El paisaje como sentimiento en Pío Baroja

Reflexión sobre la importancia del espacio en la obra de uno de los narradores más importantes de nuestro Siglo XX. Sobre cómo su mirada sobre el paisaje modifica los sentimientos de los personajes.
© LUIS ESPEJO-SAAVEDRA SANTA EUGENIA

A pesar de que Pío Baroja nunca quiso considerarse dentro de grupo alguno, dado su inveterado y afamado carácter individualista  que, por supuesto, iba a extender a la llamada  generación del 98, rechazando, así, el esfuerzo de su amigo Azorín por dar forma a un grupo de escritores en cuanto a determinadas circunstancias comunes a todos, como el nacimiento en la periferia peninsular, la proximidad en la edad, la contemplación de la decadente realidad del país, desastres de ultramar incluidos, y,  sobre todo, las que van a afectar a la materia literaria en sí, el paisaje, la historia y la literatura, con la pretensión de buscar la esencia de España a través de ellas, tuvo que reconocer la importancia del paisaje en la obra literaria, e, incluso, llegando a considerarlo como algo consustancial al sentimiento del autor: «La descripción, como muchas formas literarias, ha nacido de la necesidad de poner la naturaleza de fondo a la vida del hombre»[1]

«Pío Baroja caminando». Grabado de Ricardo Baroja Nessi

Que el paisaje, además,  ha servido a lo largo de la literatura de todos los tiempos para definir —aparte de hacerlo los temas— movimientos literarios, grupos generacionales y escritores sin adscripción —como es el caso de Baroja, por autoexclusión— es una realidad incuestionable. Esta importancia la constata, precisamente, José Martínez Ruiz en La voluntad, en 1902, por boca del Maestro Yuste, anarquista aquejado de la obsesión azoriniana, del paso del tiempo y de la muerte, quien proclama que el paisaje y la naturaleza son elementos claves para valorar al artista, que lo será más cuanto más interprete el sentimiento de estos rasgos.

Este sentir del escritor hay que analizarlo en la manera de proyectarse en los personajes y ver qué clase de influencia ejerce sobre ellos, al tiempo que se debe observar qué importancia real tiene todo ello, en sí mismo, para el escritor y para el desarrollo de la materia narrada.

Un ejemplo, casi sin comparación, de la importancia de lo paisajístico en la literatura española lo hallamos en la ciudad de Vetusta (Oviedo), a la que Clarín, en un proceso de antropomorfismo, la convierte en otro personaje más de La Regenta

Al leer que «La heroica ciudad dormía la siesta» observamos que se recrea un clima de total identificación entre la urbe y su ambiente social que, como sabemos, está lleno de desidia y abulia, caldo de cultivo para un mundo mezquino, repleto de prejuicios e hipocresía.

El Romanticismo proyecta una visión del paisaje  y la naturaleza de acuerdo con el estado de ánimo y espíritu del artista. Por el contrario, en el Naturalismo el hombre es mediatizado por la naturaleza.

Esta dualidad  ha propiciado una visión igualmente contrapuesta de la crítica sobre la influencia, determinista o no, del entorno físico en los protagonistas de las obras literarias.

Inicio de la versión cinematográfica de «La busca»

Pío Baroja, por ejemplo, se acerca al Madrid de la trilogía de La lucha por la vida con un gran interés por comprender el porqué —y explicárnoslo— de la gran marginalidad, pobreza y desencanto, concluyendo que un fuerte y descontrolado desarrollo industrial, que se estaba produciendo en Europa a principios del siglo XX, está en el origen de tanta desigualdad social. Para Carmen del Moral, Baroja se aproxima a esta realidad urbana madrileña, «la contempla, la examina, la describe, en un intento de explicarla y comprenderla. Sus descripciones de las corralas madrileñas, los golfos, las prostitutas…tienen casi fuerza de alegato»,[2] lo que no ocurre en otros compañeros de generación, que muestran menos interés por lo urbano. Unamuno no se interesa por la ciudad; Azorín se fija en aspectos descriptivos, pero no en la nueva y cambiante ciudad, Ramiro de Maeztu la rechaza, y Valle-Inclán, en fin, se fija en una bohemia de autores fracasados.

Esta visión dual de influencia recíproca entre los ambientes y el autor, en Baroja se proyecta en ambos sentidos, sobre la que se extiende una característica indeleble durante toda la obra, y es la preferencia del donostiarra por los ambientes y paisajes cargados de nostalgia, otoñales, lluviosos, llenos de melancolía y tristeza decantándose por los cuadros paisajísticos lluviosos y brumosos. No en vano don Pío se proclamaba ferviente admirador de lo vasco, en España, y de lo norteño en Europa, —preferencia que extiende, además, a cuestiones políticas, sociológicas y raciales—. A Baroja la luz le molestaba, sentía un profundo rechazo por la fuerte luminosidad mediterránea, y esto, en algunas ocasiones, va asociado a un sentimiento general de malestar, que se ha querido relacionar con reminiscencias barojianas románticas  en cuanto a la fusión de paisaje y estado de ánimo de los personajes, de lo que tenemos numerosos ejemplos que jalonan toda su producción. Veamos las impresiones que causa en Camino de perfección  Yécora, pueblo que en la novela aparece como un personaje más, y que, con toda seguridad, se trata del pueblo murciano de Yecla, por el que Fernando Ossorio arrastra su pesimismo y neurosis enfermizos:[3]

«Se respira en la ciudad un ambiente hostil a todo lo que  sea expansión, elevación de espíritu, simpatía humana. El arte ha huido de Yécora, dejándolo en medio de sus campos que rodean montes desnudos, al pie de una roca calcinada por el sol, sufriendo las inclemencias de un suelo africano que vierte torrentes de luz sobre las casas enjalbegadas, blancas, de un color agrio y doloroso, sobre las calles rectas y monótonas y sus caminos polvorientos.»[4]

Líneas después incide en su despego del paisaje meridional, ahora concretado en la geografía valenciana:

«Dolores y yo nos entendemos; siempre estamos regañando: Yo le digo que estos pueblos valencianos no me gustan: blanco y azul; yeso y añil, no se ve más, todo limpio, todo inundado de sol, pero sin gracia, sin arte.»[5]

El Romanticismo proyecta una visión del paisaje  y la naturaleza de acuerdo con el estado de ánimo y espíritu del artista. Por el contrario, en el Naturalismo el hombre es mediatizado por la naturaleza.

Testimonios parecidos deja en sus memorias cuando recuerda discusiones con pintores conocidos mediterráneos y su coincidencia con los gustos del pintor barcelonés Joaquín Mir:

«Algunos de los pintores, que no recuerdo ahora quiénes eran, defendían la tesis de que había que pintar a pleno sol, buscando hacer esto de una manera tan realista que la pintura hiciera hasta daño en los ojos […]».

«Mir y yo éramos contrarios a esta teoría. Antiheliófilos. Yo decía que una obra que hiciera daño a la vista no podía ser más que desagradable, y Mir aseguraba que en las comarcas de mucho sol había que pintar en las primeras horas de la mañana y en las últimas de la tarde […]».

«Los dos afirmábamos que la luz fuerte del sol no era bonita.»[6]

Estas reflexiones sobre la estética del paisaje unida a la pintura lo llevan a la confrontación con Ramón y Cajal  —miembro del tribunal de su tesis doctoral  El dolor. Estudio de psico-física— quien atacaba, con sarcasmo, a los que preferían los paisajes del norte y despreciaban «la poesía permanente del gris, del amarillo, del pardo y del azul»[7], en una clara acometida a los gustos barojianos. Pero nuestro autor replica —incluyendo sus obsesiones judías— que el gusto del gris y del pardo «es un gusto semítico de gentes del desierto».[8]Para el escritor donostiarra, los grandes coloristas, como el veneciano Tintoretto, no han sido de tierras pardas y grises, sino de lugares de lluvias y nieblas, aunque la polémica con el profesor de histología y patología se ve  suavizada al final, a la manera barojiana, incluido el matiz humorístico:

«Yo no digo que el gris y el amarillo de las tierras polvorientas y áridas no pueda tener belleza melancólica a ciertas horas del día; pero, en general, son feas. Hay que tener el sentido del grillo o del saltamontes para creer en su belleza».

«Así, se ve que en los países de Europa de luz fuerte y violenta, de tierra seca, la pintura es principalmente de interiores. En cambio, en los países en donde el campo es verde, jugoso y florido en primavera, la pintura del exterior tiene más importancia[9]».

Pío Baroja paseando por el Retiro     

Con esta preferencia, por pura coherencia sentimental, tenía que ser el otoño la época del año que más placentera sensación produjese en nuestro hombre. El otoño es la estación más agradable en el campo y la ciudad, que provoca cierta relajación después de los sofocos estivales. Para Baroja, el otoño es admirable, «es una dama aventurera saciada de amores y de frutos».[10]

Ya en su obra primeriza, Vidas sombrías, escrita en 1900, consistente en una recopilación de cuentos, la mayoría escritos con anterioridad —algunos de ellos con los títulos cambiados— en diarios y revistas, que tiene como hilo común a todos la  visión schopenhaueriana, que anidaba en el escritor, de que la vida es, básicamente, dolor. El novelista llena de este ambiente gris y melancólico, tan querido por él, relatos como Mari Belcha, Los panaderos, Playa de otoño, El carbonero, Noche de médico, etc.

Al igual que con su obra inicial, ocurre con la que podríamos definir su obra casi de cierre de su vida literaria Canciones del suburbio, escrita en 1940, pero publicada en 1944., conjunto de poemas arromanzados  —excepto algunas décimas— donde la mezcla del tiempo que se acaba, la frustración, tristeza y fracaso existencial barojianos llegan al culmen, expresado en el propio título con la metáfora ‘suburbio’, que es en lo que se había convertido su vida y una España decadente. Quizá, un buen ejemplo de esa indisolubilidad entre paisaje y estado de ánimo[11] lo tengamos en el romance «Jardín de Luxemburgo» (Impresiones de París, XVII):

«Día otoñal de París
de poca luz y color,
día oscuro, día gris,
romántico, soñador.

El viento arrastra la hoja
por el suelo del jardín
y canta triste congoja
en su mágico violín.

[…]

brumas, tristezas, dolores
del otoño parisién,
son mágicos esplendores
en los versos de Verlaine.»[12]

O en este otro, del Retiro madrileño, donde las sensaciones son idénticas a las del parque parisiense:

«Esas tardes del Retiro,
en pleno mes de noviembre,
me dan la impresión romántica
de un mundo que desfallece.

El sol brilla entre los árboles
y en el cielo de Poniente
nubes sangrientas avanzan
con resplandores de muerte;
las nubes amarillentas
de las ramas se desprenden
y corren por los paseos
del parque furiosamente.»[13]

Para el escritor donostiarra, los grandes coloristas, como el veneciano Tintoretto, no han sido de tierras pardas y grises, sino de lugares de lluvias y nieblas

Para Soledad Puértolas, el entorno de la ciudad es fundamental en los personajes, y en la novela La busca, adquiere carácter de protagonismo. Baroja siente atracción por estos lugares marginales y de pobreza. Es —escribe la escritora—, como si don  Pio sintiera la necesidad de reflejar tanta miseria ante él.[14]

La autora de Queda la noche, se fija en el lirismo  —extensivo, indistintamente, a las otras dos novelas de la trilogía de La lucha por la vida: Mala hierba y Aurora roja— que irradia el cielo barojiano como contraste balsámico y esperanzador ante tanto dolor[15]: «Baroja nunca deja de mirar al cielo, y toma el papel de «mudo testigo de tanta miseria».[16] Esta existencia miserable «contrasta con la belleza de la  naturaleza, con la luz y los delicados colores que el cielo proyecta y derrama sobre la tierra. El contraste entre lo feo y lo bello, lo miserable y lo grandioso (lo poético) está siempre en Baroja».[17]

Veamos uno de los amaneceres presenciados por Manuel Alcázar en el inicio de una jornada más en su vida:

«Madrid, plano, blanquecino, bañado por la humedad, brotaba de la noche con sus tejados que cortaban un línea recta en el cielo; sus torrecilla, sus altas chimeneas de fábrica y, en el silencio del amanecer, el pueblo y el paisaje lejano tenían algo de irreal y de inmóvil de una pintura.»

«Clareaba más el cielo, azuleando poco a poco. Se destacaban ya de un modo preciso las casas nuevas, blancas; las medianerías altas de ladrillo […]»

«Fuera del pueblo, a lo lejos, se extendía la llanura madrileña en suaves ondulaciones, por donde nadaban las neblinas al amanecer.[18]»

Por el contrario, en Mala hierba, Manuel, en ese deambular diario que acompaña a su incierta vida, sale a buscar a su amigo Vidal y se sumerge en un Madrid desierto, en el que, esta vez, es la noche la que empieza a cubrirlo todo:

«Obscureció muy pronto Madrid, cubierto de nieve, estaba deshabitado; la plaza de Oriente tenía un aspecto irracional, de algo como de decoración de teatro; los reyes de piedra mostraban hermosas manitas blancas; la estatua del centro de la plaza se destacaba gallardamente sobre el cielo gris. Desde el Viaducto veíanse extensiones blancas. Hacia Madrid, un amontonamiento de casas amarillentas, y de tejados negros, y de torres perfiladas en el cielo lactescente, enrojecido por una irradiación luminosa.»[19]

Costa cantábrica

Baroja escribió una tetralogía sobre el mar, elemento físico propicio para el desarrollo de tramas aventureras por lo que supone de peligrosidad, misterio e inestabilidad, a lo que hay que unir el sentimiento de libertad —deudor de cierto  sentimentalismo, de origen romántico, del que el donostiarra no pudo ni quiso desprenderse— que provoca que el mundo marino le resultara el más atrayente, sin obviar su condición de vasco.

¿Qué significaba para nuestro personaje el mar? Hay que tener en cuenta que la ciudad la conocía por su experiencia directa. El Madrid de la burguesía de la marginalidad y del extrarradio se lo había recorrido en todas direcciones, lo ha vivido intensamente. El mar, por el contrario, lo conoce a través de las lecturas, que lo son constantes, casi de manera obsesiva, seguramente por ese instinto vasco que llevaba en la sangre. Si exceptuamos  los paisajes napolitanos de El laberinto de las sirenas, Baroja no conoció los paisajes marinos por los que se desarrollan algunos relatos. El escritor no estuvo, por ejemplo, en Cuba, donde se sitúan La estrella del capitán Chimista y Los pilotos de altura, ni tampoco pisó el continente americano, a pesar del intento de Ángel Establier, director del colegio de España en París.

En las novelas del mar el paisaje y el estado de ánimo también van unidos. Los cuadros marinos son siempre realizados desde el ánimo y el sentimiento del escritor:

«El comenzar de la tarde fue sofocante; el sol derramaba una lluvia de fuego, el mar se extendía tranquilo, apenas rizado, sin más olas que algunas pequeñas ondulaciones, con la respiración rítmica de un buen monstruo dormido, el agua soñolienta reflejaba la costa con todos sus detalles en la claridad de aquella tarde perezosa y espléndida. Yo miraba estas aguas sin pensamiento, con una vaga tristeza.»[20]

 

[1] Pío Baroja, «La intuición y el estilo» [Madrid, 1948], Desde la última vuelta del camino II, ahora en O. C., vol. II, Editorial Galaxia- Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, p. 510.

[Toda referencia a las obras completas que sigue aparecerá por esta edición, que fue realizada en Barcelona entre 1997 y 1999, 1ª edición,  indicándose título del volumen, número de este y página. Por otra parte, el lugar y el año de la primera publicación, que se señala entre corchetes, son tomados de Notas a la edición, de Juan Carlos Ara Torralba, de esta misma colección].

[2] Carmen del Moral Ruiz, «Pío Baroja y Madrid», en Lecturas y diálogos en torno a Pío Baroja, Antonio Regalado y José Lasaga (eds.), Madrid, CSIC (ARBOR), 2011, p. 73.

Para estudiar el urbanismo y la vida del Madrid barojiano de La busca, es fundamental el trabajo de la autora El Madrid de Pío Baroja, Madrid, Ediciones Sílex, 2001, nueva edición del que publicó con el título La sociedad madrileña fin de siglo y Baroja, Madrid, Ediciones Turner, 1974, libro que fue parte de su tesis doctoral.

[3] El escritor utiliza, en ocasiones, nombres ficticios de lugares  reales  perfectamente localizados, uso que suele llevar a cabo en relatos de la tierra vasca. Así, Monleón (El cura de Monleón) es Mondragón; Pamplona tiene el nombre de Villazar (La sensualidad pervertida); Labraz es el pueblo de Laguardia (El mayorazgo de Labraz y El aprendiz de conspirador); la localidad franco francesa de San Juan de Pie de Puerto aparece como Urbía (Zalacaín el aventurero). (Nota del autor).

[4] Camino de perfección [Madrid, 1902], ahora en Trilogías I, O. C., vol. VI, p. 930.

[5] Ibíd., p. 971.

[6]«Galería de tipos de la época» Desde la última vuelta del camino. Memorias II [Madrid, 1947], ahora en O. C., vol. II, pp. 213-214.

[7] Ibíd., p. 259.

[8] Ibíd.

[9] Ibíd.

[10] Las horas solitarias. (Notas de un aprendiz de psicólogo» [Madrid, 1918], ahora en Ensayos I, O. C., vol. XIII, p. 629.

[12] Canciones del suburbio [Madrid, 1944], ahora en Narraciones, teatro, poesía, O. C., vol. XII, pp. 1392-1393.

[13] «Paseo del Retiro» (Juventud, XVII), Ibíd. P. 1287.

[14] Soledad Puértolas, «Melancolía barojiana», estudio introductorio a La busca, Madrid, Real Academia Española (Colección III Centenario), Editorial Santillana, 2013, p. XXX.

[15] El procedimiento del uso del contraste, con la  utilización de momentos líricos narrativos y situaciones tristes y duras, no es nuevo en Pío Baroja. En Paradox, rey, utiliza los que pueden ser ejemplos de la mejor prosa poética  de la literatura española: «Elogio sentimental del acordeón» y «Elogio de los viejos caballos del tiovivo», dos remansos líricos, dos intermezzos, como los llama E. Inman Fox,  en forma de esas rupturas, desviadas del relato, tan queridas por el novelista. (Nota del autor).

[16] Puértolas, ob. cit. ,p., XXX

[17] Ibíd.

[18] La busca [Madrid, 1904], ahora en Trilogías II, O. C., vol. VII., p. 177.

[19] Mala hierba [Madrid, 1904], ahora en Trilogías II, O. C., vol. VII., p. 343.0

[20] Las inquietudes de Shanti Andía [Madrid, 1911], ahora en Trilogías IV, O. C., vol. IX, p. 214.


SOBRE EL AUTOR

LUIS ESPEJO-SAAVEDRA SANTA EUGENIA Nació en Jaén en 1952. Es licenciado en Filosofía y Letras en la especialidad de Filología Románica, estudios que realizó en el Colegio Universitario de su ciudad natal en 1972, para terminarlos en la Universidad de Granada en 1977. Se doctoró con la calificación cum laude por unanimidad por la Universidad de Málaga en 2003 con una tesis sobre la poco conocida poesía de Pío Baroja. Desde 1981 es profesor de Literatura Española. Es crítico literario y autor de trabajos especializados para la enseñanza, entre los que destaca la obra Literatura en Andalucía. Narradores del siglo XX y Fantasía y compromiso literario. La narrativa de Antonio Martínez Menchén, junto con F. Morales Lomas.