Hace poco más de cincuenta años, Raúl Guerra Garrido publicaba su novela Cacereño. Eran los últimos estertores del realismo social, pero Guerra Garrido dejó una obra que sería símbolo imperecedero -como lo son otras- de un tema y de un ciclo narrativo que tanto dio a la literatura. Ahora, después de algo más de medio siglo, la obra regresa con una frescura que los propios acontecimientos avalan.
© JOSÉ LUIS ESPARCIA
El año 1969, en España, fue frontera de tendencias literarias. La poesía experimentaba el embate rupturista de los “Novísimos”, y la narrativa, como ocurría con la poesía, veía diluirse el exangüe bagaje del realismo social, que muchos críticos, editores y, naturalmente, autores daban por acabado, asumiendo la tímida “apertura cultural” del régimen franquista como una oportunidad expresiva. Es el año del San Camilo, 1936, Camilo J. Cela, y una importante gota que colma un vaso en el que se ha bebido, entre otras muchas, de Pequeño teatro, Ana Mª Matute; El Jarama, Rafael Sánchez Ferlosio; Central eléctrica, Jesús López Pacheco; La piqueta, Antonio Ferres; La mina, Armando López Salinas; La zanja, Alfonso Grosso; Tiempo de silencio, Luis Martín Santos; o Hemos perdido el sol y Tierra para morir, Ángel Mª de Lera, sobre la emigración a Alemania y la interior respectivamente, que también abordará Cacereño, a la que algunos catalogan como la última del realismo social; en todo caso, sí una de las últimas.
Lleva Cacereño más de medio siglo indicando un camino (el problema no es solamente la obligación de emigrar, sino las consecuencias sobre la vida de las personas de esa obligación), como esta novela se orientó por caminos que le fueron indicados. Méritos diversos avalan su publicación en 1969, bajo el prestigio de la “Alfaguara” dirigida por los hermanos Cela, en un momento en que el enfoque social iba dando paso a una estética de contrastes, como Volverás a región, Juan Benet, 1967, que deja su cambio de dirección en el aire que respiraban los nuevos novelistas, en los que hay temas muy diversos, casos como Eduardo Tijeras, Cristóbal Zaragoza, Antonio Pereira, Francisco García Pavón, José María Guelbenzu, Francisco Umbral y de nuevo Benet con Una meditación, hasta que, en 1975, La verdad sobre el caso Savolta, Eduardo Mendoza, da carta de naturaleza a horizontes definitivamente nuevos.
Las vicisitudes de José Bajo, protagonista de la novela Cacereño, llevaban años extendiendo su reflejo en España, especialmente en las regiones más pobres; hoy, las vicisitudes adaptadas a los tiempos dan actualidad a aquel texto. Una actualidad marcada por esquemas que se repiten, por la conversión de la necesidad de un ser humano en negocio muy rentable o, a veces, simplemente negocio desesperado de otros seres humanos. Cacereño es tan actual como sus raíces, donde está el sueño perenne de tantos seres que el autor y sus brillantes armas narrativas han ayudado a pervivir. Por ello, conviene destacar que uno de los grandes valores de esta novela es haber sabido dar fidelidad al espíritu más extendido entre muchos españoles de los años cincuenta y sesenta: el del esfuerzo y la lucha contra dos enemigos que el franquismo sembró: el hambre material y el espiritual. Y esa fidelidad la contiene un gentilicio, que era el sello de los inmigrantes en Gipuzkoa, llegaran de donde llegaran: “cacereño”. Otras novelas anteriores habían explorado perfiles y situaciones similares a las que aquí se recogen, pero ninguna los había bautizado de forma tan certera y simbólica. Simbolismo que evolucionará a terrenos dramáticos y que Guerra Garrido representará con la dignidad y entereza que le caracterizan. Recuerda Fernando Aramburu que “Con Raúl Guerra Garrido entra en la literatura de calidad el relato de las víctimas de ETA”[1]. Sin olvidar cómo la censura franquista evita que en Cacereño aparezca el relato de una pintada nombrando a “ETA”. Después ya es otra historia que engrandece a Guerra Garrido.
Tomando las palabras de Mercè Rodoreda[2], “Una novela son palabras”, se puede explicar quién era Raúl Guerra Garrido cuando, al publicar esta novela, ya se había trasladado a Donosti y, a la vista de aquel río de “cacereños” y su vida cotidiana, plantó la pica de un compromiso social a través de la literatura, cuya ética ya no le abandonaría en su futura y batalladora vida de intelectual y ser humano transparente y generoso, por más que temas y formato narrativo fueran adoptando nuevas fórmulas. Su compromiso con las palabras se desarrolló en trincheras de gran dificultad, pero siempre con el objetivo comunicativo de no perder lo más noble del ser humano: la capacidad de compartir. Por ello, el espíritu de Cacereño, siendo fuente, impregna el devenir literario de Guerra Garrido. Novelas posteriores se llenan de personajes que han de vivir y sobrevivir con gran esfuerzo. No son vanos ni prehistóricos los pasajes en los que Pepe, el protagonista, sienta las bases de sus vicisitudes; en uno de los momentos de evidencias necesarias en la novela, alguien pregunta “¿Qué eres?”, a lo que Pepe responde sin pausa “Nada, mano de obra, carne de cañón”. Diálogo que resume la orientación temática y desvela el relato de situaciones que avanzan en la creatividad del autor sobre una creatividad traducida por los propios personajes en su connivencia con la realidad, que se resuelve en una de las más apreciables características de la novela: la capacidad infundida mediante lenguaje y trama de asociar al lector a una necesidad propia de desenlaces parciales que tiene y transmite el autor. Y dentro de esta gama de desenlaces parciales, los que simbolizan la vida identificable en sus distintas versiones de clase, adquieren uno de los mayores rangos de veracidad y universalidad contenidos en la novela de aquella España. Versiones de clase que tienen su otro símbolo en el consejo de administración de una gran empresa que aún conserva pavesas de aquel lema empresarial: “Negocio que no da para levantarse a las doce, no es negocio”; que evoluciona hacia “Señores, es norma general inclinarse por la maquinaria más cara con tal de que sea capaz de suprimir un pinche”. Así va destripando Guerra Garrido las trincheras de la inmigración a Gipuzkoa, que conforman el sustento argumental de seres que aman, son amados, odian y son odiados; soñadores que se sienten victoriosos o abatidos según el momento; vidas de funámbulo que la fluidez narrativa del autor pone a disposición del lector con el mérito del directo, de quien ha recorrido los lugares en el momento mismo del suceso, identificado las huellas, aunque después está su maestría para convertirlo en literario diferido. Trabajo que no evitó tener que corregir o suprimir texto de casi setenta páginas por mandato de la censura, que, según el autor, nada cambiaba “el sentido de la reivindicación, ni del estilo”[3].
Tomando las palabras de Mercè Rodoreda[2], “Una novela son palabras”, se puede explicar quién era Raúl Guerra Garrido cuando, al publicar esta novela, ya se había trasladado a Donosti y, a la vista de aquel río de “cacereños” y su vida cotidiana, plantó la pica de un compromiso social a través de la literatura, cuya ética ya no le abandonaría en su futura y batalladora vida de intelectual y ser humano transparente y generoso.
Y Baroja filtrándose por los poros de la generosidad de Raúl Guerra Garrido. Hay en esta novela ecos del escritor donostiarra, elegantemente personalizados por su autor en descripciones, situaciones o aproximaciones a rasgos humanos que el incipiente crecimiento del don narrativo de Guerra Garrido entonces convierte en la obra de arte personal que es. No puede recordarse a Raúl Guerra Garrido sin hacer alusión a su admirado y muy estudiado Don Pío.
Esta novela de un autor que tal vez no imaginó los futuros estados evolutivos de su obra, llega con la todopoderosa “Alfaguara” apostando por un tema que, sin ser exclusivamente original, sí era obligado en una España que se desangraba por muchas de sus arterias, y una de ellas pasaba por Torrecasar (Miajadas en la realidad), de donde sale Pepe (José Bajo), “el hijo del Nacarino” hacia Alemania a buscar, no fortuna sino simplemente el sustento y la dignidad esenciales que en su pueblo faltaban; a intentar dejar de ser un “lacayo”, sentencia el autor. De esta necesidad fluye un manantial que discurrió por toda clase de terrenos, pero que solo alguien tan hondamente convencido de sus obligaciones como escritor y de las consecuencias de dichas obligaciones como Raúl Guerra Garrido, es capaz de guiar a una desembocadura donde crece la fidelidad por una obra que, a pesar de las diferencias formales entre sus distintas etapas, la esencia del espíritu tan vital del que está impregnada, la convierte en seña de totalidad: de aprendizaje de vida y de compromiso ideal. Entre otras, Hipótesis, Lectura insólita del capital, Copenhague no existe, El año del wólfram, La carta, Tantos inocentes, La soledad del ángel de la guarda y Demolición, conforman un tapiz donde la trayectoria del lector contradice al propio autor firmante de un artículo en 1982 en el que sentenciaba: “La crítica es como la guerra, la mejor forma de salir victorioso es evitarla”[4]. No haberla evitado es uno de los secretos de que la narrativa de Raúl Guerra Garrido, y Cacereño también, conserven el alma joven, y se le pueda decir, adaptando la frase final de la novela: “Ongi etorri etxera, Cacereño”[5]
*Cacereño: 1ª edición: “Alfaguara”, 1969; última edición: AKAL Literaria, 2019.
[1] ARAMBURU, Fernando. Raúl Guerra Garrido, 2019 (VV.AA.), p. 43. Erein, 2019
[2] ETXENIKE, Luisa. Raúl Guerra Garrido, 2019 (VV.AA.), p. 69. Erein, 2019
[3] LARRAZ, Fernando; ÁLVAREZ, María; SUÁREZ, Cristina. Cacereño, p. 13(estudio introductorio). AKAL, 2019
[4] GUERRA GARRIDO, Raúl. La guerra carlista, en Camp del Arpa, nº 97, marzo 1982, p. 15
[5] Traducción: “Bienvenida a casa, Cacereño”
EL AUTOR
José Luis Esparcia nace en La Encina-Villena (Alicante), en 1956, y pasa años en Córdoba. Es autor, entre otros libros, de poesía: Septiembre, Ciudades, A Córdoba, Diario de abril; novela: La austeridad de los Sánchez; ensayo: Zubia: poesía y legado; Dos poetas del corazón; La universalidad andaluza en la poesía de Antonio Hernández; historia: Historia de La Encina y su estación; Historia del sindicato ferroviario de CCOO; recopilador e introductor de Los sueños, el amor, las intenciones (obra completa de Carlos Álvarez); colaborador en periódicos y revistas; conferenciante en España y otros países.