«La mujer de arena», de Kôbô Ade

El autor se centra en la obra más kafkiana y desasosegante del escritor japonés Kôbô Ade, La mujer de arena, de gran simbolismo, que ofrece varias lecturas en clave de parábola y ese microscópico elemento como pesadilla de Sísifo. 
© SANTIAGO MARTÍNEZ BERMÚDEZ

La mujer de la arena (1962), del narrador y dramaturgo japonés Kôbô Ade (1924-1993) y recuperada por Siruela, es el relato de una pesadilla. Un hombre corriente, un humilde entomólogo que busca insectos raros, llega a una inhóspita región. Allí le obligan a vivir en un agujero. Le llevan a la trampa y él mismo se hunde en ella mediante una escala de difícil manejo. El agujero es amplio y soleado cuando no llueve. Demasiado soleado, es agobiante, es ardiente. Es un agujero móvil, en realidad un fondo rescatado a la arena que avanza. La arena protagoniza de manera obsesiva el relato. Hay que salvar esa casucha, pase lo que pase. ¿Por qué, si se trata un fenómeno inexorable? La arena amenaza con tragarse la casa, ya se ha tragado alguno de sus habitantes, el marido y el hijo pequeño de la única superviviente, la viuda que recibe al hombre corriente como apoyo para retirar arena poco a poco, día a día. Como tratar de vaciar el mar. ¿Merecía la pena arrostrar el peligro de muerte del marido y el niño?

Para el hombre corriente sumergido en la trampa, esta condena es una pesadilla. La arena que avanza, la convivencia con aquella mujer dócil, que considera, como sus paisanos, que hay que salvar el pueblo de la arena. Pero con la arena algunos comercian, aunque sea arena mezclada con la sal del mar inmediato. Si para el hombre aquello es una pesadilla, para la mujer es como vivir complacida en una jaula para pájaros que desconocen el vuelo. No hay escapatoria. En un momento dado, y con mucha astucia y preparativos, el hombre consigue huir. Mas tan astuta huida se ve frustrada después de una carrera que resulta una pesadilla dentro de la pesadilla. Pero, ¿acaso no viven esos campesinos, esa comunidad, ese pueblo, una pesadilla también de encierro? ¿Parábola de una vida de la que no se puede huir y que se vive como trampa y como desesperación? ¿Parábola del comunismo, tierra de promisión, campo de concentración? ¿Parábola del Japón que se vio encerrado por su élite en una secuencia de violencias que llevó a la crueldad, a la destrucción y, al final, al desastre? ¿Parábola de una confesión religiosa que te abre de par en par las puertas para que entres, pero de la que nunca puedes salir vivo (no me pidan detalles)? Se trata de una parábola con tal riqueza polisémica que la breve novela provoca, cuando menos, pura angustia de identificación.

Cubierta de Siruela

Cubierta de Siruela

De aquel pueblo han emigrado muchos y falta de mano de obra para resistir a la carcoma imparable de la arena, que aplastará todo antes o después. Hacen falta esclavos para la empecinada empresa de expulsar la arena, por mucho que se comprenda que esto es imposible (en el poblado no piensan así). Hay que reclutarlos en plena escasez, pero ahora la gente es libre, no son los tiempos del Intendente Sansho, ni siquiera del shogunato de los Tokugawa, que sometió a los nobles pero les dejó libertad de esclavizar; ni del Japón de la reforma Meiji, que tras la muerte del emperador se movió en una peligrosa dirección, el intento tenaz de convertir Japón en la potencia belicosa que reclamaba sus propias colonias asiáticas y su propio dominio sobre el Pacífico.

El final de la novela es sorprendente. El hombre se ha quedado solo, han evacuado a la mujer por una urgencia insoslayable. Acaso por descuido, han dejado la escala que es la única manera de salir del pozo. Sale el hombre, pero regresa. Había encontrado agua en el interior del agujero, una especie de hontanar limitado, pero suficiente para no sufrir la tortura de la ausencia de agua cuando no cumplían la mujer y él la cantidad estipulada de arena recogida, de manera que no suministrarles agua era el arma con que combatían cualquier intento de rebeldía (no recoger arena suficiente era una de ellas). Entonces, regresa. Desciende por esa escala que nunca tendrá la seguridad de que va a permanecer ahí. Es más, el primer día le había servido para meterse en la trampa; horas después, la habían retirado. ¿Acaso no lo quiere recordar? Ahora, al evacuar a la mujer, la han olvidado. Quién sabe si no la volverán a retirar de inmediato.

¿Parábola del Japón que se vio encerrado por su élite en una secuencia de violencias que llevó a la crueldad, a la destrucción y, al final, al desastre?

Mas él se dice a sí mismo que ya huirá, ya se marchará en otra ocasión. El hombre, ahora solo, y no sabemos por cuánto tiempo y si para siempre, ha asumido el papel para el que fue elegido alevosamente por los habitantes del poblado. Permanece allí, seguirá allí. Ya se irá, piensa él, cualquier día, cuando me parezca bien. Ha conseguido engañarse a sí mismo para quedarse allí. ¿Quién, qué lo ha conseguido?

Un hombre y una mujer todavía jóvenes en aquel agujero. Sí, hay momentos de intimidad sexual entre ellos, pero eso tiene poca importancia en la secuencia narrativa, aunque justifique la evacuación de ella hacia el final por un posible embarazo (considerado ‘extrauterino’). Por lo demás, era tan inevitable que hubiera sexo entre ellos que el narrador trata de no caer en lo demasiado obvio.

El poder de la arena impregna personajes, enseres, situaciones, acción (la poca pero tensa acción de este angustioso relato). La trasposición cinematográfica de Hiroshi Teshigahara, de 1964, inmediata a la publicación del libro, retrata con algo más que acierto el poder de la arena, pese a la dificultad que supone no poder retratar de manera continua la acción de la arena en la hundida vida cotidiana de los personajes. En el film de Teshigahara la arena avanza, se le destinan breves pero contundentes planos para verla avanzar, deslizarse, derrumbarse, enterrar vida. Pero también impregna los sudores de los personajes en su trabajo y, desde luego, en los momentos de deseo, trasladados magistralmente dentro de unas relaciones eróticas cuyo retrato era todavía tabú entonces, y que en el cine de Japón lo ha sido durante más tiempo que en otra parte.

Kôbô Ade

Kôbô Ade

La comunidad de pescadores que todavía dura, y que puede desaparecer en cualquier momento y dejar allí, en el pozo, al hombre y la mujer, defiende un imposible, una quimera que ni siquiera es deseable. Amar a tu aldea, ésa es la consigna que se convierte en creencia, y amarla supone apartar arena todos los días para que ésta no engulla la población. El caso del hombre corriente no es único. Ha habido otros secuestrados así, y alguno ha muerto, y alguno sobrevive en alguno de aquellos agujeros  formados por la arena y mantenidos por la resistencia de la esclavitud. Solo que alguien se lucra con la venta de la arena. Con lo cual, los que luchan contra el avance de la arena no son héroes, sino esclavos. Y el mercado de esclavos está tan vedado en esos días que es preciso acudir a lo que caiga, como ese despistado y algo fatuo hombre corriente que llega a esa región hostil en busca de cualquier especie de insecto desconocido que le proporcionará su pequeña gloria. El hombre tiene nombre en la novela, aunque se menciona pocas veces (se dice también al final, cuando se reproduce el acta judicial en que se le da por desaparecido). Es simplemente un hombre corriente, de esos que no van a ser buscados por una institución poderosa. La comunidad ha construido su propia legitimidad, basada en la locura de una supervivencia a medio plazo, imposible ante el avance de la arena.

La comunidad de pescadores que todavía dura, y que puede desaparecer en cualquier momento y dejar allí, en el pozo, al hombre y la mujer, defiende un imposible, una quimera que ni siquiera es deseable.

Una novela posterior de Kôbô Ade, El mapa calcinado (1967), podría considerarse como una consecuencia de La mujer de la arena. Al menos, en el arranque de la trama: un detective recibe el encargo de hallar a un hombre desaparecido. Pero la narración va por otro  camino, aunque se pueda identificar el cosmos propio de este espléndido escritor.

Podrían encontrarse antecedentes y hasta influencias. Kafka sería inevitable, como puede comprenderse por lo que llevamos escrito, mas también por el especial interés de Ade en el autor de El proceso. Pero hay que insistir en que Kôbô Ade atesora su propio cosmos, y que las pesadillas que descubrió y describió Kafka tienen otro origen. Ahora bien, es posible identificar como kafkiano un cuento que evoca el hombre corriente de La mujer de la arena en el capítulo XXI (todos los capítulos son breves) y que da mucho sentido a la narración. Me permito transcribirlo íntegro:

“Había un castillo. No, no era exactamente un castillo, podía haber sido cualquier otra cosa: una fábrica, un banco, una casa de juego, eso no importaba. De la misma manera, el guardián podía haber sido un cuidador o un guardaespaldas. Bien, lo cierto es que ese guardia jamás descuidó la vigilancia, siempre estaba listo para el ataque enemigo. Un día el esperado enemigo llegó. Ese era el momento, e hizo sonar la alarma. Sin embargo, extrañamente, ninguno de la tropa acudió; de más está decir que el guardia resultó derrotado fácilmente en el primer embate. A través de su conciencia que se apagaba, el guardia vio al enemigo pasar como el viento a través de los portales, las paredes, los edificios, sin que nadie lo detuviera. No, no el enemigo, sino el castillo, todo era de viento. El guardia, él solo, como un árbol seco en medio del campo abierto y desolado, había estado cuidando una ilusión”.

 

Kôbô Ade: La mujer de la arena. Traducción de Kazuya Sakai. Siruela, 2008.


EL AUTOR

SANTIAGO MARTIN BERMÚDEZ. Madrid, 1947. Dramaturgo, narrador, ensayista musical, de ópera y temas literarios. Premio Nacional de literatura dramática en 2006. Es presidente de Scherzo, revista de música y ópera, en la que escribe desde su fundación en 1985. Programas de música y ópera en Radio Clásica, de RNE. Conferencias sobre ópera. Otros premios: Lope de Vega, Unesco-Madrid, Enrique Llovet, El espectáculo teatral y algunos más, todos de teatro. Varios libros de narrativa y piezas teatrales. Autor de El siglo de Jenůfa, sobre ópera de la primera mitad del siglo XX; y de una amplia monografía sobre Stravinski.