El presente artículo, en el que el autor aborda una realidad compleja que afecta a la poesía española más jonven y a sus derivadas en el ámbito cultural, es el primero (*) de una serie de trabajos que Replública de las Letras irá publicando en los próximos meses. Dos décadas después del comienzo del tercer milenio conviene hacer balance y analizar la perspecitva futura.
© MARTÍN RODRÍGUEZ-GAONA
En un ya significativo recorrido de dos décadas, muchos de los valores y paradigmas del siglo XX han quedado definitivamente atrás. Una nueva realidad y una nueva sensibilidad se hacen palpables cotidianamente por influjo del entorno electrónico. Superado el optimismo democratizador de los primeros tiempos de internet, el poder de lo corporativo y lo global suscita constantes debates y enfrentamientos sobre los nacionalismos y las competencias idiomáticas, el neocolonialismo y las políticas identitarias, la precariedad laboral y la pauperización artística por exigencias del mercado (el fin del paradigma ilustrado y de la sociedad de bienestar). Inmersos en una crisis internacional —que es, ante todo, un cuestionamiento de modelos de representación—, se impone así un clima de agotamiento y confusión. No obstante, pese a múltiples indicios de desgaste, en el mundo de la producción simbólica persiste el largo predominio de la sensibilidad neorromántica —degradada a un mero simulacro masificador—, a través de propuestas mediáticas que contaminan, predominantemente de manera amateur, expresiones antes autónomas como el arte y las letras.
De este modo en España la producción literaria en su conjunto —y la poética en particular—, se ha visto afectada por inéditas formas de populismo relacionadas con los algoritmos y la interactividad electrónica. Esto es lo que he denominado como poesía pop tardoadolescente, una escritura amateur, primaria y sentimental que, por la confluencia de la interactividad electrónica y el apoyo de multinacionales de la edición, ha logrado no sólo constituirse en un inesperado fenómeno superventas, sino usurpar incluso un espacio importante en la institucionalidad cultural (la elección, en el contexto de la pandemia del Covid, de algunos de estos autores como representantes generacionales frente a la Casa Real y la polémica del último Premio Espasa de Poesía a un presunto comprador de bots —o seguidores virtuales fantasma—, son los últimos sonados episodios).
En España la producción literaria en su conjunto —y la poética en particular—, se ha visto afectada por inéditas formas de populismo
Evidentemente, la ciudad letrada –intentando aferrarse a nociones vagas como el universalismo, la tradición y la calidad— está en crisis. Y parte de la misma implica que en el campo literario persistan agentes cuya autoridad se basa aún en la nostalgia de tiempos de bonanza y privilegios, en cierta pretendida indiferencia, confiada en la asunción de que lo que no visualizamos no nos compete o no existe: la ilusión de que, de alguna manera, nuestra parcela de realidad quedará, suceda lo que suceda, inmune e intocada.
Mas el cambio de estética y de discurso que marca el inicio del milenio, fuera de los productos editoriales de la poesía pop tardoadolescente, tiene asimismo una larga manifestación dentro de la institucionalidad literaria. La paradoja del escritor como figura pública en la sociedad postindustrial lleva consolidándose, por lo menos, desde hace cuatro décadas y su auge, en España, coincide con el, hoy tan lejano, milagro económico (expresión de la globalización neoliberal que dio paso a la hegemonía de las multinacionales de la edición). Así, la mercadotecnia aplicada al mundo de las letras ha consolidado que, de cara al mainstream editorial, el discurso y lo formal sean menos significativos que el culto a la imagen y a la personalidad: la predominancia de los autores firma.
En esta línea, la publicidad corporativa promueve que se conozca el nombre de unos cuantos escritores (fundamentalmente narradores), aunque no se les haya leído, y esto se confunde con el reconocimiento o el prestigio, de una parte, y con ser un lector culto (o cool), al día literariamente, de la otra. Con dicho fin se ha llegado incluso, como se sabe, a reconvertir a periodistas televisivos y otras figuras mediáticas en novelistas (algo muy parecido a lo que hoy sucede con la autogestión y el posicionamiento de los influencers poéticos). Sin una adecuada visibilidad y/o el atractivo de la juventud, la belleza o lo polémico, pareciera que no cabría la posibilidad de un valor comercial, ni tampoco, muchas veces, el acceso a la edición por un mero criterio literario.
Resulta cada vez más imprescindible una ciudad letrada que sepa leer la cultura digital, sobre todo en un contexto como el posterior a la pandemia, que ha normalizado, intergeneracionalmente, el ejercicio de lo virtual-
En otras palabras, lo mediático y la institucionalidad cultural, paulatinamente, han ido sesgándose hacia lo mercantil, hasta consolidar un populismo mediático: la hegemonía corporativa de lo noticiable, lo espectacular y lo representativo, la cual puede prescindir de la calidad o la ambición artística. Lo literario, al perder peso formalmente, se ha ido convirtiendo, dentro de la lógica de la sociedad del consumo, en algo cercano a una representación, a una puesta en escena, a un simulacro cuya finalidad principal estaría en el entretenimiento y la rentabilidad. Este es el riesgo que representa la hegemonía de lo corporativo: transformar la ciudad letrada en una rama (menor) de la sociedad del espectáculo.
En este es el contexto en el que se gestó la generación millennial, la de los nativos digitales, con el agravante de que la irrupción de internet y las nuevas tecnologías ha alterado la lectura tradicional, solitaria y silenciosa. Así, la entelequia de un lector asiduo o ilustrado, que valoraba la memoria individual y colectiva, se ve amenazada por las multitareas digitales y la reducción de la concentración relacionadas con lo transmedial y el tiempo efímero de la oralidad electrónica. De este modo, siguiendo un modelo de éxito social definido por los medios masivos, la primera promoción de nativos digitales (desde Luna Miguel y sus comunidades virtuales hasta Marwan, Loreto Sesma y otros autores de la poesía pop tardadolescente), intentando cumplir con el espectáculo y con el requisito de una representatividad sectorizada, buscó asociar su autorrepresentación virtual como escritores con la vida de las celebridades mediáticas, con una cotidianidad plena de viajes, fiestas y escenarios de éxito social, incluso proponiendo a los poetas como parte de un star system.
Se ha llegado incluso a reconvertir a periodistas televisivos y otras figuras mediáticas en novelistas (algo muy parecido a lo que hoy sucede con la autogestión y el posicionamiento de los influencers poéticos).
Marcados desde la infancia por los modelos de las celebridades adolescentes y la telerrealidad (la Factoría Disney y Operación Triunfo), la idoneidad de una sensibilidad consumista y competitiva propició que el mercado le otorgara liderazgo y representatividad generacional a quienes se prestaron a vivir estas fantasías y exhibir tales rasgos como la puesta en escena de una “carrera poética” (antes de la publicación de libro alguno, incluso escribiendo poesía banal y deficiente). Es decir, la autopromoción virtual como un producto fue más relevante que el adquirir una formación y un oficio literario. Y es en esa función publicitaria de los influencers donde radica su vigencia: la capacidad de canalizar y manipular anhelos aspiracionales (la dinámica entre fans y seguidores). Mas aquel adquirido estatus de celebridad es particularmente perverso, pues lo que caracteriza a los millennials, como generación, es una precariedad económica derivada de la destrucción internacional de un bienestar que se consideraba inherente a la clase media. Así, la celebridad o influencer poética, al gozar de la aceptación del sistema mediático y editorial, capitaliza monetariamente la interactividad electrónica, llegando a establecer una red clientelar con otros escritores que buscan asociarse con ella y acceder a sus contactos o privilegios.
El influencer poético es, ante todo, un preceptor de consumo, un agente publicitario, primero de sí mismo y, luego, de los libros y proyectos editoriales con los que se involucra. De nuevo, no necesita la crítica, ni articular ningún discurso ilustrado, pues le basta con retratarse en un ambiente libresco o referirse a los autores desde la subjetividad de una falacia afectiva (como en la trivialización melodramática de las obras de Sylvia Plath y Ted Hughes). Así, buscando la masividad de lo representativo, lo que se comunica es un contenido previamente consensuado: lugares comunes o posiciones dicotómicas, sea amparándose en lo políticamente correcto o propiciando, irresponsablemente, un enfrentamiento generacional y social, muy peligroso en tiempos de extremas polarizaciones políticas. En esta última práctica, ejercida entre los seguidores de una red como Twitter, se expresa un rencor, sin matices ni especificaciones, hacia generaciones previas (la estigmatización de los boomers), apelando al sensacionalismo y la invectiva, buscando crear una agitación demagógica, una puesta en escena “irascible” o “rebelde”, con la que se busca visibilidad y el asumir un liderazgo para distintas causas y militancias.
Si la poesía está a punto de ingresar a lo mainstream por el impulso de lo corporativo (incluso sin filtros previos como el aval de la crítica o los premios literarios), esto solo será posible mediante la entronización de influencers, la cual requiere tanto una simplificación del lenguaje (como en la poesía pop tardoadolescente), como también de una homogenización de discursos (la instrumentalización de la política identitaria, que equivale a otra tendencia de consumo editorial como la Guerra Civil o la autoficción). Es por esto que en la actualidad se apela a un feminismo pop, iconográfico y gestual, sin ahondar en discursos, el cual es paradójicamente excluyente en su afán por la consolidación de un posicionamiento mediático.
Los millennials han usufructuado su óptima alfabetización digital durante más de una década, aprovechando una brecha generacional que les ha permitido capitalizar su identidad electrónica, hasta instalarse de forma privilegiada en el medio cultural.
Es decir, contradiciendo la sororidad y otras aparentes buenas intenciones, al arrogarse una representatividad virtual y luego mediática, el liderazgo influencer excluye a otras autoras, sean previas o contemporáneas (como aquellas que participaron en la comunidad virtual “La tribu: un cuarto propio compartido” o quienes realizan un trabajo largo y alternativo, como el de la editorial Torremozas). Una situación totalmente injusta en un momento en el que la pluralidad de nombres y propuestas es necesaria, sea como respuesta al crecimiento demográfico o como defensa de la bibliodiversidad frente a lo corporativo.
Es decir, los millennials han usufructuado su óptima alfabetización digital durante más de una década, aprovechando una brecha generacional que les ha permitido capitalizar su identidad electrónica, hasta instalarse de forma privilegiada en el medio cultural. Mas lo que ha demostrado un caso como el del Premio Espasa es que resulta cada vez más imprescindible una ciudad letrada que sepa leer la cultura digital, sobre todo en un contexto como el posterior a la pandemia, que ha normalizado, intergeneracionalmente, el ejercicio de lo virtual (mediante recitales, conferencias y seminarios). En estas, ya inminentes, ágoras y comunidades electrónicas tendrán relevancia lo performativo del tiempo real, pero también la memoria y la honestidad intelectual, pues de su ejercicio depende evitar que el circuito poético se haga parte de los simulacros electrónicos de una postverdad corporativa alimentada a través de la minería de datos.
Y, en gran medida, corresponde a los propios poetas nativos digitales involucrarse activamente en este proceso y rechazar tanto aquellas identidades tránsfugas en lo ideológico (el progresismo neoliberal) como la hegemonía de la sociedad del espectáculo que atenta contra la literatura artística y los principios ilustrados. Decidir si la poesía será cultura viva y patrimonio cultural o un producto de simple mercadotecnia.
(*) Los cuatro temas siguientes, derivados del título global, que abordará Martín Rodríguez-Gaona, en distintas entregas de la revista, son: 2) La crisis del lenguaje en el fin de siglo (y la postergación de los debates internacionales estético filosóficos) 3. El problema institucional: las autonomías, los premios y la cultura del evento. 4. La transformación de la industria editorial: las pequeñas editoriales independientes y el paso del populismo mediático al populismo electrónico. 5. Hacia la hegemonía electrónica de la generación millennial.
EL AUTOR
MARTÍN RODRÍGUEZ- GAONA (Lima, 1969) ha publicado los libros de poesía Efectos personales (Ediciones de Los Lunes, 1993), Pista de baile (El Santo Oficio, 1997), Parque infantil (Pre-Textos, 2005) y Codex de los poderes y los encantos (Olifante, 2011) y Madrid, línea circular (La Oficina de Arte y Ediciones, 2013 / Premio de poesía Cáceres Patrimonio de la Humanidad), y el ensayo Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes (Caballo de Troya, 2010). Ha sido becario de creación de la Residencia de Estudiantes de 1999 a 2001, y desempeñó el cargo de coordinador del área literaria de esta institución hasta 2005. También ha obtenido la beca internacional de poesía Antonio Machado de Soria en 2010. Su obra como traductor de poesía norteamericana incluye versiones como Pirografía: Poemas 1957-1985 (Visor, 2003), una selección de los primeros diez libros de John Ashbery, La sabiduría de las brujas de John Giorno (DVD, 2008), Lorcation de Brian Dedora (Visor, 2015) y A la manera de Lorca y otros poemas de Jack Spicer (Salto de Página, 2018). Como editor ha publicado libros para el Fondo de cultura Económica de México y la Residencia de Estudiantes de Madrid. Con su último libro, La lira de las masas, obtuvo el Premio Málaga de Ensayo 2019.