Delibes y Michel del Castillo: el hereje y el inquisidor | Centenario Miguel Delibes

El autor aborda un original y necesario acercamiento al paralelismo entre dos miradas sobre un mismo tema con idéntico fondo histórico: la de Miguel Delibes y la de Michel del Castillo. Herejía e inquisición sobre un crisol de época que abordan ambos autores en dos novelas aparecidas con un año de distancia hace hace casi un cuarto de siglo.
© ANTONIO ÁLVAREZ DE LA ROSA

A finales del siglo pasado, dos escritores que, en principio y por muchas razones, son muy diferentes, publican sendas novelas sobre un mismo tema y fondo histórico: Michel del Castillo, La Tunique d’infamie, ed. Fayard,1997; Miguel Delibes, El hereje, ed. Destino, 1998. Dos décadas más tarde, a la sombra del centenario del nacimiento del novelista vallisoletano, parece interesante no solo hacer un ejercicio de literatura comparada, sino analizar qué vínculos pueden unirlas desde la perspectiva de nuestro tiempo.

Una vez firmado el pacto de lectura y arrastrado luego por la fuerza de la escritura, uno navega por el siglo XVI de Delibes y solo regresa a las costas de su presente durante las pausas exigidas por los ojos cansados o por cualquier otra interrupción exógena. El resto del tiempo vive y deambula por aquel Valladolid y, en menor medida, por aquella Castilla apartada de los movimientos intelectuales que germinaban ya en Europa. La noche del 30 de octubre de 1517 nace Cipriano Salcedo, el futuro hereje, es decir, el mismo día que se hace pública la Reforma protestante. En un pasaje de la novela, cuando está a punto de ser captado por las ideas luteranas y en medio de una conversación con doña Leonor de Vivero, madre del célebre doctor Cazalla, Salcedo libera su pequeña complicidad y confiesa:¿Sabía vuesa merced que yo nací el mismo día que la Reforma (…) Quiero decir que yo nacía en Valladolid al mismo tiempo que Lutero estaba fijando sus tesis en la iglesia del castillo de Wittenberg”.

Antes de su llegada al mundo, ya había aparecido el Elogio de la locura de Erasmo y cuando Salcedo arde en la hoguera, Rabelais ha publicado casi toda la dinamita social que impregna su obra. Para leer los Essais de Montaigne habrá que esperar aún un par de décadas y casi medio siglo para que se publicara El Quijote, es decir para que aparecieran en los albores de la modernidad no solo una forma rompedora de narrar, sino la quintaesencia de la libertad, libre ya de ataduras sobrenaturales, la ficcionalización de la realidad que dice mucho más que la historia. Ese era, a muy grandes brochazos, el panorama del pensamiento en la Europa contemporánea del hereje Salcedo y del inquisidor Manrique. Solo con circular sobre la superficie, el lector de El Hereje contempla una ciudad y unas costumbres, una religiosidad fanatizada y una miseria creciente y maloliente. En esta obra Delibes no despliega ninguna tesis, no nos adoctrina. Tampoco hace un ejercicio de novela histórica, aunque todo lo que en ella se dice, fue. El poso que va dejando en el lector es el que segrega toda buena novela: desvelar la condición humana, la misma en esencia desde que nos bajamos del árbol.

En cambio, La Tunique d’infamie (El sambenito) como tantas otras obras de Michel del Castillo no traducida aún al español, es una novela autobiográfica veteada de ensayo antropológico, religioso, político y ético. Es una visión de la historia de España durante el periodo de la Contrarreforma, ya que el novelista francés, casi desde el actual presente del lector, conversa con don Manrique Gaspar del Río, doctor en Teología por la Universidad de Salamanca, obispo de Palencia y Juez del Consejo de la Suprema Inquisición. Con él y con sus circunstancias históricas. Es también un diálogo entre siglos muy alejados cronológicamente, pero cercanos, porque el lector puede comprobar en numerosas ocasiones aquello de que somos el único animal que tropieza no dos, sino repetidas veces en la misma piedra de su camino histórico.

Ambas obras, insisto, están publicadas casi al mismo tiempo. Otra cosa es su génesis creadora. Ignoraba el periodo de incubación en el caso del novelista vallisoletano, al parecer bastante largo por lo que comenta Elisa Delibes de Castro, la presidenta del Patronato de la Fundación Miguel Delibes, en el programa Imprescindibles, que le acaba de dedicar la 2 de TVE con motivo del centenario del nacimiento del autor de El Hereje. Desde luego, toda una década, en el caso de Michel del Castillo, según su propia confesión). Al leer la de Delibes se me quedó en el aire de la duda una pregunta que quizá, teniendo en cuenta lo bastante que ignoro de su obra, ni siquiera tenga razón de ser planteada. Con la del novelista francés lo tuve claro desde mi primera lectura: se trata de un texto más a la búsqueda de su identidad, otra muestra del puzzle autobiográfico que lleva construyendo desde hace seis décadas. La pregunta fue y sigue siendo: ¿por qué dos novelistas, tan formalmente alejados, fijan sus ojos creadores en el siglo XVI español? Esa es mi incógnita, producto quizá de tratar de ver más pies de los que el gato tiene por naturaleza. Sin embargo, me hormigonó la sospecha saber que Bartolomé Bennassar afirma que en 1963 la bibliografía de la Inquisición contaba con 1950 títulos y que treinta años más tarde el repertorio se había más que triplicado, superando las siete mil obras (L’Inquisition espagnole, XV-XIX, Hachette-Pluriel, Paris, 1994). Los caminos de la creación son bastante inescrutables, pero no creo que la intención del novelista castellano fuera ir a buscar en la España del siglo XVI las raíces de buena parte de la ideología totalitaria que tantos frutos ha dado posteriormente, no solo, por supuesto, en el siglo XX y en lo que va del XXI. Además de su constante preocupación por los entresijos del hombre, por sus pasiones e idealismos, es posible que para Delibes esa última novela tenga mucho que ver con el paisaje –tan determinante en sus novelas-, en este caso, con una especie de homenaje a la ciudad-matriz de su vida y de su obra, durante ese periodo tan esencial de la historia de Valladolid.

En el caso de Michel del Castillo no me parece disparatado pensar que su inmersión en ese siglo, el codearse narrativamente con el inquisidor Manrique, obedece a razones históricas, filosóficas, religiosas, antes que a un mero pretexto para recuperar la figura, tan conocida por otra parte, de Don Gaspar Manrique del Río (Dicho sea de paso, el inquisidor vivió en la época de Carlos V, medio siglo antes que su personaje novelesco). Michel del Castillo no solo ha escrito mucho sobre la historia de España (Entre otras obras, Le sortilège espagnol, 1996, y Andalucía, recién publicada por la editorial Renacimiento), son raros los libros en los que nuestros paisaje y paisanaje estén ausentes y, a partir de su propia biografía, real e inventada, no ha parado de indagar en los orígenes de sus orígenes, en procurar entender y conciliar la dualidad que supone ser un escritor francés y, por otra parte, su vertiente española, la búsqueda de sus raíces existenciales. Para la mejor comprensión de esa cierta esquizofrenia existencial en la que siempre se ha movido Michel del Castillo, daré un solo ejemplo. Su novela El crimen de los padres (ed. Ikusager, 2005) se abre con un aparente puñetazo de odio en el rostro del lector, con una especie de protesta unamuniana: No me gusta España, odio a los españoles”. Con ese introito, parece que entramos en una novela-vómito, en un ajuste de cuentas autobiográfico. No obstante, poco a poco, las dudas suavizan la piel del rencor: “Odio España y, pese a ello, opté por un apellido que, de lleno en la provocación, me delata como español”. (Hay que recordar que el novelista nació en Madrid, de madre española y padre francés. Con ella huye en marzo del 39, cinco o seis días antes de la entrada de Franco en la capital, y se dirigen a Marsella. En un acto de cobardía de consecuencias catastróficas para el niño, su padre, un pequeño-burgués que teme ser expulsado de su empresa en la Francia de los comienzos de los años cuarenta, denunció a su esposa por ser de izquierdas. Precipitó así su encierro en un campo de concentración y el posterior abandono de su hijo, que acabaría, de manos de la Cruz Roja internacional, en un colegio de jesuitas en Úbeda).

Además de en otras obras y siempre dentro de los límites de la autobiografía, el lector puede hallar retazos de esa vida tanto en Tanguy como en Calle de los archivos, ambas novelas publicadas también en la ed. Ikusager. Por si fuera poca la decisión biográfica de atarse a un apellido español, como saben sus miles de lectores en Francia, España está expuesta con crudeza en el escaparate de casi todas sus obras porque, insisto, son escasos los libros de Michel del Castillo en los que esté ausente nuestro país y sus gentes. Y es ahí, precisamente en la escritura y en la lengua, donde se concentran la búsqueda de sí mismo, la esencia del amor y del desamor.

Me parece necesario conocer el arreglo de cuentas autobiográfico para explicar el meollo de El sambenito. Al tratar de explicar su elección de la figura de un inquisidor, el propio Michel del Castillo lo dice con rotunda claridad: “Había vivido dentro de mí desde que nacía, a la espera del instante propicio para revelarse (…) Mis profundidades están bañadas por la hispanidad, unas veces negadas y otras exaltada. Ya no tengo edad para escaparme de ella”. Añadamos otra obsesión, también desencadenada seguramente por la peripecia vital que le supuso ser abandonado por su madre: la de conocer las entrañas del mal, la de analizar ese huevo de la serpiente que todos llevamos anidado en nuestro interior. Podremos tener así una cierta respuesta a las razones de su hermanamiento con Manrique. Algo similar había hecho anteriormente en un espléndido libro, mezcla de autobiografía, crítica literaria y ensayo filosófico, como es Mi hermano el idiota, también publicada en la editorial Ikusager. Más o menos la misma estructura narrativa, dialogando allí con el novelista Dostoievsky y aquí con el inquisidor, desdoblamiento creador, intento de encarnar las dos caras de la moneda humana, la luminosa y la sombría. En esta doble representación, y por caminos diferentes, es donde me parece que convergen los dos escritores, Delibes y Michel del Castillo.

Michel del Castillo

Me permito un pequeño remedo del título de una novela de Delibes para afirmar que la sombra de la Inquisición es tan alargada que cubre el mundo entero, la historia toda de los seres humanos desde que descubrimos el poder, o sea, desde siempre. Ahí está, creo, el meollo coincidente de las dos novelas, la similar descripción de una España ya autarquizada, alejada de la modernidad social, cultural e industrial. El novelista vallisoletano focaliza la historia sobre el personaje de Cipriano Salcedo, doctor en leyes y rico y avispado comerciante en cueros y vellones. Desde la percepción de quien –ignorante aún de la posterior cerrazón censora- lee con avidez los libros franceses y alemanes que le envían sus amigos del extranjero, observamos cómo “en Francia y Alemania apuntaban formas de asociación que en España todavía se desconocían, en las que no solo se asociaban los hombres, sino también los capitales para incrementar su poder. Incorporar Valladolid a la modernidad era una de sus aspiraciones íntimas”. Aquella Castilla y aquel Aragón que se limitaban a exportar a Flandes la lana  que, a su vez, regresaba transformada en alfombras y brocados, esa inacción que hoy llamaríamos, en la jerga neoliberal, desindustrialización o falta de competitividad, producida entonces porque el trabajo manual estaba proscrito en el código del honor, vuelve a aparecer en El sambenito cuando el viajero Michel del Castillo, a la búsqueda de la biografía de Manrique, recale en Soria y se aloje en el parador Antonio Machado. Desde allí, con el Duero a sus pies, ausculta la historia de España y subraya su desastroso pasado ecológico e industrial: “Los ejércitos estragadores de ovejas avanzaban, año tras año, hacia los montes cantábricos. Pacían los brotes jóvenes y acababan por desnudar esas tierras arrasadas por el miedo y la guerra. Lo que cabras y ovejas perdonaban, era calcinado por las llamas. Robles y encinas desaparecían, arrasada la hierba y saqueados los cultivos. Solo quedaba la roca, la osamenta de un país que, para sobrevivir, devoraba sus músculos. Esa trashumancia ruinosa se dirigía a Flandes cuyos talleros hilarían y peinarían la lana” (p. 49).

Miguel Delibes

Sobre esa base socioeconómica, sobre el creciente fanatismo religioso y la bunkerización ideológica se tejen estas dos historias individuales, la del hereje y la del inquisidor. Aunque el lector, como el cliente, siempre tenga la última palabra, en la novela de Delibes su intervención es más activa. Es él quien va modelando a los personajes según su propio parecer. Se encuentra ante una historia contada, en la medida de lo imposible, desde una perspectiva impasible, neutra. Ante los ojos de su imaginación, se desarrolla la vida de Cipriano Salcedo que acabaría siendo uno de los sesenta luteranos del doctor Cazalla que, en 1558, fue atrapado por las garras de la Inquisición y quemado vivo en la hoguera. Toda su biografía, desde la niñez desamparada hasta el trágico final, nos transmite un personaje bondadoso, inteligente, emprendedor, respetuoso con los demás, abierto a lo que no conoce y, sobre todo, un perdedor. El mismo Delibes así lo subraya cuando ha declarado: “Esto, creo, está por encima de los siglos, por encima del tiempo. Un perdedor de hace cinco siglos se parece mucho de tejas abajo a un perdedor de nuestro tiempo”. Y es ahí, en la última parte de la novela, cuando Salcedo se estrella contra la intolerancia, la vejación, la cárcel y la hoguera. Y es ahí también cuando se topa con la figura del inquisidor, con la Inquisición y con su formidable máquina de policía del Estado.

En ambas novelas hay dos perdedores. En la de Delibes, por supuesto, Salcedo es la víctima, torturada y quemada, destino final de un hereje. El sacrificado en la de Michel del Castillo ocupa la otra orilla, la de los que detentan el poder. Sin embargo, una vez rascado el barniz de la apariencia, el inquisidor Manrique se confiesa ante el narrador, cuenta el descubrimiento de la impureza de su linaje, reconoce el horror de su error pasado y acaba en el exilio voluntario, en su refugio en Brujas.

Volviendo a El sambenito y en medio de toda una prospección histórica y biográfica, se entabla esa dialéctica de altos vuelos entre el novelista y el inquisidor. Con la cuidada escritura de aparente sencillez, tan propia de Michel del Castillo, el lector es acompañado a una visita por la geografía de la maldad, a un denso recorrido por nuestra condición, por la de un inquisidor y sus circunstancias en el siglo XVI y, por supuesto, por una época tan preñada de infamia como la nuestra. Al mismo tiempo que el novelista levanta algunas capas de la cebolla de su individualidad, lo va haciendo con las de su país de origen. Por sobre los siglos y como respuesta a las críticas del narrador sobre las barbaridades de la Inquisición, sobre el fanatismo enquistado en aquella sociedad del siglo XVI, Manrique saca a la luz del diálogo las entrañas podridas de nuestra época, enfrentándonos con el nazismo, el estalinismo y sus múltiples herencias: ¿Te sorprenden mis palabras? Escúchate a ti mismo: ¿cuántos de tu especie parlanchina han echado incienso a los poderes que infligían suplicio no a miles, sino a millones? ¿Cuántos han aplaudido procesos trucados, más burdos que ninguno de los que nosotros hemos intentado? ¿Cuántos han escrito mentiras de las que casi se vanagloriaban, soltando sus extravíos con tranquila impudicia?”

En ese sentido, en la indagación de lo que pueda ser España más allá de la historia oficial cargada de tópicos, es un libro que se sitúa en la estela de Marcel Bataillon o en la de Bennassar. Más acá de la historia, esta novela encaja perfectamente en la coherente y ya larga lista de obras suyas bañadas por la duda ontológica. Después de haber leído casi toda su obra y de conocer lo real y lo inventado de su  biografía, creo poder afirmar que es casi un milagro existencial que Michel del Castillo no acabara siendo un enragé (enrabietado) religioso o ideológico, un ser humano que protege sus angustias detrás de los muros blindados de la religión o de la ideología, un cruzado en la tierra de los fanatismos varios que se resumen en uno solo: el abandono de la incertidumbre, la ignorancia del enigma  inagotable que encierra nuestra condición. Al contrario, es fácil observar en su obra la permanente observación del misterio terrenal que nos acompaña y que quizá pueda resumir citando una de sus reflexiones sobre el inquisidor: “Para tranquilizarnos, nos complacemos en ennegrecer a los torturadores. Si no pertenecen a la humanidad ordinaria, nos sentimos liberados de un fardo. Podemos creernos al abrigo de la peste. La verdad, sin embargo, es que los verdugos son hermanos nuestros que aman y sufren como nosotros. A veces, cultivan la poesía, les gusta la música, leen y meditan. Solo les diferencia su oficio”.

Nos sigue tranquilizando creer, en efecto, que los verdugos no pertenecen a la misma raza que nosotros. De hecho, a este tipo de conductas les ponemos la etiqueta de “inhumanas” en un vano intento de desalojarlas de nuestra condición. Desde la ficción y la reflexión, del Castillo dice, en el fondo, lo mismo que George Steiner en Lenguaje y silencio: “Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz. Decir que los lee sin entenderlos o que tiene mal oído, es una cretinez”.

Valladolid, en el tiempo de la acción de El Hereje.

Cada uno por un camino narrativo diferente, Delibes y Michel del Castillo construyeron dos novelas en las que radiografían la condición humana sin juzgarla, sin tomar partido por uno u otro de sus personajes. El ojo del novelista lo retiene todo en la retina creadora, el blanco, el negro y toda la gama de grises que nos caracteriza, lo grandioso y lo ignominioso que almacenamos. Uno, Delibes, lo expresa al final de su novela. Minervina Capa, la nodriza de Salcedo, es llamada a declarar por los inquisidores tras haber quemado a su niño, como ella le llamó siempre. Confiesa que lo que más le conmovió de sus últimos momentos fue el valor, ni una lágrima, ni una queja: “ella diría que Nuestro Señor le quiso hacer un favor ese día”. Ante el asombro de los interrogadores por la posibilidad de que Dios fuera misericordioso con un hereje, responde: “el ojo de Nuestro Señor no era de la misma condición que el de los humanos, el ojo de Nuestro Señor no reparaba en las apariencias, sino que iba directamente al corazón de los hombres, razón por la que nunca se equivocaba”. En el caso del inquisidor Manrique, descubrimos entre los repliegues del diálogo novelesco la inutilidad de juzgar. No es que, al final, sintamos aprecio por él, sino que acabamos sufriendo con él y, reflejados en ese espejo, con nosotros mismos. Dos certezas nos encogen el ánimo. La de que hay muchos Manrique, unos a cara descubierta y otros disfrazados, demasiados congéneres que solo esperan la luz y el calor necesarios para aparecer en el escenario de la infamia. La otra certeza, trágicamente confirmada por nuestra historia reciente, es la de que no existe un hombre nuevo –tentación que en el siglo XX nos condujo a dos de los más terribles totalitarismos-, de que solo existen seres humanos y, formando parte de ellos, herejes e inquisidores.


EL AUTOR

ANTONIO ÁLVAREZ DE LA ROSA. Catedrático de Filología Francesa(jubilado). Sus líneas de investigación: literatura francesa de los siglos XIX y XX, con especial dedicación a la obra de Flaubert y a su Correspondencia. Ha sido vicerrector de Extensión Universitaria de la Universidad de La Laguna y director de la Sede en Canarias de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. PRÓLOGOS: Entre otros, a Dinde, de Luis Feria; a La calle de los archivos, de Michel del Castillo; a El último día de un condenado, de Victor Hugo; a Los tres amores de Benigno Reyes, de John Antoine Nau; a El viaje a Tenerife, de André Breton; a El barranco de Nivaria Tejera; a Introducción a la literatura comparada de Alejandro Cioranescu; a Querida Maestra… (Mujeres en la Correspondencia de Flaubert). ARTÍCULOS. En revistas literarias o en suplementos culturales, sobre, entre otros escritores, Flaubert, Maupassant, Proust, Jules Verne, Breton, Michel del Castillo, Michel Tournier, Abdellatif Laâbi, etc. Cientos de artículos de opinión en diversos periódicos. Algunos de ellos recogidos en Sin conclusiones (Prólogo de Emilio Lledó, 1999) y en Una forma de pensar…, 2008. TRADUCCIONES de novelas y textos literarios de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Marcel Schwob, Gustave Le Rouge, John Antoine Nau, Jean Cocteau, Julien Gracq, Dominique Fernandez, J. P. Manchette, Echenoz, Alejandro Cioranescu, Michel del Castillo, Abdellatif Laâbi. Premio de Traducción «Rafael Cansinos Assens» (2010) otorgado por la Junta de Andalucía a la traducción de Querida Maestra… (Mujeres en la Correspondencia de Flaubert). (En prensa) Antología de la Correspondencia de Gustave Flaubert (Alianza Editorial, 2021).