un cronista bastante imaginativo publicó en el suplemento cultural de un diario de Asunción basado en una encuesta hecha entre los lugareños.
Más de un anciano contador de cuentos dijo que había logrado ver en lo alto de la meseta la cabaña de madera pintada con el color de esas flores, sólo visible en la última luz del poniente. Pero nadie pretende haber visto al rey en persona. Viajeros extraviados cuentan, sin embargo, haber respirado el suavísimo olor de los heliotropos en alguna parte inubicable del bosque. Suspiraban, cerrando los ojos, al decir que el efluvio de trasmundo daba ganas de morir o de contar un sueño del más allá en la obsesión de narrar lo que la misma muerte tiene de inenarrable.
En el centro de la Plaza de los Héroes de Asunción, frente al Palacio de Gobierno, sobre un pedestal de hierro y hormigón armado, yacía hasta hace poco –hasta 1989, para ser exactos- una gran rueda de granito violáceo con inscripciones en idioma vikingo, supuestamente traída de los dominios del Rey Blanco por tanques y tropas del ejército. La existencia de la piedra no probaba nada. No faltaron desde luego champolones locales que armados de punzones electrónicos tradujeron estos jeroglíficos rúnicos, sobre la misma rueda, con palabras en guaraní en homenaje al hombre fuerte, al que un periodista insolente de la oposición se atrevió a calificar de tiranosaurio.
Cuando éste fue ahorcado en la cumbre del cerro de Tacumbú, antiguo cerro sagrado de los carios, centinela de Asunción sobre el río patrio que dio su nombre al país, el miedo de la gente se transformó en estupor. Se pensó en una nueva treta diabólica del tirano. Su estatua de bronce fue derribada y arrojada desde lo alto del cerro. Cayó rodando por la ladera rocosa ante una multitud inmóvil y silenciosa, atontada doblemente esta vez por el estruendo inaudito. Sólo cuando la rueda tallada por los vikingos fue desecha y retirada en pedazos por una topadora de la Municipalidad, la población se recuperó de su anonadamiento. La misma topadora municipal también arrastró la estatua a remolque por las calles de la ciudad llenas esta vez de una muchedumbre vociferante, erizada de júbilo, de lamentaciones, del olor felino que el grito humano exhala cuando salta como con garras de una mudez demasiado larga. Hay sucesos, casos extraños que llaman la atención, fragmentos que van a la deriva o que repiten sin cesar, bajo cambiantes formas, una historia única escrita en la piel de las generaciones el único pergamino de imposible fin.
Son intrigantes estas leyendas rupestres. Una de ellas, traducida del ogham, dice: Este es un buen albergue. Disfrútalo y pásalo bien… (Fdo.) Grim. Otra, en céltico temprano, con relente bíblico: En tiempo de peligro de muerte da la bendición… Otra, en gaélico,  como el índice alfabético de alguna obsesión: Luna lunar lutecia luto luz… Otra, en druídico casi rabelesiano: No hables con nadie, somos todos sordomudos… Y una más, de estirpe ptolemaica: El mundo es una inmensa isla de tierra plana y éste es su centro… Curioso encuentro de culturas prehistóricas en una isla cavernícola.

Plaza de los Héroes de Asunción (Paraguay)

Inspirado en la última inscripción de la cueva intenté una definición del país para los viajeros de hoy con la visión de los antiguos viajeros. Escribí: Paraguay, una isla rodeada de tierra… Pero esta frase no quiere decir nada. No se la puede inscribir en una pared rocosa, pero ni siquiera en un golpe de viento. Salvo en un libro para el turista. Apareció este libro lujosamente encuadernado en terciopelo rojo con letras sobredoradas y una afiligranada viñeta del Rey Blanco, sentado en un promontorio rodeado de mar, en uno de los cuarteles del escudo.
Creo a veces que esta isla no existe. A la caída de las tardes tiendo los ojos hacia la tierra distante. En la intensidad intemporal de la luz del poniente me parece entrever el país natal. Entreveo a su gente moverse a la deriva, atada a nada, el cuerpo lleno de flagelaciones, de cicatrices, de inscripciones indescifrables, mirando fijamente a la vez hacia el pasado y hacia el futuro. El peregrino terrestre es siempre bifronte. Veo a mi gente y yo con ella marchando en peregrinación hacia el lugar que se llevó su lugar a otro lugar; tal vez hacia el remoto resplandor de la Tierra sin mal, de la Tierra Intocada, que, acaso por serlo, no sea más que otra isla fuera del espacio y del tiempo.

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