El cuerpo como enemigo y desazón | Sobre «El desconcierto», de Begoña Huertas

En un pequeño sello, Editorial Rata, se ha publicado la novela El desconcierto, una suerte de recorrido por los efectos de la enfermedad en el organismo y, por derivación, en los estados anímicos y emocionales de su «víctima». Una novela valiente.
© JUAN APARICIO BELMONTE

La palabra cáncer es lo primero que salta a los ojos en El Desconcierto (Editorial Rata). Cáncer por aquí, cáncer por allá. Esto implica la incomodidad de acceder a un texto sometido al terremoto de la palabra maldita. Aquí el cáncer es la referencia inevitable, el punto de partida del desconcierto autobiográfico, el cáncer con todas sus letras, nada de enfermedad, bicho, mal, desgracia, sino cáncer. De esta manera, nosotros, los lectores, también nos vemos sacudidos por el desconcierto desde la primera línea, lo que pone a prueba nuestra ansiedad hipocondriaca.

Se pregunta la autora por qué hay tan poca literatura que trate sobre la enfermedad desde la perspectiva pura del cuerpo lacerado, desde la postración e inferioridad de quien padece la maldad del deterioro físico.

Busca la proyección de la enfermedad en el arte narrativo y solo encuentra una suerte de sublimación de la misma para alimentar la pose romántica del escritor, dejando a un lado el lastre corporal que viene con ella. Pero dónde están los huesos que duelen, la mandíbula que no sabe sonreír, los ojos que no pueden mirar, el dolor intransferible. No los encuentra, ni siquiera en Thomas Mann y su Montaña mágica, pero sí en algunas partes de sus diarios (que han sido tomados a risa). Y sí en La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi: “No quería acostarse en la cama, sino en el sofá, con la cara vuelta casi siempre hacia la pared, sufriendo los mismos dolores incesantes y rumiando siempre, en su soledad, la misma cuestión irresoluble: ¿Qué es esto? (…) ¿Por qué estos padecimientos? (…) Pues porque sí”.

Aquí el cáncer es la referencia inevitable, el punto de partida del desconcierto autobiográfico, el cáncer con todas sus letras.

Porque sí. Esa parece ser también la conclusión de la narradora ante el diagnóstico de su enfermedad, pero no como reacción fatalista sino como asunción de lo inevitable. Tampoco como punto de partida hacia una actitud vitalista sino como resignación lúcida ante la única posibilidad que puede permitirse no solo quien desea permanecer vivo sino incluso quien preferiría morir tranquilamente, convirtiéndose en un ser puramente mineral.

El libro se estructura por etapas que desmenuzan el desconcierto, para zanjarlo o al menos para rebajar su potencia. El conflicto está en el cuerpo que se ha convertido en enemigo, que parece alejarse de eso que damos en identificar con el espíritu, sumiéndolo en la perplejidad. El cuerpo se adentra en un camino distinto, como si improvisara un relato que no es el del cerebro, y ahí es donde la autora se afana en comprender la desventura para, en el viaje, hacer literatura con su desazón. El cuerpo frente a las máquinas que lo analizan o quiebran, el cuerpo frente a la profesionalidad de enfermeras y médicos, que siempre supone frialdad, también frente a su optimismo, el cuerpo frente al afán de ayudar de los seres queridos, gente amorosa que no puede transitar la distancia que produce el dolor y la fatiga exclusivos de la enferma, el cuerpo frente a la propia rendición y frente a la esperanza, pero también el cuerpo como naturaleza prodigiosa, capaz de sobreponerse a la manipulación y de luchar como una máquina insumisa. Todo esto va desarrollándose en El desconcierto para dar lugar a un texto de serena y amplia reflexión que escapa de los límites de la enfermedad y se abre a una contemplación tolerante de la vida y sus riesgos, una contemplación casi budista. No estamos ante un libro de autoayuda, pero sí ante uno de asunción valiente de los altibajos vitales, sin aspavientos, sin subrayados, con una constante y depurada fórmula de acumulación de pensamientos, dudas y respuestas pequeñas que paulatinamente construyen algo grande.

El cuerpo se adentra en un camino distinto, como si improvisara un relato que no es el del cerebro, y ahí es donde la autora se afana en comprender la desventura para, en el viaje, hacer literatura con su desazón.

La enfermedad introduce al individuo en un proceso de alejamiento del mundo, en primer lugar por el lastre de su mal fario, en segundo lugar, por lo que produce en el cuerpo a medida que la medicación, abrasiva, va adueñándose de la sangre y de la vitalidad del paciente, y en tercer lugar porque cada enfermo se transforma en una isla, sometido a su propio ensimismamiento intransferible. La sala de quimioterapia es el lugar donde la soledad se vive al lado de quienes no pueden permitirse otra compañía que la propia incertidumbre. Y sin embargo ahí están los familiares, la madre, el padre, la pareja, los activistas de las Ongs, todos, haciendo más llevadera la pelea, desde un lugar que no es el de la batalla en sí, pero sin cuya presencia esta no tendría casi posibilidad de entablarse. La autora acude a sus vocaciones, como la literatura o la música, pero también al ajedrez para intentar delimitar el caos en un tablero racional, casi matemático.

No faltan tampoco los sentimientos de culpa, la reflexión sobre ellos, a partir de la superstición tan diseminada de que una enfermedad como el cáncer parte de un fallo personal, de una suerte de impulso reprimido hacia la autodestrucción. O el humor mediante la descripción puntual de reacciones inusitadas, como la de una hija preadolescente capaz de dormir profundamente en la mayor incomodidad hospitalaria. Las reflexiones bordean la senda del psicoanálisis en cuyo ámbito también se introduce la narradora, físicamente, dando pábulo a un capricho que aflora con la perspectiva de la muerte. A partir de la distancia que produce escucharse como una oyente exterior, en el diván, logra transformarse en personaje de su propia perplejidad: “…hay un lugar desde el que no se puede escribir”, llega a decir. “Y es el más próximo a la verdad. Si estás al borde del precipicio no escribes principalmente porque no puedes (…) ni le ves sentido”. Y, sin embargo, este libro se lee como una verdad no doméstica, sino personal, íntima, literaria. Universal.

EL AUTOR

JUAN APARICIO BELMONTE (Londres, 1971) colabora con diversos medios de comunicación y es profesor en la escuela de escritura creativa Hotel Kafka y humorista gráfico en 20 minutos. Ha escrito las novelas Mala Suerte (2003), que ganó el I Premio de Narrativa Caja Madrid y el III Premio Memorial Silverio Cañada, que se otorga en la Semana Negra de Gijón, López López (2004), El disparatado círculo de los pájaros borrachos (2006), XII Premio Lengua de Trapo de Novela y elegida por el periódico El Mundo como una de las diez mejores del año, Una revolución pequeña (2009) Mis seres queridos (2010), galardonada con el II Premio Bubok de narrativa, Un amigo en la ciudad (Siruela. 2013) y Ante todo criminal (Siruela. 2015). Su obra ha sido traducida al francés y al italiano.