Soledades y silencios en la poesía de Cecilia Álvarez

Cecilia Álvarez ofrece en El tacto invisible una mirada introvertida vuelta hacia el exterior con el amor como principal antídoto contra la soledad y el desarraigo.
© José Antonio Santano

 

                                                           Y mientras espero

                                                           la hora invisible

                                                           de lo eterno,

                                                           me cobijo bajo las ramas

                                                           de un recóndito silencio.

 

La lectura de un libro de poesía siempre es un acto tan hermoso como mágico. Adentrarse en lo más íntimo del poeta, de la poeta en este caso, es ya en sí mismo una proeza que solo llevan a cabo los amigos o los lectores apasionados por este imperecedero género literario, aun a pesar de su continuo silenciamiento o mal trato al que se le somete en las librerías, relegándola a los anaqueles más apartados y escondidos, donde aparecen un número insignificante de obras.

No obstante, nadie podrá restar a la poesía la importancia que a lo largo de los siglos ha tenido en la formación humanística de las personas. Es más, si nos atenemos a la realidad literaria global, los principales premios se conceden a poetas. La cultura poética española deja mucho que desear, pero quienes con ella vivimos día a día lo hacemos con placer renovado y felices. Al fin y al cabo, la poesía ocupa un lugar esencial en nuestra razón de ser.

Conocí a Cecilia Álvarez, la autora de este poemario, El tacto invisible de los días, allá por el año 2018, con ocasión de nuestra participación en los Encuentros de Poetas Iberoamericanos en su vigésimo primera edición, celebrada como ya es tradición en la ciudad de Salamanca.

Cecilia me obsequió con un libro inolvidable: Versos enhebrados (Antología 2008-2018), del que comenté, tiempo atrás, lo siguiente: «Cecilia Álvarez es una poeta que produce un cierto encantamiento, que nos seduce y reconforta de la soledad y el acelerado vivir del hombre sobre la tierra, que nos aparta de lo vacuo para transmitirnos la verdad que la empuja a escribir y escribir como antídoto de un mundo cruel e insolidario.

Su mirada, a veces triste, es la mirada que hipnotiza desde la más absoluta entrega amorosa, ella es el amor en toda su esencia: «Hiere el amor y vano vacío de las horas, / hiere el mar y el aire salobre que te cubre. / Hiere la vida cuando sólo el silencio te vive».

La poesía de Cecilia Álvarez parte de la soledad y el silencio.

Pero Cecilia Álvarez, después de los años transcurridos, sigue estando herida por el amor, por la soledad, por el vacío, por la vida y sus terribles silencios, invisibles, sí, pero determinantes para alguien que se halla en un silencio continuo e imperecedero. La razón de vivir, entonces, del sujeto poético se convierte en una carrera de obstáculos, de desazones y de creciente desarraigo.

La vida es un sinvivir, aunque pretenda en su más hondo pensamiento lo contrario; todo se le vuelve en contra, hasta ella misma. Sin embargo, el lector puede intuir a lo largo de la lectura de El tacto invisible de los días, que su claro existencialismo trasciende en su reiterado encuentro con el verso, con la poesía, refugiándose en ella para escapar del contagio de lo vacuo e insustancial.

Así, el presente pesa como una inmensa losa, el pasado lo envuelve todo de una insistente   melancolía, y el futuro, casi inexistente, se desvanece en la niebla rutinaria de los días.

Cecilia Álvarez (La Palma, 1955) es una de las voces más laureadas de la poesía canaria.

Ciertamente, el yo poético vive en una especie de burbuja donde sólo el aire, la propia respiración del verso alberga alguna posibilidad de salvación. Esta necesidad de reencuentro con la poesía lleva a Cecilia Álvarez a crear su propio universo o a considerar que solamente la palabra en su más esencial forma y fondo es, junto al amor, la única razón de la existencia.

Para comprender esta circunstancia escribe este bello libro, que se inicia con una dedicatoria a su nieto Aday (“luz renovada”) y una cita de Whitman, que nos anticipa el devenir poético del libro:

 

La vida es desierto y oasis.

Nos derriba, nos lastima,

nos enseña,

nos convierte en protagonistas

de nuestra propia historia.

 

Una historia que la poeta ha querido estructurar en un único poema fraccionado en veintisiete partes (números romanos) e intercalar la letra alfa con seis poemas cortos, y cerrar con otro corto omega, como resumen de un discurso poético que alcanza altura conforme avanza la lectura.

La intención de este comentario no es otro que sugerir, alentar y estimular al lector en su acercamiento a la poesía de Cecilia Álvarez a través de la musicalidad del verso, de esa melodía capaz de conmover, de perturbar hasta sentirla honda, precisa y humana. Este es el objetivo de El tacto invisible de los días y puedo asegurar que su autora ha cumplido con creces dicho propósito.

La poesía de Cecilia Álvarez parte de la soledad y el silencio, se adentra en su interior para conocer y conocerse, para comprender el mundo desde su propio dolor, herida por el tiempo, olvidada en su isla, esa atalaya donde los días trascurren monótonos, de una melancolía lumínica. Esa manera de entender la vida, su vida, en la que siempre aparece un cierto desarraigo no es sino una forma más de rebelarse contra sí y el mundo, para alcanzar el amor como objetivo primero y último.

Su mirada, a veces triste, hipnotiza desde la más absoluta entrega amorosa.

Y para ello, dos poemas esenciales, al menos en mi opinión, resumen ese continuo desvalimiento del lenguaje, del yo poético deshabitado, silencioso y solitario pero solidario, de humana forma y fondo. Uno es el número XIII, un poema visual, por representar la caída de la lava (en negrita) que engulle lentamente La Palma (la isla de Cecilia) y contiene todo el dolor de la pérdida, de lo que nunca más será:

 

Y me voy resquebrajando

entre mis versos,

entre los espacios ocultos

que guardan

las lágrimas impotentes de mi tierra.

 

El segundo de los poemas referidos lleva el número XXIII y es una elegía a su madre fallecida por el mes de febrero de este año. Vuelve la herida del amor, en este caso materno, el sentido insufrible de la pérdida que una vez más ha de soportar Cecilia, un dolor desnaturalizado por profundo e insoportable, abisal.

Es la confusión, el miedo, la oscuridad que regresa a la casa materna y en la memoria, en las paredes o estancias se crece y recrudece como cruel realidad. Con el verso «Otra vez acecha la noche», se inicia este desconsolado calvario en el cual la muerte, como un afilado punzón recorre cada órgano del cuerpo, cada rincón de una casa que ya no es ni existe sino para el recuerdo del más grande de los quebrantos.

Aquí en estos versos hallamos a la notable poeta que es Cecilia Álvarez. En su poesía caben todos los silencios del mundo y en ellos se abisma para crear un universo donde la soledad es fastuosa luz, pura lírica, vida en sí misma:

 

Volverá a amanecer

y la casa

tendrá de nuevo

la luz que el sol le presta

para engañar

el color de la muerte,

y creamos

que no ha escapado contigo

la luz de la mañana.

 

El tacto invisible de los días no es un poemario más en la sólida trayectoria de la poeta palmera-tinerfeña Cecilia Álvarez, sino un monumento erigido a la calidez de las palabras, esas que penetran el silencio de los días para expresar su propio silencio, hondo, magnánimo, vital y sabio.

 

El tacto invisible de los días, Cecilia Álvarez, Aguere/Idea, 2023, 76 pp.


 

EL AUTOR

JOSÉ ANTONIO SANTANO (Baena, Córdoba, 1957) cultiva la poesía, narrativa, ensayo y crítica literaria. Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Almería, y autor de más de veinte libros, entre los que destacan Profecía de Otoño; Exilio en Caridemo; Suerte de alquimia o Tiempo gris de cosmos, todos ellos galardonados con prestigiosos premios.

Santano es cofundador de Humanismo Solidario.