La enmienda total al sueño americano

La editorial Sajalín recupera una novela «esencial» para entender la evolución de la novela negra y que demuestra todo el potencial estilístico de David Goodis para retratar la miseria de Estados Unidos.
© FRANCISCO BESCÓS

A principios del siglo XX, toda la ficción criminal se acumulaba en un mismo barril llamado novela de misterio o novela de detectives. En algún momento de los años veinte, algo se rompe. Algunos autores, queriendo hacer este tipo de novela, empiezan a hacer otra cosa. En plena crisis del 29, no tenía sentido situar un crimen en una mansión victoriana o en un encantador hotel de la costa adriática. Tampoco tenía sentido que el héroe de la ficción criminal fuera un agente plenamente al servicio de la ley, cuando en los diarios podía comprobarse que la ley actuaba con total arbitrariedad y que el bien y el mal eran conceptos de laboratorio que no encontraban un reflejo limpio en la vida real.

La primera edición es de 1953.

Por eso, una rama de la ficción criminal se separa del camino que aún seguiría lucrando a Agatha Christie y otros muchos, y toma una serie de decisiones estilísticas y temáticas sin vuelta atrás. Llevan la acción a los rincones más depauperados y peligrosos de la ciudad. Dotan a sus protagonistas de las habilidades necesarias para sobrevivir en esos márgenes. Y también del suficiente espíritu crítico como para romper la infantil dicotomía de polis y cacos.

Detectives como Sam Spade o Philip Marlowe son cínicos, trabajan según sus propios métodos, no se fían de las instituciones… Aún poseen un sentido íntimo de la justicia, eso sí, y a pesar de saber que no hay forma de hacerla prevalecer, como antihéroes se esfuerzan por mejorar el mundo dentro de sus mínimas posibilidades. La propuesta ya no consiste en descubrir quién ha cometido un crimen para ponerlo en manos de las corruptas autoridades. Ahora se trata de salir con vida de un follón o de proteger a un inocente o de vengar la muerte de otro o de explicarse el sentido de tanta maldad.

Así surge la primera generación de lo que ahora llamamos novela negra. Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain, Carroll John Daly o Horace McCoy protagonizaron la ruptura en los años veinte y treinta. Pero una vez que el barril estaba ya perdiendo su contenido, no había forma de frenarlo. Por eso, a esta generación la sucedió una segunda, aún más desencantada con el american dream, aún más horrorizada por los acontecimientos globales, aún más hibridada con el realismo sucio y más temerosa de la psicología humana (que empieza a funcionar como catalizador de las tramas).

El esfuerzo no le va a llevar al protagonista a ningún lado.

Jim Thompson, Chester Himes, Ross McDonald… y David Goodis.  Para esta generación los protagonistas ya ni siquiera conservaban el sentido íntimo de la justicia; se fue desgastando la etiqueta de antihéroe, se quedó solo el anti. El exiguo cordón umbilical que aún unía el género negro con los inicios de la ficción criminal quedó reducido a un hilo quebradizo.

La luna en el arroyo (1953) es un maravilloso ejemplo de esta ruptura progresiva. Novela maldita, no alcanzó el reconocimiento de otras obras de un escritor autodestructivo, David Goodis (1917-1967). Incluso la editorial Gallimard declinó publicarla en Francia, y no fue recuperada del olvido hasta muy recientemente. Y es que, en esta esencial novela, que la editorial Sajalin ha tenido la generosidad de rescatar en 2024, con una sencilla y acertada traducción de Diego de los Santos, apenas se aprecian los rasgos del parentesco con lo que antaño fue la ficción criminal. Y, sin embargo, no se puede negar un ADN común.

Mientras William Kerrigan convalecía en el hospital con ambas piernas rotas por un accidente de trabajo, su hermana es violada y, como consecuencia, se suicida. Aquí aparecen el investigador y el crimen, presentados desde la primera página de La luna en el arroyo. Pero que no se engañe el lector. Durante la trama apenas seremos conscientes de que el investigador investiga.

Tan sólo lo intuimos a través de la culpabilidad que siente, de lo inmerecida que se le antoja la felicidad, de los continuos atentados que comete contra sí mismo para castigarse, de su actitud de sospecha contra todo aquel que se cruza en su camino. Estas conductas tangenciales constituyen el único resquicio de unas pesquisas; todo lo contrario a una novela procedimental en la que una pista llevara a otra y la última al asesino.

Porque lo que realmente interesa a Goodis es la enmienda total al sueño americano. La luna en el arroyo podría entenderse como un precedente de El ángel exterminador en clave social. La habitación de la que William Kerrigan no puede salir es Vernon Street, el barrio portuario de una ciudad ficticia (inspirada en la Filadelfia natal de Goodis), donde ha nacido, donde trabaja, donde bebe, donde es hijo, donde contraerá matrimonio y donde morirá.

Un lugar en el que la prosperidad no alcanza a nadie, ni siquiera a quien madruga todos los días para trabajar honestamente como estibador. El esfuerzo no le va a llevar a ningún lado. Mucho menos al Ensanche, el barrio soñado, donde la vida es digna. Pero no poder salir de Vernon puede volverte loco; en esas calles, lo único puro (como la suicida hermana de William) solo tiene un final posible: la extinción. Por eso, lo que puede verse en derredor es corrupto, vulgar y ofensivo. Lo demás ha muerto ya.

Los escenarios escogidos acentúan esa sensación opresiva, con atmósferas dibujadas magistralmente. En Dugan’s Den, taberna arquetípica donde los protagonistas se reúnen para beber y se acumula todo lo malo. Los muelles, donde compras una vida por veinte dólares. La casa de Kerrigan, un avispero familiar de gritos y locura.

David Goodis '38, Noir Fiction Author | History News

Goodis murió en 1967 de un infarto cerebral. Días antes, recibió una paliza que podría explicar el fatal desenlace.

El grillete que mantiene el tobillo de William Kerrigan sujeto a Vernon street es la culpa, el desprecio contra sí mismo, la desilusión, la desesperanza. Kerrigan, sin embargo, aún puede trabajar y pensar en formar una familia con la hija, violenta y perturbada, de su madrastra. Esto, en el estatus social, le mantiene un par peldaños por encima de esa pobre prostituta achacosa que se cree la fantasía de casarse con aquel rico y alcohólico burgués que le ha comprado un anillo de pega.

O de ese mísero artista de talento que, a pesar de haber sido olvidado por críticos y coleccionistas, no habla mal de ellos ni cuando está borracho. O de Frank Kerrigan, hermano del protagonista, cuyo alcoholismo y resentimiento y paranoia hacen de él la peor de las versiones en las que William podría convertirse.

Goodis se desvela como un excelente y desesperado poeta de la miseria.

El odio de William contra sí mismo es tal que sospecha patológicamente de todo aquello que puede ayudarle a huir de su mazmorra. Y en estas aparece Loretta Channing, una belleza con un billete de ida al Ensanche. ¿Está verdaderamente enamorada de él, o simplemente encaprichada?

En la segunda generación de la novela negra, autores como Jim Thompson empezaron a ensayar con la psicología de los personajes como desencadenante de la acción. En La luna en el arroyo, la psicología de Kerrigan, su culpabilidad y derrotismo, es un muro que obstaculiza el flujo de información entre el relato y el lector. Muchas de las cuestiones planteadas habrán de quedar sin respuesta, pues Kerrigan es así, pues Vernon Street es así y hay ciertos universos que no están hechos para ser descifrados.

Goodis se desvela en La luna en el arroyo como un excelente y desesperado poeta de la miseria que él mismo vive y que le llevará a un trágico final. Con esa melancolía esculpe personajes y atmósferas en un tono sombrío, casi onírico, pero profundamente humano.

 

La luna en el arroyo, David Goodis, Sajalín Editores, 2024, 206 págs.

(Primera edición: The Moon in the Gutter, 1953, Fawcett, EE. UU.).

 


EL AUTOR

FRANCISCO BESCÓS (Oviedo, 1979) es publicista y escritor. Ha publicado las novelas El baile de los penitentes (2014; Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona), El costado derecho (2016) y El porqué del color rojo (2018; Premio Novelpol, Premio Pata Negra del Congreso de Novela y Cine Negro de la Universidad de Salamanca y Premio Cartagena Negra), ademásha recibido el premio Villanoir por su contribución al género negro rural. Asimismo, es autor del libro de no ficción Las manos cerradas (2020), donde cuenta su testimonio como padre de una niña con parálisis cerebral. La Ronda (Reservoir Books, 2023) es su cuarta novela, ganadora del premio Ciudad de Santa Cruz de Novela Criminal 2024.