El poeta onubense Manuel José de Lara Ródenas ofrece en Libro de familia (Los papeles del sitio, 2022) una mirada al pequeño recuerdo con el que consigue un vuelto alto, en una obra que ofrece una renovada impresión de clasicismo en una original y valiosa mirada a la vida beata.
© MANUELA-ÁGUEDA GARCÍA GARRIDO
Se preguntaba Cicerón, en el discurso que pronunció para reclamar los bienes que le fueron confiscados durante su exilio, si hay algo más sagrado que la morada de un hombre, pues “allí está el altar, allí brilla el fuego sagrado, allí las cosas sagradas y la religión”[1]. Y no exageraba el orador romano, si tenemos en cuenta que ese lugar que nos protege de una desolación sin cimientos también alberga a la familia, raíz primera de aquella sacralidad que envuelve al hogar. Se dice que la familia nos transmite valores que conservamos como reliquias en una hornacina de cristal fino, por poco que apreciemos aquel legado. De la familia, heredamos la sangre, los derechos y las obligaciones; también los recuerdos.
[1] Cicerón, Pro Domo, 41.
Esta última parece ser la herencia sagrada que nos muestra el poemario Libro de familia (2022), trabajo literario de Manuel José de Lara Ródenas, profesor titular de Historia Moderna en la Universidad de Huelva y miembro de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. Concebido como un ejercicio devoto y sincero de recuperación de la memoria familiar, el poemario corona una larga carrera literaria jalonada de numerosos galardones. Entre ellos, destacan el Premio Nacional de Poesía Salvador Rueda, con el poemario Restos de colección (2020), y el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Pamplona, con Retrato apócrifo (2022).
En este poemario, el autor explora nuevas formas de una vita beata
El presente trabajo, editado con esmero en Los papeles del sitio (Valencina de la Concepción, Sevilla, 2022), nace, según aclara su propio autor en los preliminares, “sin más pretensión que la de ofrecer unos versos a la familia en la que nací”. Son “poemas sencillos”, “poemas para el recuerdo” en los que se plasma “lo mejor de mí mismo”. En este sentido, no puede sorprendernos que sea la poesía, caudal sanguíneo de la literatura, la que haya llevado a los miembros de una familia a los altares la memoria, explorando la conexión enigmática que existe entre el hombre y su progenie. El resultado son 41 poemas que huyen de demostraciones superfluas del lenguaje, reduciendo el natural instinto del poeta a las leyes del recogimiento y la templanza.
Cada verso es un extraordinario intento por retener el instante perecedero y hacerlo suyo para luego ofrecerlo al lector en un acto de generosa epifanía, como si todo aquello que está llamado a desprenderse del tapial del tiempo volviera a nacer en una estación nueva: “Todo estaba/ en su sitio, esperando/ […] Se oían los vencejos/ de un distinto verano” (p. 31) o “Del jazmín me llegan/ viejos olores que prolonga el aire” (p. 39). Hay versos de esa poderosa —por no decir difícil— simplicidad que solo emana de la pluma de un puñado de poetas capaces de una comunicación exacta y lenta con la brusquedad del mundo. El resultado es palpable en poemas como Instante: “Todo es exacto./ Nada compromete/ la desnuda quietud” (p. 40), o Entropía: “Y el mundo vuelve/ —obstinado, tenaz, incomprensivo—/ a su vieja rutina de ordenarse/ y, al fin, desordenarse” (p. 41). Es en esa Huelva hoy inexistente, ciudad de “tiempo sereno y claro” (p. 26), donde todo parece reclamar su liturgia, mientras la transfiguración de las cosas observadas preludia “el misterio de la callada y mágica poesía” (p. 23).
Libro de familia genera una impresión de renovado clasicismo.
Completa la edición un total de 3 imágenes en blanco y negro en las que aparecen algunos de los familiares citados en la obra, además de una reproducción de la portada del libro de familia que expidió el Ministerio de Justicia a don José Manuel de Lara Carrasco, padre del autor. En esta última imagen, usando de la complicidad tipográfica, se han introducido los datos de la impresión del poemario: talleres de Ulzama, Pamplona, 2022.
En la contraportada, a modo de sello final, se hace referencia a un piano fabricado por Antoine Bord, cuyo modelo fue expuesto en la Exposición Universal de París en 1878. En Hors de concours, 1878 (p. 19) se alude claramente a este instrumento musical que habitaba en el hogar como otro miembro más de la familia. Aquí el poema se convierte en la lisa funda del piano, realizando con él un juego de melodioso acoplamiento que nos trae reminiscencias de aquel famoso poema de Verlaine: “Le piano que baise une main frêle” (1902).
En la obra, abunda tanto la versificación regular (décimas, decimillas, romances, sonetos…) como el verso suelto, generando una impresión de renovado clasicismo que contrasta y rivaliza dignamente con las tendencias de la novísima poesía actual, abanderada por una buena hornada de poetas millenials que tantas veces se han dejado llevar por la esterilidad extrapoética y la emoción experimental.
Manuel José de Lara escala en el menudo recuerdo; indaga en él sin manierismos ni desbordamientos, sin interponerse entre la memoria y el poema, sino dibujando una línea de demarcación que separa lo que atañe a la poesía de la frágil cotidianidad. Son sus señas de identidad. Cada palabra se ajusta a la luz que refracta la prematura intuición de un niño-hombre sobre un espacio de plenitud identitaria: la azotea, la esquina de Baltasar, la plaza de San Pedro, la escuela, la cuesta del Conquero (¡cómo no pensar aquí en Un muchacho andaluz de Cernuda!), el zaguán, el patio “con una dama de noche perfumando”…
Como resultado, asistimos a una tentativa de autorretrato literario para el que se utilizan pautas de contemplación y desnudez que nos introducen en la problemática del distanciamiento, cuestionando así el lugar que ocupa el propio autor en la débil rama del recuerdo. He aquí algunos ejemplos:
“Y acudo lentamente a su llamada,
dejando unos momentos la mirada
en una quieta y gris salamanquesa” (p. 13)
“y ese niño tristón que estudiaba a tu lado
se perdió por el cauce funeral de los días” (p. 16)
“me quedaba callado, pensativo, mirando
cómo la tarde hacía su gris descendimiento” (p. 27)
La distancia entre el poeta y la memoria, o entre el poeta y la poesía, no hace más que acentuar la proximidad del hombre a su infancia, descrita con incontestable talento como la fuente de toda inspiración: “El viento de las cosas/ todo se lo ha llevado” (p. 32); “ese momento solo, irrepetible/ que nunca más regresará a mi vida” (p.40); “¡vieja infancia perdida,/ siempre viva en su sien!” (p. 44).
La unidad redentora que trasciende la obra se abastece de motivos constantes y de ofrendas sigilosas de la vida. Tras una primera lectura, resulta flagrante la huella de otras obras en las que la infancia se convierte en la razón primera de una acción poética. Quizá la más obvia sea la de Recuerdo infantil, de Antonio Machado o la de otro de sus poemas menos conocido: “Algunos lienzos del recuerdo tienen/ luz de jardín y soledad de campo;/ la placidez del sueño/ en el paisaje familiar soñado”.
Manuel José de Lara escala en el menudo recuerdo.
También se vislumbra la impronta juanramoniana en Madre, ejemplo de admirable candidez que nos recuerda al poema del nobel Estoy triste y mis ojos no lloran: “Soñaré con mi infancia: es la hora/ de los niños dormidos; mi madre/ me mecía en su tibio regazo,/ al amor de sus ojos radiantes”. El anhelo del tiempo memorable como trascendental propósito de la infancia remite igualmente a la elegía que Ángel Valente dedica a aquellos años: “Lo demás fueron afueras/ de tantos mundos caídos”. También atraviesan las páginas vetas de la Niñez de Gamoneda, o algún brillo acertado de El otoño de las rosas, donde el inmenso Francisco Brines declara: “Yo sé que olí un jazmín/ en la infancia una tarde,/ y no existió la tarde”. La lista de referencias literarias podría ser muy larga e inútilmente llenaríamos estas páginas de voces ajenas.
En definitiva, la obra que aquí reseñamos es digna deudora de una tradición lírica que hunde sus raíces en el mensaje manriqueño para florecer en páramos donde la memoria familiar adquiere fuerza totémica. Y no es precisamente la elegía de la paternidad perdida lo que acerque este poemario al santuario de los clásicos, sino la impugnable sobriedad con la que se describen el origen, el camino y la meta de lo puramente inevitable. A la lectura de Libro de familia, presentimos que el autor explora nuevas formas de una vita beata en la salvación de las cosas quietas, en la existencia de un mundo inanimado que se quiere eterno porque todo en él permanece intacto en la memoria.
Libro de familia, Manuel José de Lara Ródenas, Los papeles del sitio, Sevilla, 2022.
LA AUTORA
MANUELA-ÁGUEDA GARCÍA GARRIDO, natural de Huelva, es doctora por la Universidad de la Sorbona y profesora titular en la Universidad de Caen-Normandía (Francia) desde 2011. Especialista de la España moderna (siglos XVI-XVIII), ha enseñado en las Universidades de Western Ontario (Canadá), en la Sorbona, en el Instituto de Ciencias Políticas de París, entre otras muchas instituciones de enseñanza superior. Compagina su actividad investigadora con la creación literaria. Ha ganado varios premios nacionales e internacionales de poesía. Igualmente ha colaborado en numerosas revistas de literatura y cultura (Barcarola, Círculo de poesía, Cuadernos del matemático, Dosfilos, Fábula, FronteraD, El coloquio de los perros, Nayagua…) y sus poemas han aparecido en varias antologías: No se van a ordenar solas las cosas (Niebla, 2022), La alquimia del fuego (Amargord, 2014) o XXIV Premios de poesía “LUZ” (Tarifa, 2017). Es autora del poemario El espacio ausente (Colección Donaire, n.° 3, Diputación Provincial de Huelva, 1998).