Ana Alvea y el deslumbramiento instantáneo

Los libros publicados son hechos que demuestran que las palabras elegidas son las correctas. Es el caso de Ana Alvea, que va construyendo una trayectoria poética cada vez más firme y atrayente, como demuestra su último premio con La pared del caracol. Un galardón de justicia que sirve para repasar el universo de esta poeta que es también erudita en cuestiones literarias y una activa promotora de la escritura poética a través de sus talleres y tertulias.  
© ANA RECIO MIR                                                                                                        

Ana Alvea, licenciada en Derecho por la Universidad de Sevilla y en Teoría de la Literatura y Literatura comparada por la de Granada, ha llevado siempre el amor a la palabra y la afición a la poesía en su interior. Y fue en un recital hace unos doce años donde la escucharon Pedro Luis Ibáñez Lérida y Martín Lucía y le propusieron editar sus poemas. Así vio la luz, en 2010, Interiores, publicado en Ediciones en Huida, y tres años más tarde en la misma editorial Hallarme yo en el mundo, título que usa también para denominar su blog y expresivo título que constituye el sentido de la poesía primera de la autora: la palabra como un modo de ser y sentir la vida, de existir, como un nacimiento, como un ancla que la aferra y da sentido a su existencia.

De ese volumen leyó algunos poemas en diciembre de 2014 en un local tristemente desaparecido que se llamaba La gallina en el diván. Esa hermosa edición iba acompañada de bellísimas acuarelas de Diego Jesús Romero Jaime, su marido.

Los versos de Ana rezuman autenticidad, parten de sus propias experiencias vitales, pero la autora los urde de forma exquisita.

En 2017, nació Púrpura de cristal, en la prestigiosa Torremozas, una suerte de elegía a su madre cuna de callado amor que enfermó y tras su fallecimiento, pasado un tiempo de duelo, pudo escribir ese bellísimo libro y lo mismo sucede con el premiado La pared del caracol, dedicado a su padre, quien sembró en mí el amor a los libros, también desaparecido durante la escritura de esos versos.

Cuenta Ana en uno de sus poemas que ella y su progenitor se sentaban en un sillón, cada uno a leer su libro. Así descubrió a Proust, se identificó con el personaje de Jo, de Mujercitas, creado por Louise May Alcott, o descubrió a Tom Sawyer, pero también a Antonio Machado, a Cernuda o a Ángel González.

Precedido de un prólogo iluminador de Manuel Moya, La pared del caracol deslumbra desde la primera lectura. Este hermosísimo volumen sobresale por su riqueza léxica y simbólica, cincelada con la precisión de un orfebre y la delicadeza de un encaje de bolillo, por hacer palpable el optimismo de Ana Alvea, que se contagia al lector desde el primer momento.

La autora siente que hay una presencia superior que al ser humano se le escapa.

El 13 de marzo de 2020, el libro obtuvo el premio Ángel Martínez Baigorri del Ayuntamiento de Lodosa en Navarra, en su trigésima quinta edición, justo un día antes de que se iniciara el confinamiento, por lo que la autora no pudo acudir a recogerlo porque el acto de entrega del premio se suspendió. Mala suerte porque ya era hora de que a Ana Alvea le concedieran un premio de poesía. Y los que han recibido muchos, como José Antonio Ramírez Lozano, afirman que la recogida de premios es siempre algo muy grato, una fiesta en la que se conoce a nuevos poetas y el lugar de la entrega.

Por clarificar un poco ese originalísimo título, abordaremos someramente algunos de los símbolos del libro. Los primeros se encuentran en el nombre: el caracol y la pared. Y en ellos estuvo el embrión del mismo, porque la poeta había visto en un muro blanco del jardín de su casa un caracol que ascendía por él. Si el caracol, según Hans Biedermann, simboliza la sobriedad «porque lleva a cuestas todas sus pertenencias», aquí es un verdadero canto a la lentitud, a la morosidad de la existencia, al deseo de ser más paciente, al goce pleno de la vida colmado de un delicado intimismo, que, como en las Rimas de Bécquer, se intensifica a medida que avanza el poema: Igual que el caracol/ escala/pausado y lento/el blanco roto/ de la pared/ así quisiera mi paciencia/ en la vida/ en la escritura/contigo.

Y junto a él, la pared que el caracol escala, verbo que implica un obstáculo. Si la pared aquí va ligada a la dificultad del ascenso, que muy bien puede ser metáfora de las adversidades de la vida, en otros poemas, como el titulado ‘El muro’, que cierra la   sección, la más comprometida del libro, se convierte en elemento negativo que crece dentro del ser humano, lo divide y lo horada, lo separa de los otros y lo insensibiliza ante los males del mundo. Por eso, cuando las paredes caen por el discurrir temporal, se abre una puerta a la esperanza: Cuando las paredes baldeadas por el tiempo/ se derrumban ante los ojos/ dejan a la vista los arrabales/donde la vida se reinventa /y nos alumbra.

La jaula y los insectos son símbolos cargados de connotaciones negativas, ligados a la opresión y a la falta de libertad.

Decía Victor Hugo que La naturaleza es la gran lira/ y el poeta su arco divino. Y, en efecto, esto se evidencia en La pared del caracol, donde con mano maestra Alvea elige y pulsa diversos elementos naturales y los hace vibrar con afinado ritmo musical.

Así, si en el taoísmo la flor es símbolo de la más alta iluminación mística, aquí adquiere un hermoso y nuevo sentido en uno de los poemas más conmovedores del libro, el titulado ‘Marea negra’: la flor y la tierra son metáfora de la generosidad de su madre portadora del alimento y soporte de sus vástagos, de su esfuerzo por sacarlos adelante y testimonio de su delicado amor: La escena me recuerda a mi madre, /ella, inmensa y matriarcal, /flor que brotó de arenosas dunas/ y sustentó la vida de los suyos, /tierra firme y fértil donde enraizarse.

Los versos de Ana rezuman autenticidad, parten de sus propias experiencias vitales, pero la autora los urde de forma exquisita, los puebla de alegría y esperanza que implican enseguida a quien los lee. Si todo escritor queda al descubierto al escribir, Alvea, como los grandes poetas, desnuda su alma con la discreción de que siempre hace gala: sus experiencias personales se convierten en universales y conmueven y acarician los ojos de quienes se dejan envolver por la hermosísima marea de sus palabras.

Cuando las paredes caen por el discurrir temporal, se abre una puerta a la esperanza.

En sus versos, se despliega toda una filosofía de vida impregnada de un radical optimismo, que cristaliza en hermosísimas metáforas y cruces de sensaciones de sentidos distintos o sinestesias. En la definición que ofrece de su poética, se plasma la ternura de la autora: La poesía es un gorrión que acaricias para pensar su canto/ para sentir tu sed. Hay por tanto una proyección del yo hacia la música natural que revierte en el sujeto de la enunciación lírica y da de beber y alimenta a la poeta.

El mundo de lo onírico se liga a lo trascendente y a lo eterno en el símbolo del glaciar, por eso no se deshace a pesar de las dificultades de la existencia. El rico léxico de la naturaleza le permite a esta autora emparentar el mundo imaginario con los elementos naturales. Estos adquieren connotaciones positivas en esa constelación simbólica: así los sueños son maizales que crecen/ en las hondonadas de la roca o glaciares que profesan eternidad o el venero en paz/amamanta los tuétanos.

La jaula y los insectos son símbolos cargados de connotaciones negativas: de ellos se vale para denunciar la avaricia del dinero, la discriminación de la mujer, la condena a los homosexuales, el nazismo o la xenofobia. Por eso, los insectos se ligan a la opresión y a la falta de libertad y son en ‘La banalidad del mar’, uno de los textos clave del volumen, esos inquisidores que condenan todo lo que es distinto.

Según Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, «la luz y la oscuridad representan valores complementarios o alternantes de una evolución». Lo lumínico presenta una gran riqueza de sentidos. Si en el Extremo Oriente se vincula al conocimiento, en el Génesis supone la ordenación del caos. La luz, símbolo del ascenso en la poesía mística hacia la vía unitiva y la fusión con la divinidad, en La pared del caracol se personifica y se convierte en fuerza superior ligada al bien, un ente trascendente que se indigna ante la banalidad del mundo y su inconsistencia: Vivimos de soslayo/ si de frente mirásemos /veríamos la sublevación de la luz.

El caracol, según Hans Biedermann, simboliza la sobriedad «porque lleva a cuestas todas sus pertenencias».

Se diría que la autora, en este mundo acelerado y cada vez más violento en que vivimos, siente que hay una presencia superior, una luz que es esencial vinculada al bien pero que al ser humano se le escapa, deslumbrado, tal vez, por las atracciones mundanales.

El agua, que según Biedermann «vivifica y fecunda», y tiene tanto en el cultivo de Isis en el antiguo Egipto como en el cristianismo «un efecto purificador», es otro elemento que alcanza en este poemario una gran riqueza de sentidos: por un lado, es símbolo de la fertilidad que hace brotar la tierra, de la pasión por la existencia (por eso hay que dejar que se desborde intensa y nos asalte), pero también la enlaza la autora a las dificultades del vivir y a la firme voluntad de despertar con alegría ante la adversidad: Amanecer una mañana/ con la ilusión de entonces. /La piel impermeable/ a las goteras de la vida/ indemne a las torpezas del tiempo.

Leer La pared del caracol, en definitiva, es más que recomendable porque produce en quien lo lee, desde el primer momento, un deslumbramiento ante tanta belleza. Sobresale la nitidez de su mensaje, la cristalina música de sus versos, la rotunda llamada de atención ante el dolor, la apacible recreación de paisajes, experiencias y emociones compartidas. Poesía necesaria a la que la autora se aferra como el náufrago a una balsa, canto incendiado de amor a la vida, de pasión por la naturaleza, de denuncia de las injusticias y de la banalidad del mundo actual donde parece que la velocidad todo lo invade y queda poco espacio para la reflexión y el pensamiento crítico. Lírica íntima y solidaria, generosa y auténtica, siempre esperanzada.

Si es cierto lo que decía Pedro Salinas en su ensayo El defensor, cuando al referirse al ser humano indicaba que «es mejor cuando escribe que cuando habla», la afirmación es cierta y La pared del caracol da buena muestra de ello, aun cuando Ana Alvea ya es un excelente ser humano antes de empuñar la pluma.

La pared del caracol. Ana Isabel Alvea Sánchez. Ediciones en Huida, 2020.


LA AUTORA

ANA RECIO MIR es profesora de Lengua y Literatura en Sevilla. Se doctoró en Filología Hispánica en la Universidad hispalense en 1997 con una tesis sobre la poesía última de Juan Ramón Jiménez. En 1992 fue premiado su libro El cine, otra literatura por la Delegación de Educación de Huelva y la Asociación de Industrias Químicas y Básicas AIQB. Ha publicado los siguientes títulos: Juan Ramón Jiménez, el exilio y la piedra de Moguer (Fundación J.R.J, 2001) y Símbolos e imaginario último de Juan Ramón Jiménez (Diputación de Huelva, 2002). Es autora de la primera edición crítica de Bonanza del Nobel andaluz (Fundación J.R.J, 2000). En 2009 tradujo y adaptó para Anaya El corsario negro de Emilio Salgari. Ha trabajado en la película de Antonio Gonzalo La luz con el tiempo dentro (2015). Es coautora, entre otros, de los libros Miradas de mujer (1996), Ocho calas en la Literatura de la Generación del 98 (1999), y de la antología poética Una flor todavía (Fundación Cajasol, 2019).