Gil Albert y Visconti: dos espejos de la belleza

El cine y la literatura tienen, por tradición, grandes espacios imaginarios compartidos. Juan Gil-Albert, refinado y preciso en la elaboración de su literatura, también tenía costumbres (o manías) que se trasladaban a su entorno cotidiano. Sobre ello, en su relación con el cine de Luchino Visconti, reflexiona el autor.
© PEDRO GARCÍA CUETO

Personalidad arrolladora la de Visconti, con un cine que desarrolla todo su interés en los mundos antagónicos, los aristócratas y las clases populares, donde el arte se pone al servicio de una obra esencialmente visual, de estética manifiesta, desde los decorados teatrales de Senso, pasando por la visión de la aristocracia en El gatopardo hasta la muerte como tema de fondo en Muerte en Venecia.

Gil-Albert sintió por Visconti un gran interés, porque, para él, era mucho más que cine, representa la forma de enfocar el mundo desde el pasado, desde un tiempo ido que siempre se añorará, donde las maneras son importantes, eje de una educación aristocrática, adquirida o no en la cuna, pero tamizada por el gusto por todo aquello que sea emblema de belleza.

Por ello, el mundo de Gil-Albert se identifica con el universo viscontiniano, por la mirada al ser humano, desde el interior, buscando la belleza y la elegancia de una época ya desaparecida, que ha dado lugar a otras maneras más rudas, que nada tienen que ver con la elegancia del príncipe Salina en El gatopardo, tampoco con los personajes elegantes de las novelas de Gil-Albert, como El retrato oval o su retrato de la familia de los zares o en su libro de memorias, concretado en Concertar es amor, donde sobrevuela un mundo de belleza que el tiempo ha destruido.

Gil-Albert ama el mundo que se va, espejo de una vida que se extingue, como nos dejó claro en su homenaje a Gabriel Miró, pero también la elegancia de los objetos que adornaban su casa

Muerte en Venecia, con la imagen del compositor que ve hundirse la Venecia soñada, truncada ahora en un nido de enfermedad y muerte, Senso, donde el amor, con el trasfondo de la revolución de Garibaldi, enlaza a los personajes, La caída de los dioses, basada en Los Buddenbrook de Thomas Mann, donde la burguesía alemana va perdiendo paulatinamente su poder y El Gatopardo, entre otras grandes películas, imagen del príncipe de Salina, donde la soledad y la muerte de una época se plasma en el rostro de Burt Lancaster.

Gil-Albert ama el mundo que se va, espejo de una vida que se extingue, como nos dejó claro en su homenaje a Gabriel Miró, pero también la elegancia de esos objetos que adornaban su casa, como si Visconti hubiese entrado en ellos, para adornarlos, con su cámara cinematográfica. El cine y la literatura, ensamblados, en una armonía latente que no tiene parangón.

Gil-Albert lo expresa en su valoración sobre Visconti, recogida en Viscontiniana, cuando dice lo que sigue: “Su gran personalidad escenográfica estaba ya, en aquel film (Rocco y sus hermanos), manifiesta, pero de no haber visto más que eso no tendría yo la impresión, confirmada de golpe, cuando asistí por primera vez a la proyección de El Gatopardo, de encontrarme ante un artista de talento poco común; digo de golpe debido a que no necesitaba para su apreciación de insistencias, pues reincidí, como espectador, hasta nueve veces”.

Vive en Visconti, para Gil-Albert, la cultura, una sociedad acabada, también la pasión estética, que vive también en Gil-Albert, que se alimenta de esos cuadros que son sus novelas, donde la poesía convive con la prosa, en una eterna sinfonía para que el lector se deje llevar por la marejada del lenguaje bien escrito y esmerado.

Y los actores de Visconti, como el gran Dirk Bogarde, del que Gil-Albert decía en el citado libro que era la mejor imagen del hombre de enorme interioridad, en un momento mórbido y declinante de su vida.  Muerte en Venecia se convierte, para Gil-Albert en un fresco sobre la belleza, sobre la vida y sobre la muerte, más allá de la novela de Mann (que a Gil-Albert no le apasionaba), la película de Visconti le fascina, es una obra maestra, dice el escritor alcoyano, lo que suscribo, desde mi modesta opinión.

Termino diciendo que Visconti es un artesano, así lo define Gil-Albert, porque crea como una orfebrería el motivo de su arte, lo evoca de este modo: “Un mago, efectivamente, ya que Visconti evoca más que crea, pero como la evocación está hecha a mano, como el adorno de mi madre, objeto por objeto, detalle por detalle, minucia por minucia , compuesto y entretejido todo por un sentimiento de causa que es más de orden cordial que erudito, la magia se vuelve en Visconti arte, arte tenaz, y no solamente placentero, tenacidad que se esfuma –tenacidad, insistencia, deber- dejando incorporado el esfuerzo del arte, como único sobreviviente de tamaña empresa, el placer de crear”.

Cine elegante, mundos refinados, como el mundo de Gil-Albert, donde la belleza busca su lugar, donde el lenguaje de la prosa se combina con el esmero de ese universo que reflejó tan bien Luchino Visconti en su genial cine.

Entrar en la casa de Gil-Albert era adentrarse en la elegancia, en la estética de un mundo ya ido, presidido por porcelanas, cuadros, cortinas, alfombras, jarrones, flores, como aquellas, salvando el espacio de aquellos palacios del cine viscontiniano con respecto a la casa de Juan en Alcoy o Valencia, era adentrarse en un mundo similar, como las grandes escenas, tan teatrales, del cine del director italiano, esos escenarios llenos d oropeles, majestuosos, como los de El Gatopardo en su magistral escena del baile o en El inocente, su testamento fílmico, donde parece que nos ahoga tanto jarrón, tantas flores, pero todo ello no hace sino complementar el amor por la cultura de Visconti y en Muerte en Venecia Ashenbach contempla a la familia polaca, con el esmero de un entomólogo, diseccionado gestos, ropas, hasta que surge el flechazo por el joven efebo, el célebre Tadzio, personaje que no es otro sino el ángel de la muerte. Incluso me atrevería a decir que Gil-Albert no es otro que el profesor de la película Confidencias, donde Burt Lancaster acoge a una familia decadente y caprichosa, sintiendo especial predilección por Helmut Berger, el bello amante de la mujer, Silvana Mangano, la madre de Tadzio en Muerte en Venecia.

Cine elegante, mundos refinados, como el mundo de Gil-Albert, donde la belleza busca su lugar, donde el lenguaje de la prosa se combina con el esmero de ese universo que reflejó tan bien Luchino Visconti en su genial cine.

Se puede comparar Visconti a los cuadros de Delacroix, a la música de Debussy, son espejos del arte que anida en el gran director de cine, tan cerca del mundo estético de Gil-Albert, de su evocador mundo de un pasado que ya no volverá, pero que queda para siempre en nuestro recuerdo.


EL AUTOR

PEDRO GARCÍA CUETO. Ensayista español (Madrid, 1968). Doctor en filología y licenciado en antropología por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Docente en educación secundaria en la Comunidad de Madrid. Crítico literario y de cine, colaborador en varias revistas literarias y de cine, autor de dos libros sobre la obra y la vida de Juan Gil-Albert y un libro, La mirada del Mediterráneo, sobre doce poetas valencianos contemporáneos.