Vidas paralelas: Emilio Castelar y Manuel Azaña

El autor del artículo repasa las semejanzas (y divergencias) de pensamiento político pero también de actitud vital de dos grandes hombres de la historia política española como fueron Emilio Castelar y Manuel Azaña. Un ejercicio de paralelismo biográfico «arbitrario pero justificable» que ayuda a comprender las dificultades que ambos tuvieron con sus respectos proyectos para el progreso de España. 
© DAVIDE MOMBELLI

Vidas paralelas. Plutarco, en su célebre obra, confrontó vidas lejanas pero vinculadas por algún tipo de relaciones, funda mentalmente analógicas. Esas vidas comparadas se iluminan mutuamente: así Alejandro y César, Pericles y Fabio Máximo, Demóstenes y Cicerón. Son biografías paralelas de personajes históricos que comparten supuestamente cualidades de carácter o han tenido carreras semejantes. Es este un recurso historiográfico que puede ser usado como una especie de método para esbozar biografías de figuras relacionadas, sea por sus obras, vidas, caracteres o circunstancias históricas comunes.

A Azaña y Castelar les hermana el republicanismo, pero les separa el modo de entender ese ideal

La comparación es arbitraria pero justificable. Las semejanzas pueden ser coincidencias azarosas u obedecer a afinidades de destino, si validamos la conocida fórmula de Vico de los corsi e ricorsi. Una extraordinaria similitud o afinidad de obra y vida, tanto pública como privada, se encuentra al comparar las biografías intelectuales de dos grandes polígrafos del pasado reciente español: Emilio Castelar y Manuel Azaña. Los dos fueron presidentes de sendas repúblicas (y, por ende, republicanos); fueron los máximos oradores de sus tiempos; escribieron ensayos y crítica literaria; fueron novelistas e importantes periodistas. Muchas son también las diferencias, sobre todo ideológicas.

Castelar.

Empecemos por unos guarismos biográficos. La vida y la obra de Castelar cierran, irónicamente, el siglo XIX: el “hombre del Sinaí”, como lo definió Jarnés en una brillante biografía, fallece en 1899. A la sazón, Azaña tenía 19 años y acababa de finalizar los estudios de Derecho en Zaragoza. Si Castelar es hombre decimonónico, Azaña ya es ciudadano del siglo XX. El desastre del 98, suceso bisagra entre dos generaciones literarias e intelectuales, es vivido por Azaña con la energía de la juventud, mientras que para Castelar viene a ser la confirmación de un lento camino de decadencia iniciada, para el caso de su proyecto político, en 1873, con el fracaso de la experiencia republicana.

Plantear un paralelo entre las dos repúblicas es algo natural, si bien media una gran distancia entre 1873 y 1931, además de que un acontecimiento histórico es siempre único. Arturo Souto Alabarce, editor de una colección de discursos y fragmentos de obras literarias de Castelar (Discursos. Recuerdos de Italia. Ensayos de Castelar, Porrúa, 1980), afirma que hombres y sucesos de las dos épocas presentan una “semejanza perturbadora”: las analogías entre las dos repúblicas españolas no pueden menos que hacer pensar en la posibilidad, a veces entrevista por Unamuno, de una fatalidad casi metafísica. Dos aventuras políticas afines también en el fracaso, un resultado que se debe, según Souto Alabarce, a la insistencia española en querer cambiar la psicología de un pueblo mediante decretos, soslayando más de mil años de cultura decantada.

El Ateneo puede considerarse un lugar puente.

Las dos repúblicas llevan intelectuales al poder. Y las dos repúblicas se encarnan en dos grandes oradores, Castelar y Azaña, según Souto Alabarce:

Uno florido, conciso el otro, pero ambos esencialmente literarios. Y las dos [repúblicas], tanto la de Castelar como la de Azaña, se ven de inmediato acosadas, abrumadas, sobrepasadas por una realidad muy distinta a la que creían tener vista. Avasallado por la realidad concreta de una tierra y de unos hombres, el espejismo de España que estos dos escritores tenían en la mente se vuelve humo. Y sin embargo, ¡qué bien conocían a España y los españoles Castelar y Azaña! ¿Cómo es posible, entonces, que se equivocaran tan de largo? (pp. VII-VIII)

Azaña.

Souto Alabarce continúa el paralelismo afirmando que tanto Castelar como Azaña conocen “la realidad de la tierra, del hombre español, la demoníaca fusión de individualidad y trascendencia que lo definen, pero a pesar de ello, como si una fatalidad de ‘raza’ los determinara, no pueden menos que proyectar, sobre esa realidad áspera, un sueño utópico. De ahí la semejanza de obstáculos con que se encuentran las dos repúblicas, la analogía de soluciones desesperadas y los fracasos finales” (p. IX). Tanto Azaña como Castelar se vieron a sí mismos comprometidos en la política sin quererlo:

Eran escritores, hombres de letras, que a pesar de su íntima vocación, se sintieron obligados, precisamente por su amor a España, esa España que era el tema de sus lecturas, de sus pensamientos, de sus escritos, a hacer política. “Un escritor perdido en la política”, dijo de sí mismo Azaña. Y algo más tuvieron en común además de su amor a España: la conciencia de ser siempre, en el acierto o en el yerro, honestos consigo mismos y con los demás. Pasado su tiempo, atropellado por la violencia y el cinismo del siglo veinte, desaparecerían, quizá para siempre, los políticos oradores y caballeros (p. XI).

Ambos se interesaron por las biografías: Valera y Byron.

Santos Juliá, en una edición de los discursos políticos del autor, precisa que la oratoria de Azaña inicia una nueva época, pues en sus discursos se apagaban para siempre los rescoldos que todavía pudieran quedar de aquella oratoria llamada castelarina, continuada todavía, en las primeras décadas del siglo XX, por políticos como Alcalá Zamora. El mismo Azaña declara la distancia entre su gusto oratorio y el castelarino cuando defiende la pureza, mesura, claridad y orden de la palabra de Juan Valera.

Santos Juliá está en la línea del juicio de Francisco Ayala, quien afirma que “el estilo literario de Azaña, con toda su nobleza y elegante eficacia, no había de marcar ningún hito en la historia de nuestras letras, su oratoria, en cambio, traería consigo una verdadera innovación, arrumbando por fin las florituras de la tradición castelarina, tan distantes ya entonces del gusto moderno” (en Azaña, ed. de V. A. Serrano y J. M. San Luciano, 1980, p. 80).

También Ernesto Giménez Caballero marca una distancia entre la retórica de Azaña y la de Castelar, paradigma de un modo de construir discursos que exhalaba sus últimos estertores en el alba del nuevo siglo:

Parece lo más riguroso en este método reflexorio iluminar nuestro objetivo con las luces más cercanas a él. A un jefe republicano y liberal en España deben contraponérsele -ante todo- aquellos primates de liberalismo y republicanidad que en el tiempo fueron. ¿En qué tiempo? En el tiempo que se dieron esas cosas en España. Tiempo decimonónico. Siglo pasado. ¿Qué tiene Manuel Azaña que ver con un Pi y Margall, un Figueras, un Salmerón, un Castelar? ¿Qué con un Riego, un Torrijos, un Empecinado, un Mendizábal, un Espartero? ¡Períodos españoles de 1814 al 68 al 1874! ¡Romanticismo de lo que fue, sin llegar a ser! Que ver, que ver… Algo tiene Azaña que ver con ellos. Pero no mucho (en Azaña, ob. cit., p. 110).

Azaña fue enterrado con una bandera de México.

Autores de estilo contrapuesto, es fuerte la analogía en la heterogénea obra de Castelar y Azaña. Como decíamos, los dos han frecuentado los mismos géneros, y los dos pueden considerarse políticos escritores (o escritores políticos): hombres de letras, en el sentido todavía decimonónico del término, que se dedican a la cosa pública, una figura que a partir de la segunda mitad del siglo XX es cada vez más rara. Pero la obra de Castelar es mucho más voluminosa que la de Azaña, si bien ambos vivieron casi los mismos años (67 Castelar, 60 Azaña). Castelar es autor prolífico, y esa profusión es también marca de una época distinta de la literatura y el pensamiento.

No hablaremos de la supuesta homosexualidad de los dos.

Los dos fueron novelistas. Castelar es autor de doce novelas, algunas extensísimas, mientras que Azaña escribió, en realidad, tan solo una novela (El jardín de los frailes, 1921-1927). Fresdeval es una narración que quedó interrumpida; La velada de Benicarló se presenta como una larga reflexión sobre el presente político español: es un diálogo (en la tradición humanista) cuyo contenido es de naturaleza más bien ensayística. Son novelas muy distintas: la mitad de los títulos de Castelar son narraciones históricas, que investigan diferentes épocas de la historia española y europea (la antigua Roma, la Edad Media, la Reconquista, las guerras de religión) a fin de encontrar analogías y relaciones para entender mejor el presente.

El sentimentalismo extremado, casi lacrimógeno o “cursi” (así lo definió Valbuena Prat) de Castelar y el retoricismo barroco de las descripciones son elementos totalmente ausentes en la más austera, aunque sinuosa y plagada de matices, prosa de Azaña. Pero hay un punto en común entre las dos obras: el autobiografismo. Se ha dicho que el de Azaña es un discurso narrativo centrado en la persistente presencia del “yo personal”.

De igual modo, en Castelar los sucesos de su vida están registrados en sus narraciones. Es el caso del personaje de Ricardo en la novela homónima, en la que, por otra parte, se describen los disturbios de la noche de San Daniel. Sin embargo, Castelar no accede nunca a una escritura del yo: de hecho, no utiliza en ningún momento la primera persona, aunque sea ficcional; curiosamente esa suerte de brevísima autobiografía publicada póstuma en 1922 (ed. de Á. Pulido en las Obras escogidas) la escribiría Castelar en tercera persona, un pudor que surge de la voluntad de un hombre, constantemente sometido al juicio de la opinión pública, de preservar su vida íntima.

Los dos fueron novelistas y escribieron libros de viajes.

Pese a ello, como se ha dicho, su biografía es base de muchos de sus relatos y fuente de inspiración para la construcción de los personajes. Distinto en esto es el caso de Azaña: su novela El jardín de los frailes es un relato de formación que recupera su experiencia vivida en el colegio agustino de El Escorial. Sin embargo, se narra desde un yo cuya identidad no se revela en ningún momento.

Otra coincidencia en la obra literaria de los dos autores, y que se relaciona en parte con el elemento autobiográfico de sus prosas, reside en el interés por la biografía. Los títulos más significativos de Castelar y Azaña son, respectivamente, Vida de Lord Byron y Vida de don Juan Valera. Cabe recordar, sin embargo, que Castelar fue autor de una obra biográfica mucho más extensa: piénsese, por ejemplo, en la serie de Semblanzas contemporáneas o en los retratos de grandes figuras femeninas de la historia.

Significativa es la elección de los biografiados: Castelar escoge a uno de sus autores preferidos, Byron, paradigma de poeta romántico; Azaña escribe la vida y analiza la obra de Valera, personaje al que le une una afinidad poética y de pensamiento.

La oratoria de Azaña inicia una nueva época.

Los dos autores se ocuparon también de crítica e historia literarias. Castelar recogió en varias colecciones algunos de sus escritos sobre literatura (los dos volúmenes de Recuerdos y esperanzas, 1858; Discursos políticos y literarios, 1861; y Ensayos literarios, 1878). Dedicó al arte griego unas interesantes páginas de las lecciones sobre La civilización en los cinco primeros siglos del cristianismo, curso impartido por Castelar en el Ateneo madrileño a partir de 1858, y luego publicado en tres diferentes volúmenes en 1858, 1859 y 1862.

Sin duda, el escrito más importante, que presenta incluso cierta relevancia teórico-literaria, es el discurso leído con ocasión del nombramiento de académico de la lengua, en 1880, que versa sobre el “espíritu del siglo” y la relación entre ciencia y poesía. El pensador que más influyó en su visión del mundo fue Hegel.

Mantiene Castelar el ideal hegeliano, pero se aleja de los puntos más polémicos y busca una armonía con sus convicciones y fe cristianas. Ya lo comentó Menéndez Pelayo, quien recuerda que Castelar, en el fondo hegeliano, rechazó en varios puntos el sistema del filósofo alemán, y execró y maldijo “en toda ocasión a los hegelianos de la extrema izquierda, comparándolos con los sofistas y con los cínicos, pero sin hacer alto en estas leves contradicciones, propias del orador, ser tan móvil y alado como el poeta” (en Historia de los heterodoxos españoles, 1948, vol. 6, p. 394; Menéndez Pelayo consideró el hegelismo de Castelar, gran tejedor de “ditirambos hegelianos”, más “popular histórico” que “metafísico”, y fundamentalmente retórico).

Las dos repúblicas encuentran obstáculos semejantes.

Castelar no sanciona la muerte de la religión y el arte, sino que entiende que estas son el futuro, como defiende en su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Asume ideas y conceptos provenientes de tendencias diferentes, pero no hay que entender esa actitud como una debilidad o una falta de coherencia, pues solo asimila lo que no es contradictorio. En el ámbito de la filosofía de la historia, incluye el Nuevo Mundo, América, que ve como el futuro de la humanidad. Podemos así afirmar que, más que “ecléctico”, Castelar es “comprehensivo” en los diferentes sentidos del término: políticamente tolerante y teoréticamente incluyente.

Objeto de la atención crítica de Castelar fueron escritores y temáticas de diferentes épocas, tanto clásicos (Lucano, Nerón, Virgilio, Safo, el mito de Helena, el desarrollo del arte antiguo…) como modernos (Tasso, Byron, Carolina Coronado, Rosalía de Castro, Victor Hugo, Herzen, Menéndez Pelayo…). Dos de sus novelas históricas versan sobre política y arte de la antigüedad (Nerón) y del Renacimiento (Fra Filippo Lippi).

Azaña, como Castelar, publicó en periódicos y revistas reseñas, comentarios, escritos de ocasión sobre figuras, obras y temas literarios. Tanto Azaña como Castelar fundaron periódicos: respectivamente La pluma, revista más bien literaria, y La democracia, de actualidad política. Azaña recogió sus textos más significativos en la antología Plumas y palabras (1930). Se notará con una simple lectura de los títulos del índice que los intereses de Azaña versan en particular sobre temas y autores modernos: la generación del 98, actualidad de política cultural, reflexiones sobre asuntos de política nacional, etc.

Es de reciente publicación una colección de ensayos literarios editada por José Esteban y titulada El arma de las letras. Allí tienen cabida estudios y breves ensayos sobre Jorge Borrow, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, el Quijote, la generación del 98, Costa, Juan Valera, Ganivet, entre otros autores, obras y temas.

La comparación entre ambos políticos es arbitraria pero justificable.

Tanto Azaña como Castelar escribieron diarios de viaje. Una meta común fue Francia. Un año en París, publicado por el Establecimiento Tipográfico de El Globo en 1875, recoge los artículos que Castelar publicó, durante su exilio francés (1866), en varios periódicos españoles y americanos. A la sazón gobernaba Napoleón III y se inauguraba la Exposición Universal en la capital francesa (Castelar rastrea la presencia española en dicha manifestación). Son fundamentalmente juicios impresionistas sobre estrenos teatrales, actualidad política, retratos costumbristas… Su extensión es breve, de acuerdo con el destino original de esos escritos.

Castelar, uno de los grandes oradores de la historia.

Azaña escribe para La Correspondencia de España unas “Notas de París”, publicadas entre enero y julio de 1912. Este primer viaje francés Azaña lo costea en parte gracias a una beca de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (volvería a Francia años después, para visitar los frentes de la Primera Guerra Mundial). En la capital francesa, Azaña disfruta de la vida académica, política y cultural de la ciudad. Santos Juliá, a partir de la mencionada correspondencia, reconstruye su estancia parisina en la biografía Vida y tiempo de Manuel Azaña.

El anticlericalismo de Azaña marca una profunda distancia con Castelar.

De París a Madrid. El Ateneo puede considerarse como lugar puente que une, virtualmente, las vidas de los dos grandes políticos. El mismo Azaña, que fue secretario y presidente de la institución, se encarga de definir la importancia de ese lugar de encuentro para la sociedad intelectual española de la España moderna (“fue el Ateneo el director de la vida mental española, y sobre eso cimentó su fama”, dijo en la Memoria leída en la Junta General ateneísta el 11 noviembre 1913). En el discurso impartido como presidente del Ateneo el 20 de noviembre de 1930 en la sesión de apertura del curso, Azaña dijo:

La segunda generación de ateneístas, cuyos representantes más ilustres he citado al comienzo, aparece dividida contra sí misma. Unos, por escepticismo, se adaptan al orden establecido; otros, con voluntad creadora, se esfuerzan en subir la realidad española a un grado de compostura civil arreglado al interés de su clase. El de más allá, se opone al Estado, pensando que la reforma necesitada por el progreso abrirá una era de bienandanzas. Campoamor, escéptico y algo cazurro, gobierna una provincia y es diputado con la “moderación”.

Valera, humanista de cepa, incrédulo como un contertulio de D’Holbach, imbuido de filosofía crítica, conocedor de la indigencia filosófica y literaria de su tiempo, se alista en el moderantismo, a sabiendas de que hacerse “sartoriesco” es mancha imborrable. Castelar se eleva al humanitarismo conciliador, y su verbo amplifica el sentimiento de religiosidad que habita en su alma y la emoción estética ante la historia universal; a su modo, es providencialista, supliendo por la providencia personal la idea de progreso. Cánovas, menos filósofo, menos artista y sensible que los otros tres, es el talento pragmático que pretende aprovechar las lecciones de la historia española y los datos positivos de la sociedad en que vive.

Los cuatro denotan otros tantos modos de la mente española; prueban que la unidad de la generación anterior se había perdido, como la adhesión íntima a las instituciones y jerarquías en que estaban puestos. Siempre en disensión, trabaron polémicas ruidosas de que no queda ni memoria. Los cuatro representan la cumbre de los valores oficiales de España, en lo que afirman y en lo que niegan. En el Ateneo apenas circulaban otros. Cuarenta años más tarde, los mismos hombres, en lo sumo del poder o la celebridad, pueblan el olimpo de la restauración y apuran su vida en el Ateneo: sobre la restauración y el Ateneo pesa la mano de Cánovas. Su obra ¿les compensa la vida? Cánovas, político de realidades, ha creado el sistema más irreal de la historia española. La restauración proscribe el examen de las realidades del cuerpo español; no podía progresar dentro de sus líneas y se condenaba a la esterilidad; o si progresaba iba derecha a su propia destrucción. Cánovas lo sabía. Nadie ha tenido de los españoles peor opinión que Cánovas, y al caer fulminado como pertenecía a sus pretensiones de titán, llevándose quizá la convicción de que su patria no le había merecido, rodó también el fardo llevaba que a cuestas. […]

Ninguno acertó a poner en línea la conducta y el pensamiento, lo que era y lo que representaba. Cánovas, en el ápice del poder, quisiera ser gran prosista, crítico e historiador. Discernía fallos sobre escuelas literarias como pudiera repartir actas de la mayoría. Valera, no contento con su autoridad de escritor, ambicionaba ser ministro, ganar amigos, adquirir poder. Castelar quisiera ser novelista sin observación, e historiador sin método. Campoamor, más filósofo, tomaba el sol en el Retiro, viviendo sus Doloras, y oía misa los domingos por no oír a su mujer (en Ensayos, Alianza, 1982, vol. 1, pp. 217-219).

Quedémonos en Madrid. Los dos autores nos retratan la ciudad que fue escenario de toda su vida política, intelectual y también afectiva. Son dos fragmentos que bien representan dos diferentes estilos y visiones. Castelar dice de Madrid en Ricardo (cap. I: “Los vapores del vino y los vapores de la idea”):

Nuestro Madrid es pueblo esencialmente sobrio, y para persuadirse de que nuestro Madrid es pueblo esencialmente sobrio, no hay como pasearse por sus calles, y ver cuán desprovistas se hallan de aquellas fondas, de aquellas galerías, de aquellas tiendas por París esparcidas en abundancia, y que ofrecen al paladar toda suerte de licores y manjares.

En el año de 1866 todavía era menor el número de establecimientos consagrados a lo que pudiéramos llamar comida pública. Exceptuando las tabernas, con sus fríos pedazos de bacalao frito, y sus tortillas pertenecientes a la edad de piedra; los figones, donde los mozos de cuerda restauraban sus fuerzas, con aquella olla tan provista de tocino como desprovista de carne; las fondas de rúbrica, en su mayor parte inhabitables, Madrid no tenía más comedores oficiales que cierto salón de los entresuelos del Café Suizo, completamente abandonado del público; la casa de Lhardy, que de uvas a peras mostraba en su escaparate algunas cabezas de jabalí, como disponía en sus cocinas algunas comidas de encargo; y el llamado, a la francesa, restaurant de Farrugia, sito a la entrada de la Carrera de San Jerónimo, casi en la desembocadura de la Puerta del Sol, donde un aficionado al bien comer se arruinaba, por dar platos buenos a bajo precio, y por fiar demasiado en las pagaderas, más estrechas ciertamente que las tragaderas, de sus comensales y parroquianos.

Entonces, aunque el Café Español existía ya, y daba de comer en los cuartitos del callejón de Gitanos, todavía no se levantaban los salones de Fornos, que luego pasaron a socorrido asunto de arengas tribunicias y tema favorito de oposiciones políticas. Madrid mostraba su sobriedad histórica, que tanto disgusta a los extranjeros, y tanto cuadra a nuestro histórico carácter (en Ricardo. Historia de un corazón, 1877, vol. 1, pp. 1-2).

El Madrid de Azaña es ya una ciudad radicalmente moderna y contradictoria:

Madrid no me inspira una afición violenta. Si el amor propio de los madrileños no se irrita, añadiré que Madrid me parece incómodo, desapacible y, en la mayor parte de sus lugares, chabacano y feo. Es un poblachón mal construido, en el que se esboza una gran capital. Se apelmaza en unas costanillas, en unos derrumbaderos, en lo alto de unas colinas (yeso de Vallecas, guijarros puntiagudos, sol de justicia) y no se atreve a esparcirse, a salir de sí mismo. Su gran Coso (Prado-Castellana) es como una plaza de pueblo a la que baja Madrid a verse, a contemplarse; no le sirve para ir a parte alguna; la Avenida de la Libertad (así la llamaron unos concejales republicanos) desemboca, igual que otras avenidas madrileñas, en un rastrojo.

Más de un millón de cuerpos sudorosos se estruja en la angostura de estas calles, grita y se atropella, como infelices bestezuelas que se hubiesen dejado coger en una jaula sin salida. En Madrid lo único es el sol. La luz implacable descubre toda lacra y miseria, se abate sobre las cosas con tal furia que las incendia, las funde, las aniquila. Por el sol es Madrid una población para Jueves Santo o día del Corpus: suspensión del tráfico, tiendas cerradas, formaciones, pausados desfiles… (y en las casas, quitadas ya las esteras, está el comedor en fresca penumbra, con las maderas entornadas, hasta que las niñas vuelvan de la Castellana).

Madrid no me parece alegre, sino estruendoso. Madrid cambia menos de lo que se piensa. Cierra los ojos, lector: ¿qué ves al acordarte de la villa? La mole blanca de Palacio y unas torres y cúpulas bajas perfilándose en el azul, sobre las barrancadas amarillas que bajan al río y dominan el Paseo de los Melancólicos (en Ensayos, ob. cit., pp. 254-255)

Monumento a Castelar.

Cabría trazar muchas otras analogías, similitudes, paralelismos, coincidencias entre las dos vidas. Pero evitaremos el chismoteo y no hablaremos, por ejemplo, de la supuesta homosexualidad de los dos (curiosamente, una biografía recién publicada de Castelar dedica un capítulo entero a esta cuestión, mientras que ya en 1991 el hispanista Daniel Eisenberg trataba el asunto en un polémico artículo) o de otras intimidades meramente anecdóticas. Nos quedamos con lo que realmente cuenta: su obra y su palabra.

Para Castelar, España no puede dejar de ser católica.

Azaña y Castelar estuvieron hermanados por una ideología (la republicana), pero a la vez separados por una diferente manera de entender un mismo ideal. Es cierto que Azaña recuperó algunas de las ideas de Castelar, como la descentralización territorial compatible con un sentimiento nacional, la importancia de la educación como agente de cambio social, la idea de progreso, la defensa de la democracia… Pero el anticlericalismo de Azaña marca una profunda distancia con el catolicísimo Castelar.

Para Castelar, España no puede dejar de ser católica, porque precisamente la religión (y el arte) son, para él, el futuro, como defiende en su mencionado discurso de la Real Academia Española. Quizás sea esta una de las principales razones del ostracismo de Castelar (y que no sufrió Azaña) y su estruendosa ausencia en el panteón del republicanismo español (sintomático, al respecto, el título de una crónica aparecida en El País en febrero de 1994: “Te olvidaron, Castelar”).

 

 


EL AUTOR

https://i1.rgstatic.net/ii/profile.image/819416828764162-1572375604624_Q512/Davide-Mombelli.jpgDAVID MOMBELLI (1985) es doctor en Filosofía y Letras en la Universidad de Alicante (España). Es profesor asociado de Teoría de la Literatura y Estética literaria y colaborador docente en la asignatura de traducción y lengua italiana en la misma universidad.