La ciudad letrada a 20 años del siglo XXI. 5 | De la «electronalidad millennial» a lo corporativo

Nueva entrega de la reflexión que el autor viene abordando en República de las Letras sobre las consecuencias que sobre la «ciudad letrada» y en el mundo literario (y, más allá, cultural) está teniendo la nueva realidad tecnológica y la presencia de los millennials.
© MARTÍN RODRÍGUEZ-GAONA

Si la identidad generacional siempre se consideró relevante, quizá nunca haya tenido tanto interés como en el presente. Algo que se debe tanto a la importancia  que se le otorga a definir lo representativo –crucial por el componente mediado o vicario del entorno electrónico- como a que la propia noción de identidad ha sido rota, quebrada en mil pedazos, como un efecto colateral de la globalización desde la última década del siglo XX.

Los millennials, fuera de la alfabetización digital, se caracterizan por conformar una generación vapuleada por los efectos de la globalización y las crisis, a la cual se le ofrece como paliativo ese espacio de auto-gratificación instantánea que son las redes sociales: en ellas, lo emocional se impone a cualquier otro criterio, por lo que la popularidad arrasa con la calidad y lo discursivo. El sistema propone  a esta juventud la paradoja de que sean irrelevantes como individuos, pero comercializables como masa.

Como hemos mencionado previamente, la última fase de este proceso rectifica los inicios pretendidamente democratizadores de internet. Así, en la segunda década del nuevo siglo se ha  llegado a un punto en el que la minería de datos guía el diseño de un consumo corporativo, compartimentado y homogenizado, buscando su traslación a gustos de género o generación. De este modo el mainstream y las políticas identitarias coinciden como expresión de un consenso ideológico neoliberal, sea en su vertiente de la industria del entretenimiento o en la académica (con la contribución del proselitismo de los intelectuales internacionales formados en la universidad estadounidense).

Así, la producción simbólica millennial, como parte del simulacro de una democratización populista, goza paulatinamente de menos autonomía, pues cada vez está más diseñada y controlada, al punto de ser instrumentalizada globalmente por el mainstream y lo corporativo. La brecha digital como ruptura generacional se observa particularmente en el periodismo electrónico juvenil, desde donde se marcan tendencias, creando expectativas de consumo (el hype) o  prestigios aspiracionales. Esto promueve una internalización de valores, por la que cualquier expresión o actividad, para la mayor parte de millennials, debe encontrar su realización mediante la popularidad, la viralidad y el reconocimiento masivo.

El sistema propone  a esta juventud la paradoja de que sean irrelevantes como individuos, pero comercializables como masa.

En la literatura, esto se viene implementado gracias a una agresiva concentración mediática y editorial, la misma que consolida tendencias y discursos a través del poder otorgado a influencers (celebridades, modelos, editores y gestores de comunidades con un aura literaria), que representan ese puente demagógico en el que los seguidores y el público se unen (no ya como lectores, sino como seguidores y fans). Estamos frente a públicos objetivos manejados retóricamente a través de la demagogia (electrónica), con la cual se pretende unificar como entretenimiento tanto a la cultura audiovisual como a la escrita.

Tales condiciones promueven una literatura de obras eternamente incipientes, sin conciencia de proyecto ni solvencia estilística, escritas apresuradamente, muchas veces por encargo y corregidas por editores. Obras que, por supuesto, como productos editoriales, prescinden de la calidad, la historicidad de los géneros o la tradición, pues su valor primordial radica en la rentabilidad. De este modo, el libro impreso queda reducido a poco menos que un fetiche asociado a la celebridad.

El auge de influencers, instagramers y otras celebridades electrónicas exige que los escritores requieran ser avalados por sus seguidores y números de ventas a fin de poder publicar o tener visibilidad: es decir, la escritura propiamente dicha, asumida en términos formales o discursivos, pasa a un segundo plano. Quienes exhiban carisma, medianía, amabilidad y espectáculo serán preferidos por la cultura corporativa para representar a determinados nichos de consumo y/o potenciales electores masivos. Sí, en efecto: representar a lectores y también a electores, pues esto paulatinamente va teniendo un mayor calado tanto en la institucionalidad cultural como en la política. Ante el ocaso de los intelectuales y creadores independientes,  en la ciudad letrada se abre el riesgo de la inclusión de la poeta Disney, del columnista Netflix y de los tertulianos de Playz.  Se premia así el culto desmedido a la imagen y al éxito social, que deriva a menudo en actitudes antiéticas, como constatan el clickbait, las difamaciones, la cultura de la cancelación y otros elementos de la posverdad: todo aceptable si se asume como una estrategia de mercadotecnia personal.

Mas no debe olvidarse que fue la falta de permeabilidad y renovación de la ciudad letrada, sumada a un empeoramiento de sus condiciones económicas, la que ha obligado a muchos escritores jóvenes a desarrollar tácticas de posicionamiento -electrónico y editorial- con el fin de profesionalizarse. Es decir, la precariedad y la espectacularización del sistema promueven el auto branding, el aspirar a convertirse en una marca y en una figura pública. En cierto sentido, un todo o nada, ejecutado en tiempo real. Este anhelo es frecuente en el paso de la poesía a la novela: los escritores sienten como una exigencia llegar constantemente a más lectores. Dicha búsqueda de visibilidad  responde asimismo a que si bien muchos autores aceptan como algo imposible llegar a vivir de los libros, todavía aspiran a paliar algunos gastos mediante los llamados bolos literarios: conferencias, mesas redondas, lecturas, cursos, talleres, etc.

El auge de influencers, instagramers y otras celebridades electrónicas exige que los escritores requieran ser avalados por sus seguidores y números de ventas a fin de poder publicar o tener visibilidad

Lamentablemente, la incapacidad de desentrañar este entramado hace que algunas instancias institucionales, dirigidas por inmigrantes digitales, contribuyan a visibilizar y normalizar productos editoriales asimilándolos como literatura nueva, joven o emergente. De este modo, la poesía pop tardoadolescente ha pasado de la lista de los más vendidos a los exámenes de selectividad y los libros de texto.

Y dicha regresión se da, paradójicamente, en simultáneo con fenómenos positivos e inéditos, como el auge de la poesía femenina. Esta es la crisis de la ciudad letrada, bajo el asedio de lo electrónico, expresándose como un totum revolutum. En otros términos, desde la voracidad de la máquina editorial y corporativa, desde la superficialidad del entretenimiento y el predominio de la autorrepresentación narcisista, desde la incesante interactividad virtual,  se hace muy difícil exponer ideologías en términos discursivos, reflexionar, disentir o trascender lo emocional. La ambición artística y el pensamiento quedan varados en los márgenes, lo cual sólo puede producir, confusión, descontento y apatía. Creemos que algo similar se aprecia en la actual crisis del sistema político, con el incremento de la crispación y la polarización extrema.

En resumen, como oposición a los modelos de lectura individuales o ilustrados (con su proyecto emancipador que, aunque fallido, dio origen a la clase media y la sociedad de bienestar), la escritura desde las redes sociales propone el gregarismo de lo representativo, lo emocional y el entretenimiento, canalizando, incluso, la legítima disconformidad que caracteriza a la precariedad millennial (creada por el mismo modelo económico que les brinda hoy simulacros de rebeldía, para consuelo del precariado).

Entonces, en estos momentos, la industria editorial corporativa, en su afán por definir un mainstream, apoya al poeta o la poeta póster, que no crea pensamiento, sino que recoge discursos previos, consolidados o con una agenda, fundamentalmente del mundo anglosajón (siguiendo a la industria del entretenimiento o al entorno académico). Así, Rupi Kaur, una poeta menor dentro de la escritura canadiense contemporánea, se convierte, desde su manejo de las redes sociales, en un fenómeno editorial corporativo, apoyada por una multinacional como la CBS, siendo traducida por Elvira Sastre y reivindicada por Luna Miguel, autoras afines en sensibilidad y propuesta.

En este sentido, debemos recordar que una revista electrónica de tendencias como PlayGround, con un consumo sectorizado para una generación dentro del entorno electrónico, ha sido más influyente que los suplementos culturales tradicionales.  Pero debe tenerse en cuenta que, como conjunto, la generación millennial, que empezó con el optimismo del consumo hípster, transmuta hacia el precariado y la tardoadolescencia (ambos síntomas de su inviabilidad económica). Mientras tanto, la consolidación del estatus de celebridad, accesible y rentable para unas pocas figuras, hace que estos líderes de consumo se arroguen también el papel de portavoces políticos de los desposeídos o las minorías, con el beneplácito de muchos de sus seguidores, algunos por mera inconsciencia y otros por un abierto interés profesional: la posibilidad de acceder a una edición, a una reseña, a una colaboración, a una mención en un tweet (recordemos: el influencer básicamente se fotografía con un libro y eso le basta como preceptor de consumo). Se ha pasado así de la autonomía de la autogestión al clientelismo electrónico.

No obstante,  existe muy buena literatura entre los nativos digitales, pero se encuentra casi siempre fuera de los influencers y las comunidades poéticas posicionadas en el mercado, al no contar con el apoyo de la cultura corporativa. Formar parte del mainstream requiere, entonces, de la voluntad de autoinstituirse electrónicamente como una marca, lo que no es una opción compartida o posible, como resulta evidente, para la totalidad de poetas y escritores jóvenes del idioma.

Los «prosumidores» nativos digitales se nutren de ellos mismos, de lo que ven que tiene éxito en internet y, por consiguiente, se emulan, sea en prácticas, gestos o discursos

En consecuencia, aceptar alegremente un sistema postilustrado en lo cultural (como el que surge de la mayor parte de la producción simbólica prosumidora de internet), equivale a avalar la desarticulación total de la identidad tanto individual como colectiva. En este diseño, la democracia y la política sólo pueden ser un simulacro, una función más dentro de la civilización del espectáculo.

Sorprende la inconsciencia que sus principales protagonistas tienen sobre estas circunstancias: la falta de autocrítica y la autocomplacencia, aquella famosa piel fina de los millennials. La respuesta es sencilla: los «prosumidores» nativos digitales se nutren de ellos mismos, de lo que ven que tiene éxito en internet y, por consiguiente, se emulan, sea en prácticas, gestos o discursos. Sentirse parte de un star system, pese a sus filias y sus fobias, los lleva a despreciar o ignorar la tradición humanista o ilustrada, bajo el pretexto de un conflicto generacional o de género, pues se afirman en la compartimentación del consumo que propone lo corporativo (sea la cultura teen, lo millennial o las políticas identitarias). Es decir, viven en el eterno presente de lo virtual, donde su aceptación masiva e inmediata les hace creer que no existe una memoria cultural: todo lo que no tiene visibilidad en el entorno digital o carece de identidad electrónica es “viejuno”, “pollavieja” o no está “suficientemente deconstruido”.  Incluso desde la supuesta radicalidad de la militancia electrónica, no dejan de ser parte de la infantilización o disneylización de la cultura.

Foto de Mike en Pexels

Esto significa una deformación de lo democrático, como ya hemos visto, pero también de lo popular (asunto que requiere tenerse en cuenta, ahora que se reivindica una conciencia de clase). Lo popular en la modernidad era una aspiración espiritual y estética, una entre otras propias del romanticismo, como la libertad individual, la expresión del inconsciente y la búsqueda de lo absoluto. Con el paulatino y exponencial crecimiento demográfico a lo largo del siglo XX se impuso lo masivo y se invirtieron las tornas: singularizarse dejó de ser radical y adquirió un valor económico (se inició la especulación en torno a los artistas y sus obras). Así la pretensión del arte populista industrializado actualmente es satisfacer el gusto de las masas, por lo que el lenguaje se simplifica y se confía en la mercadotecnia. Ese es el proceso que ha llevado a algunas editoriales, antiguamente prestigiosas, a apoyar a los poetas pop tardoadolescentes.  Y muchos millennials lo avalan, como avalan, por mera simpatía, a los YouTubers emigrados a Andorra para evadir impuestos.

Para concluir: sostengo que la contribución de esta primera generación de poetas y escritores nativos digitales, más allá de sus propuestas literarias  -algunas muy válidas, aunque no las más visibles-, radica en una dinamización de la antigua ciudad letrada a través de lo electrónico: la creación de nuevas formas de autorrepresentación, de diálogo interdisciplinario, de creación de colectivos o autogestión. Esa es la aportación real y más duradera, que puede llegar a ser, incluso, importante, si logran sobrevivir a la homogenización y el centralismo de lo corporativo.


 

EL AUTOR

MARTÍN RODRÍGUEZ- GAONA (Lima, 1969) ha publicado los libros de poesía  Efectos personales (Ediciones de Los Lunes, 1993), Pista de baile (El Santo Oficio, 1997), Parque infantil (Pre-Textos, 2005) y Codex de los poderes y los encantos (Olifante, 2011) y Madrid, línea circular (La Oficina de Arte y Ediciones, 2013  / Premio de poesía Cáceres Patrimonio de la Humanidad), y el ensayo Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes (Caballo de Troya, 2010). Ha sido becario de creación de la Residencia de Estudiantes de 1999 a 2001, y desempeñó el cargo de coordinador del área literaria de esta institución hasta 2005. También ha obtenido la beca internacional de poesía Antonio Machado de Soria en 2010. Su obra como traductor de poesía norteamericana incluye versiones como Pirografía: Poemas 1957-1985 (Visor, 2003), una selección de los primeros diez libros de John Ashbery,  La sabiduría de las brujas de John Giorno (DVD, 2008), Lorcation de Brian Dedora (Visor, 2015) y A la manera de Lorca y otros poemas de Jack Spicer (Salto de Página, 2018). Como editor ha publicado libros para el Fondo de cultura Económica de México y la Residencia de Estudiantes de Madrid. Con su último libro, La lira de las masas, obtuvo el Premio Málaga de Ensayo 2019. Su último libro de poemas publicado: Motivos fuera del tiempo: las ruinas (Pre-Textos, 2020).