Las aguas procelosas de un narrador fundamental

Con esta novela (Estigia, Los Aciertos & Pepitas, 2024) suma Luis Martínez de Mingo (Logroño, 1948) un sugerente título a su ya extensa y sólida obra que lo consolida como autor.
© PEDRO SANTANA MARTÍNEZ 

Una obra que ha navegado las aguas de la poesía, las del cuento y la novela, que no ha eludido el ensayo, el diario y desde luego tampoco lugares de más difícil cartografía, como sucede en, por ejemplo, Morir de hambre: cartas a una anoréxica, de 2002, relación a la que hay también que adjuntar una obra de carácter académico (ante todo, su tesis doctoral, La evolución del romanticismo progresivo en la poesía española, defendida en 1988) cuya conexión vital, su hilo rojo, con aquella su producción literaria se dejará descubrir fácilmente al tan improbable como  diligente lector que se aventure en este sector de la obra de de Luis Martínez de Mingo.

Señálese también que nos las tenemos con un autor cuyo primer libro se publicó en los años setenta del siglo XX y que ha publicado cuentos y novelas continuadamente desde los ochenta. Quiere decirse que a la anchura tipológica de la obra del autor se agrega ya un medio siglo de actividad literaria, que no es poco.

Parte Estigia de una premisa realmente interesante, potencialmente fructífera y que sin duda alguna ha dado aquí buen fruto. Nos permitirá el lector permanecer en un silencio férreo acerca de la misma y del modo en que se desenvuelve de una manera muy bien articulada. Convendrá más instarle a que rápidamente disuelva el interrogante con la lectura de la obra, lectura que le conducirá mejor y más velozmente a captar la enjundia del texto que nos ocupa.

La originalidad no impide que esta premisa argumental a la que aludimos se anude con ciertos tópicos literarios suficientemente familiares y se encadene con otros relatos, a alguno de los cuales se refiere explícitamente Martínez de Mingo en algunas de las poco más de 150 páginas de una narración que se presenta como novela, pero para cuya crítica convendrá escudriñar en qué sentido lo es –al fin y al cabo, la etiqueta de novela lo aguanta todo– y a qué perspectivas se abre y qué territorios explora.

Nuestro escritor no teme acercarse al esperpento y sobrepasarlo.

Encabeza el autor su texto con una dedicatoria reveladora y que transcribimos: “Este libro está dedicado a Inma, que me animó a pasar esta distopía de guion a novela”. Y esa metamorfosis se nos puede antojar como evidente según leemos –lo cual es mera constatación en principio– pues hay ritmos, recursos, vacíos y también redundancias o acotaciones no demasiado culpables, aunque delatores de un origen que dejaría la resolución de ciertos problemas narrativos a otro taller que el de las solas palabras.

Aun sin conocer ese guion que escribió primero, me apresuro a subrayar que de Mingo resuelve con éxito la empresa, no tan sencilla como parecería, de convertir un primer texto en otra cosa, en un nuevo artefacto que obedece a leyes y reglas muy diferentes, pues es el caso que nos entrega una narración con no pocas virtudes y donde brilla con frecuencia la energía de una prosa en la que viene perseverando, según ya se dijo, al menos desde los años ochenta del pasado siglo. Que la tarea implique dejarse algunos pelos en la gatera es algo que también puede pasar, pero en este libro que nos ocupa el producto final no se resiente.

Es sabido que algunas de las que llamamos novelas, y utilicemos el término con las precauciones siempre debidas, funcionan a veces como mero contenedor que enmarca o acoge, desde una excusa argumental nimia, distintas escenas, episodios heterogéneos, fragmentos de artificiosa conexión, y así ha sido desde el origen mismo del género.

Ahora bien, en Estigia tenemos casi justamente lo contrario. Prácticamente todas sus partes están al servicio de un todo caracterizado por un rigor argumental poco menos que neoclásico, en que se ha buscado que las líneas converjan hacia un final, si no inevitable, al menos poéticamente justo.

Esta novela se caracteriza por un constante rigor argumental.

Ahora bien, cuál sea el género de ese todo es asunto que, como ya quedó apuntado, merece alguna precisión. En la opinión de este crítico, esta novela incursiona felizmente en el reino impreciso de la farsa y también —por qué no defender tamaña tesis— en el del ensayo.

La novela es así; lo que no se puede hacer en un soneto, cabe en una novela, como colige en un momento el lector novel que se acerca por primera vez al uno o a la otra. No es preciso insistir en ello.

Luis Martínez de Mingo

De Mingo, logroñés de 1948.

No debe pensarse, sin embargo, que semejante proceder deja intactas las fronteras entre los géneros; más bien se penetran y hasta cabría sospechar que se fecundan para que la obra surja más singular, compleja y sugerente, tras desbaratar los prejuicios intensionales propios de cualquier teoría de géneros literarios al uso, y cuando también el género de partida se haya transustanciado en algo diferente.

Me atrevería incluso a mantener que el rigodón de viene y va entre los géneros literarios es una de las claves de la obra de Luis Martínez de Mingo, no solo de esta en particular, sino del conjunto ordenado de sus libros.

Esta edición de Pepitas de Calabaza nos proporciona una excelente muestra del gusto y el esmero habitual de la casa, en un volumen inteligentemente presentado desde la portada a las solapas. El texto español ha sido cuidadosamente atendido. Sin embargo, las frecuentes frases en otras lenguas incluyen algunos divertidos despropósitos que, de manera notablemente cosmopolita (como corresponde a un argumento del que estamos procurando no adelantar casi nada), afectan a las más variadas lenguas, de las que no se excluyen ni el catalán ni el japonés, y es de temer que tampoco alguna inflexión del samoyedo o del sánscrito del período védico.

Parte ‘Estigia’ de una premisa realmente interesante y fructífera.

Sepa el lector que con la mención del japonés no nos referimos a los mantras un tanto televisivos que aparecen en algún pasaje de la novela llamado a procurar algún solaz (y ¡ay! al tiempo, tan negro), sino a lo que recuerda de Mingo que se pronuncia en una famosa escena de la primera La balada del Narayama. La reflexión, narrativamente oportuna, sobre la famosa película se ve acompañada, apenas empañada, de una divertida romanización de la voz おかあ, enigma este cuya resolución crucigramística dejamos al industrioso lector.

Allá el autor con sus lecturas un tanto cartageneras de Cervantes y de todos los demás estantes de la biblioteca. En fin, minucias que poco importan y serán fácilmente enmendadas. Antes deberán destacarse, y no precisamente por lo acertado del expediente, algunos recursos no del todo lícitos, como el uso extendidísimo de las comillas para modular de alguna manera –imaginamos– algunos términos y expresiones; y también como el exceso de enumeraciones casi idénticas, que sugerirían que el autor no se hubiera parado a pensar mejores y más variadas ilustraciones de lo que quiere decir.

No faltará quien apunte ciertos descuadres narrativos y algún dislate entre lo geográfico y lo financiero, leves desatinos que cruzan diálogos e informaciones anejas al relato, sin que la mácula trascienda más allá.

Esto último, que no es tanto debilidad como resultado colateral de una prosa que se alimenta a sí misma, lo atribuimos al mismo impulso narrativo de Martínez de Mingo, quien, como quien marcha a la cabeza de un alucinado escuadrón de caballería, galopa siempre adelante en su narrativa por territorio enemigo, sin detenerse a refrescar las monturas, sin consultar el mapa ni preocuparse por la retaguardia y demás logísticas, sin desmayo y sin hacer prisioneros.

Y es que el autor está siempre presente, y siempre a la carga, a la vanguardia de su narrativa con una pregnancia que lo inunda todo, que ha poseído a la voz narrativa y a los personajes de la novela como una instancia superior que abarca el universo, el de la narración y el otro, como un yo fichteano, supervitaminado y mineralizado, que crece nutriéndose de sí mismo, pues todos los materiales que pararán en la novela antes habrán parado en las alforjas del autor, quien ya los habrá organizado y representado a su manera.

Hemos citado al principio la dedicatoria del autor en la que se refiere a su obra como ‘distopía’. No cuesta dar por bueno el diagnóstico y esta, como todas las buenas distopías, vive entre nosotros: no se tiene uno que embarcar hacia lejanos piélagos para que la música suene inquietante. Sucede algo extraño aquí y muy revelador.

Tesla

Otra obra del autor.

Las escenas y pasajes que se suceden en Estigia incursionan, según ya advertimos, en los dominios de la farsa. Se diría en ocasiones que nuestro escritor no teme acercarse al esperpento y sobrepasarlo; y con todo, el lector no puede evitar ni una sensación de absoluta realidad, tan aplastante como es de costumbre la realidad, ni una sospecha de relevancia subversiva: La palabra y el relato nos conquistan en seguida y, aunque el humor nos endulza el camino, no escapamos nunca de una verosimilitud anonadante e invasora.

Algo parecido puede decirse de otro aspecto de la obra, también mencionado líneas arriba: son numerosos, y desde luego alguno alcanza una importancia que habría de definirse como estructural, los pasajes que se acercan a lo ensayístico y al ensayo dialogado en particular, en el que los intervinientes son indefectiblemente muy y mucho –diríase con el clásico gallego– Martínez de Mingo.

Pues bien, tales reflexiones, contrapunteadas de vez en cuando con alguna información más bien trivial, no acompañan a la narración, sino que también la construyen, algo que tal vez nos dé razón de cómo nuestro Martínez ha redefinido aquí las fronteras, si alguna vez las hubo, del género novelístico, de un preciso modo que no ahorra al lector la pavorosa noticia de que vivimos dentro.

 

Estigia, Luis Martínez de Mingo, Pepitas de Calabaza, Los Aciertos & Pepitas, Logroño, 2024, 168 páginas.


EL AUTOR

PEDRO SANTANA MARTÍNEZ (Logroño, 1960) es Doctor en Filosofía y Letras y profesor en el Departamento de Filologías Modernas de la Universidad de La Rioja.