Luis Martínez de Mingo evidencia la importancia de Francisco Brines dentro de la Generación de los 50, analiza los orígenes de su poética y sus vínculos, tanto con poetas anteriores como con sus coetáneos.
© LUIS MARTÍNEZ DE MINGO
El hombre sabía que le quedaba muy poco tiempo y que sin fe su muerte no daría frutos (Francisco Brines).
Diálogo según lo explicó W.B. Yeats: “Del diálogo con los demás surge la retórica, del diálogo con nosotros mismos, la poesía”. En ese caso, la relación del poeta de Elca, más incluso que de Oliva, con su raíz nutricia, con su razón de ser, es ineludible. Que la edad le permita alcanzar el Premio Cervantes o no, nada va a aportar a su obra, excepto fama y algunas ventas, excrecencias. Además, hace tiempo que se ha dicho que los premios Cervantes van ya por la tercera división; es decir, que las obras de Elena Poniatowska, Sergio Ramírez o Fernando del Paso no pueden estar en el mismo rango que las de Jorge Luis Borges, Octavio Paz o Jorge Guillén. Es más, que ellos mismos lo reconocerían. Ya hubo, por acabar con esto, elecciones de segunda división, como fue la de Dulce María Loinaz, al lado de su compatriota Alejo Carpentier, por ejemplo, o José Lezama Lima, que se fue sin él. Pero vayamos al título.
Que Francisco Brines es letra mayor de la Generación del 50 no lo puede discutir nadie.
Que Francisco Brines es letra mayor de la G-50 no lo puede discutir nadie. Tomemos como referencia la antología que en su día hizo García Hortelano (Taurus, El grupo poético de los 50, abril, 1978), la que hiciera también aquel año Antonio Hernández (Una promoción desheredada. La poética del 50. Bilbao. Zero-Zix. 1978) o, en fin, por apelar a la totalidad, un artículo de Enrique Balmaceda Maestu, La poesía española de posguerra a través de sus antologías, donde se habla tanto de José María Castellet, como de José Batlló o José Luis García Martín, y donde siempre aparece el poeta de Oliva. Los grandes críticos de referencia del periodo, José Olivio Jiménez, Dionisio Cañas, Carlos Bousoño, Philip W. Silver, siempre le prestaron atención preferente y ya por fin, aunque no sea sino para justificar esta aproximación a su obra, el que suscribe, aparte de los artículos en Ínsula- 575, el último en marzo, 1996, ya le dedicó parte sustancial de su tesis doctoral, La evolución del romanticismo progresivo en la poesía española, dirigida por Joaquín Marco y con presencia en el jurado de Luis Alberto de Cuenca, Rafael Argullol y Lluis Izquierdo, al autor de Insistencias en Luzbel. Se estudiaba allí, entre otros temas, la gran importancia que había tenido Brines como correa de transmisión de la obra de Cernuda, poesía y crítica, en la asimilación del romanticismo en ese grupo poético. Y no parece que fuera tan descaminado, puesto que el título de la conferencia que el mismo Brines leyó el día de su ingreso en la Academia, 21-05-2006, fue: «Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda». Brines recalcó ese día que «La fidelidad con que se haya vivido la existencia personal es máximamente valorada: el desvelamiento de la propia verdad no sufre tregua, y la poesía tendrá como misión esclarecerla y fijarla», lo que viene a corroborar el título de este artículo. Es decir, que el “personaje poemático”, como escribiera Carlos Bousoño, no se separa gran cosa del la propia existencia. ¿Por dónde va éste? Conviene ya señalar aquí que mi relación con el autor está marcada de lleno por la atracción y el deslumbramiento que me produjo en su día Insistencias en Luzbel. Fue ese escueto libro de 1977 el que me ganó como lector de Brines y el que me llevó a elegirlo como objeto de estudio de lo que entonces se llamaba “tesina”, previa a la tesis doctoral. Ya había publicado tres libros, desde Las Brasas (1960) a Aún no (1971), pasando por Palabras a la oscuridad (1966), pero en el de 1977 se revelaban claramente los rasgos del poeta que se desmarcaba de Cernuda y que, con talento, desbrozaba un camino único, el de su ser poético. Y es verdad que ya se veía algo en Aún no, pero aquí es mucho más acendrado. Poemas como Exabrupto, con ese final epigramático: «Después de tantos siglos sólo comprende el hombre / lo que en sí, repetido, experimenta: / esa misma manera de mear»; versos como los del inicio de “Oyendo el Humo”: “La oreja izquierda es la nada, / la derecha es el olvido: / entre ellas dos suena el humo». Dístico como: «la vida pudo ser./Por eso la amo tanto», del poema Respiración hacia la noche, y tantos, no es que fueran opuestos a Cernuda pero sí que por condensación, por la tendencia al aforismo, incluso por tender a huir de la terminología poética, aquí aparecía como una ruptura. ¿Con qué? Pues vamos a concretarlo en cuatro puntos. El primero es su cerrado abrazo con la citada tradición romántica, algo que también señala Pedro Salinas: «La realidad como amargura y pérdida con respecto a la medida de los sueños, y la experiencia mental del odio, la desesperación y la muerte; nunca la poesía como ardiente amor a esa primera realidad de entrada a la vida» (1). El segundo es su profunda vinculación metafísica, no al modo del siglo XVII inglés, que no admite ni un ápice de experiencia sensible, sino más bien al modo de la Epístola moral a Fabio, aunque con más pasión vital que en el caso del anónimo autor; Brines ha confesado que «me agradaría una existencia que respirase una constante intensidad moderada» (2). En tercer lugar, y derivado de lo anterior, un creciente ejercicio de reflexión que le conduce a un lúcido escepticismo y que, de forma intensa vemos como colofón en «El porqué de las palabras», último poema de Insistencias en Luzbel. El cuarto y último sería su insoslayable inclinación elegiaca a modo de consideraciones negativas sobre el hombre histórico. Maticemos pues, esas características están en toda la poesía de Brines pero aquí se enriquecen y modulan con esas otras señaladas arriba.
Esa presencia de la naturaleza, junto a la metafísica señalada, no las encontramos, con semejante intensidad en ninguno de sus compañeros de grupo. La poesía de Brines está hecha: desde aquel cernudiano apegado a las excrecencias del deseo hasta casi el “monje budista” que parece dictarle poemas.
Naturalmente que todo esto es aplicable a La última costa (1995) y a su poesía posterior, y naturalmente que algunos caracteres los comparte con los “amigos del grupo del 50”; no podía ser de otra forma. El fuerte tirón del deseo cernudiano lo comparte con Jaime Gil de Biedma, por antonomasia; la inercia metafísica que le imanta más allá de las apariencias, la comparte con Claudio Rodríguez; también esto es sustancial en Valente, aunque Brines no se adentre por los senderos de la “poesía del silencio”. No vamos a encontrar en Francisco Brines el humor inteligente y sarcástico de Ángel González, ni la crítica política y social que hay en Las personas del verbo; no vamos a encontrar la tendencia al barroquismo compositivo que hay en Carlos Barral, por ejemplo en Baño de doméstica. Lo que sí es una constante en su poesía, y eso ya desde Las Brasas (1960), es la plena identificación de los ciclos humanos con los de la naturaleza. Elca, decíamos arriba, más que Oliva, es el sitio en este mundo, de retorno y fidelidad, la nostalgia de la encarnación en su mejor naturaleza humana. Desde allí, y según la deriva del poema, Brines se siente muchas veces como parte plena del universo. Es la raíz metafísica a la que aludíamos y que vemos, por ejemplo, en «Museo de la Academia», de Palabras a la oscuridad: «El cansancio se aleja, y en los ojos / se agrupan las estrellas con sus fuegos, / y en su misterio el pecho se conforta». Esa presencia de la naturaleza, junto a la metafísica señalada, no las encontramos, con semejante intensidad en ninguno de sus compañeros de grupo. La poesía de Brines está hecha: desde aquel cernudiano apegado a las excrecencias del deseo hasta casi el “monje budista” que parece dictarle poemas como «Mi resumen»: «Como si nada hubiera sucedido. / Es ese mi resumen / y está en él mi epitafio. / Habla mi nada al vivo / y él se asoma a un espejo/que no refleja a nadie». Sin duda, el poeta llega a acercarse a ese digamos “budismo” a través del acendrado estoicismo que vertebra también su obra y que va creciendo a medida que la desarrolla. Que en poemas últimos se identifique con las cosas, «El vaso quebrado», con un perro, «Mis tres fauces», poemas publicados con motivo de la concesión del Premio Reina Sofía, allá por noviembre del 20 10, no son sino otros ejemplos del llamado “correlato objetivo”, el que llevara a la perfección T.S. Eliot, fundamental, claro está, en la formación de toda esta generación.
Sí recalcamos, por si alguien duda, que Brines siempre ha gozado de un oído exquisito, tanto en torno al endecasílabo y al alejandrino como en el heptasílabo de arte menor y el verso libre. Le debo –le debemos- agradecer también que nos haya descubierto a poetas tan delicados como Carlos Marzal y, por supuesto, aquellos artículos sobre fútbol y toros con que nos deleitaba ya hace unos años. Brines no tuvo ningún rubor, como no lo tuvo antes su gran amigo Juan García Hortelano, en reconocer que le gustaba el fútbol, que por entonces todavía, y para un poeta, era excepción. Los Escritos sobre poesía española que publicara allá por 1995 en la editorial Pretextos nos sirven para corroborar muchos de los afines en su trayectoria y, sobre todo, para saber cuales son algunas de las diecisiete paradojas mal contadas de Juan Gil-Albert. Su amigo Brines nos las desvela.
(1).- Pedro Salinas, “Reality and the Poet in Spanish Poetry”, en Literatura Española, siglo XX. Madrid, Alianza Editorial, 1972, pp. 158 y ss.
(2).- Jesús Fernández Palacios, entrevista en “Fin de siglo”, núm. 2-3. Jerez de la Frontera, 1982, p. 32.
LUIS MARTÍNEZ DE MINGO es riojano (1948). Empezó escribiendo poesía: Cauces del engaño, Ámbito, Barcelona, 1978. Luego vinieron unos cuentos, Bestiario del corazón, Madrid, 1994: Cuatro ediciones y varios premiados. Con la novela El perro de Dostoievski, Muchnik. Barcelona, 2001, llegó a finalista del Nadal. Ha editado de todo. Premio de novela corta con Pintar al monstruo, Verbum, Madrid, 2007, lo último ha sido un dietario, Pienso para perros, Renacimiento, Sevilla, 2014 y La reina de los sables, Madrid, 2015.