Los enemigos del traductor | Un acercamiento crítico a su realidad cotidiana

Pocas veces el lector se acerca al conocimiento de la experiencia cotidiana de un protagonista esencial del proceso de prouducción de un libro: el traductor. En este artículo, Amelia Pérez del Villar desnuda la realidad cotidina de una profesión difícil, esencial, y poco reconocida.
© AMELIA PÉREZ DEL VILLAR

Hace un par de años tuve la suerte de traducir una delicia de libro, casi un opúsculo, de William Blades, que se titula Los enemigos de los libros. Blades, impresor, hijo de impresor y biógrafo de impresor, devino a lo largo de su vida en bibliógrafo (así hablan de él todas las biografías) y bibliófilo en el sentido estricto de la palabra, si bien su conclusión en esta obra es que de todos los enemigos de los libros, tan dañinos, son paradójicamente los supuestos amigos, los llamados bibliófilos (ya saben, del griego…) los peores enemigos.

Tras su lectura y traducción –que no deja de ser otro modo de lectura, acompañado de un proceso de reescritura más o menos acertado, fiel y florituresco– comencé a elaborar mentalmente una lista similar de enemigos del traductor. Y como Blades, llegué a la conclusión de que el peor enemigo del traductor es él mismo. El enemigo en casa, la zorra en el gallinero… pónganlo como quieran, pero el traductor es un lobo para el traductor.

El editor es siempre la figura antagónica, el enemigo natural, el que nos lo pone fácil a la hora de quejarnos, el hijo del diablo del que hablaba Goethe. El que nos explota, nos exprime y nos roba. […] Pero este no es, ni de lejos, el mayor de nuestros enemigos.

Hago esto con toda idea, como diría el sin par Henry James, para no obligarles a leer entero este artículo en tiempos de prisas y lectura desnatada: ya saben quién pierde la partida. Otra cosa es quién la gana, cuestión también poco clara en estos tiempos revueltos. O si la gana alguien, que está por ver. No paramos de hablar, como colectivo, de todas las dificultades por las que pasamos. Esos enemigos serían equiparables a los factores objetivos de amenaza: si en Blades y sus libros son el fuego y el agua, el gas y el calor, el polvo y el abandono, las polillas y las plagas, aquí serán los que siempre enarbolamos y por los que nos hemos ganado la antipatía de muchos y la lástima de todos: los plazos de entrega imposibles, la precariedad y la inseguridad en los contratos, el número de horas que pasamos al teclado (y que ningún sindicato consentiría), los riesgos laborales físicos y psíquicos que imponen todos los factores citados hasta aquí, la imposibilidad de pagar una cuota de autónomos alta, fija, mensual e inevitable cuando no se da de manera sostenida un flujo continuo de trabajo y de pagos, la práctica imposibilidad de ejercer esta profesión de manera exclusiva (¿se imaginan un médico que tuviera que tener necesariamente un puesto de profesor de anatomía para poder pasar consulta por las tardes?). En el grupo de factores no sólo objetivos, sino reales y físicos, donde aparecen los encuadernadores, impresores, coleccionistas y niños y criados nosotros solemos tener esa diana fácil y socorrida que es el editor (a veces, también el corrector). Es bueno que haya perro, para echarle la culpa si faltó comida. El editor es siempre la figura antagónica, el enemigo natural, el que nos lo pone fácil a la hora de quejarnos, el hijo del diablo del que hablaba Goethe. El que nos explota, nos exprime y nos roba. En fin. Vamos a explicar al lector no iniciado que en todos los casos el editor nos da trabajo, y eso le convierte en nuestro cliente, lo que es bueno en un sistema en el que estamos todos inmersos y que se basa en que un profesional liberal ofrece su trabajo y se le paga por ello. ¿Tarifas justas? No, no lo son. No están a la altura ni de las horas dedicadas ni de la formación que hace falta para ejercer este oficio. Pero este no es, ni de lejos, el mayor de nuestros enemigos.

No se sostiene que en una profesión que requiere formación teórica y técnica, que exige trabajo constante y años de experiencia ofrezca acceso franco tan alegremente.

Pasemos al apartado de lo etéreo. Donde Blades pone la ignorancia y el fanatismo es donde está nuestro peor problema. Lo intangible, no mensurable, inapreciable a veces. Lo que muchos negarán. La sociedad actual (hablo de mentalidad) y sus necesidades (hablo de un enorme porcentaje de ella que vive –vivimos– sin seguridad económica, material y laboral), los millenials, el triunfracaso, el ocio que se confunde con el trabajo y todos estos conceptos que han contribuido a crear, justificar y engrandecer la nueva esclavitud, haciendo de cada uno de nosotros un Juan Palomo supuestamente libre, han hecho enorme daño a una profesión que no partía ya de un punto seguro. Cuando nos quedaba mucho por conseguir, la realidad nos ha lanzado a una balsa de agua donde flotan los restos de muchos naufragios, y la mayoría no son nuestros. Esto me lleva a mencionar a otro colectivo también muy vapuleado por la situación, el de los correctores, que se ve obligado a luchar diariamente por una supervivencia que es imprescindible y debería ser indiscutible. Los correctores no son nuestros enemigos, y eso lo afirmará cualquier traductor digno de ese nombre. Pero hoy en día hay mucha gente en paro. Demasiada. De estos, algunos logran traducir (sí, yo también me sorprendo) y otros se quedan corrigiendo, desplazando a correctores profesionales formados para ejercer ese cometido. Igual que profesionales de otros colectivos también perjudicados por la crisis (periodistas, escritores…) traducen para sus editoriales porque su nombre es una garantía de venta. Todos somos víctimas de una situación que ninguno de nosotros ha contribuido a crear, a priori. ¿Cuál es mi queja? Varias.

Si no podemos pagar una cuota de autónomos todos los meses, de enero a diciembre, ¿cómo vamos a pagarnos un agente, un representante, un manager?

No se sostiene que en una profesión que requiere formación teórica y técnica, que exige trabajo constante y años de experiencia ofrezca acceso franco tan alegremente. No es lógico, ni bueno, ni recomendable, que para ejercerla tenga que asegurarme las lentejas haciendo otras tareas, o ser rentista, rica heredera o mantenida. Porque entonces no es una profesión, ni un oficio, ni un trabajo especializado. Es otra cosa. Tampoco es normal que para conseguir un proyecto haya que “hacer el pasillo” como los actores de antaño. Cierto que las relaciones humanas y el marketing personal (incluso el peloteo de toda la vida) son necesarios en todos los órdenes de lo profesional, y en casi todas las profesiones. Pero no se puede basar la consecución de un proyecto laboral exclusivamente en eso. Y si no podemos pagar una cuota de autónomos todos los meses, de enero a diciembre, ¿cómo vamos a pagarnos un agente, un representante, un manager?

Formamos parte de un sistema que hace aguas. Hemos aumentado en número y en cualificación, pero la distribución del mercado no es justa ni lógica. Pocos editores recurren al censo de ACEtt en busca de un traductor. Menos aún buscan en los anales de la traducción un nombre que les garantice la calidad de su proyecto en virtud de su recorrido profesional y de su grado, o su ámbito, de especialización. Hemos llegado a una situación en la que nuestra trayectoria profesional, nuestro nombre y buen hacer no bastan, aunque sea lo que nos mantiene a flote: conseguir un encargo, cumplirlo escrupulosamente y que un editor satisfecho nos vuelva a llamar o nos recomiende a otro. Citar siempre al traductor es una de las pocas rutinas que hacen esto posible: el resto es trabajo. Silencio también, pero sobre todo trabajo. Cumplir, cumplir, cumplir. Bien y siempre. Con todo, nada es suficiente. Seguimos estando solos, buscándonos cada uno un libro con el que cubrir el próximo mes, los próximos dos meses, peleando el contrato y negociando las tarifas individualmente. Y estamos en los albores de una nueva era en la que la guerra ya no será conseguir proyectos, sino esas otras muletas que nos permitan trabajar en los que consigamos: una cátedra de anatomía para poder pasar consulta por las tardes. Los átomos se ponen en movimiento y las atracciones y rechazos que se produzcan darán lugar y forma a elementos nuevos donde la traducción será un residuo, una cosa de entretenimiento. Una especie de macramé para intelectuales.


LA AUTORA

Amelia Pérez de Villar Herranz (Madrid, 1964).  Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid y Traductora por el Institute of Linguists of London, he trabajado como traductora freelance para numerosas agencias españolas, labor que he simultaneado con la docencia. Como traductora editorial he publicado obras de Henry James, Harold Bloom, Dino Buzzati, Vasco Pratolini, Graham Swift, Hans Kundnani, Lucy Hughes-Hallet, entre otros, y las ediciones críticas de dos colecciones de artículos de Gabriele d’Annunzio (Crónicas literarias y Autorretrato y Crónicas romanas) y un epistolario. He trabajado como redactora en prensa escrita y he publicado entrevistas y crítica literaria en medios digitales, además de algunos relatos en diferentes antologías y revistas. Soy autora del ensayo biográfico Dickens enamorado (Fórcola Ediciones, 2012) y de la novela El pulso de la desmesura (Fórcola Ediciones, 2016). Cuando el tiempo lo permite escribo un blog, De libros y de hojas, sobre literatura, traducción y todo lo que las rodea. Desde mayo de 2015 soy Vocal de Relaciones con Medios de Comunicación para ACE, Asociación Colegial de Escritores de España.