La memoria de la memoria | Otra mirada sobre la realidad de Euskadi

El texto del autor analiza cómo se pueden producir fenómenos tan dispares sobre un mismo hecho; del éxito fulgurante de Patria de Fernando Aramburu a la limitada atención que se les prestó a las distintas novelas de Raúl Guerra Garrido
© PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO

La casual coincidencia en el tiempo de dos hechos culturales tales como el éxito fulgurante de la novela Patria de Fernando Aramburu y la presentación del libro Misivas del terror, que recoge un estudio sobre la extorsión económica de ETA, ha hecho que a uno se le enciendan las alarmas acerca de lo que consideramos memoria del terrorismo. Y es que esta historia de dolor es tan densa y abigarrada, tan próxima y tan presente, que quien se interna en ella y selecciona alguno de sus episodios o protagonistas –por más mediáticos o soportables– afronta el riesgo insoslayable de dejar al fondo, fuera de foco, por menos digerible o más incómodo, lo que puede resultar, en cambio, más significativo o decisivo. Y es en esa selección donde la memoria del terrorismo debiera aplicarse con sumo cuidado, porque pudiera ser que descuidando las formas fuera perdiendo por el camino su propia credibilidad.

Raúl Guerra Garrido

En ciertos pasajes del libro Misivas del terror –que analiza la situación de aquellas personas con posible capacidad económica que, a cambio de su integridad física y la de su familia, eran conminadas a entregar dinero a ETA– se cita la existencia de una novela titulada La carta.
Pero mientras no situemos a esta obra, junto a las demás de tema vasco de su autor, en el centro mismo de lo que conocemos por memoria del terrorismo, por mucho que estudiemos este fenómeno no sentiremos de verdad lo que significó para quienes lo padecieron.

La novela salió en 1990, en la época más dura, contando de manera turbadora la experiencia vivida por un extorsionado. Y es que su autor, Raúl Guerra Garrido, no solo escribió novelas que definen por sí solas la memoria del terrorismo –Lectura insólita de El Capital (1977), que relata el secuestro de un empresario guipuzcoano, La costumbre de morir (1981), que imagina la venganza del hijo de un asesinado por ETA, además de la ya citada La carta–, sino que él mismo fue víctima del terrorismo cuando los radicales le quemaron su farmacia en San Sebastián, como cuenta en Cuaderno secreto (2003), lo que le llevó también a escribir La soledad del ángel de la guarda (2007), visión alucinada de la Euskadi que conocieron los escoltas que le protegían entonces. Otras de sus obras en las que se palpa el ambiente de la Euskadi aterrorizada por ETA son: Tantos inocentes (1996) o mi favorita El otoño siempre hiere (2000). Hasta en Cacereño (1969) aparece ya alguna señal de la hecatombe que se avecinaba.

Y uno se pregunta, ante el éxito –sin duda merecido– de Patria de Fernando Aramburu, por esas circunstancias añadidas –misteriosas y hasta caprichosas– que llevan a una novela a ser centro de la vida cultural, mientras que las de Raúl Guerra Garrido se quedan en las estanterías de algunas bibliotecas públicas de Euskadi –ni siquiera están en todas– fuera de la ola mediática que arrasa con Patria y sin la repercusión que merecerían: por su factura impecable, por la oportunidad periodística e inmediata a los hechos que narran, por estar dirigidas a nuestra conciencia y responsabilidad cívica y, en fin, por haber mantenido a flote nuestra decencia como sociedad.

Pero mientras no situemos a esta obra, junto a las demás de tema vasco de su autor, en el centro mismo de lo que conocemos por memoria del terrorismo, por mucho que estudiemos este fenómeno no sentiremos de verdad lo que significó para quienes lo padecieron.

El proyecto que ha dado lugar a Misivas del terror, a cargo de un equipo de la Universidad de Deusto encabezado por Izaskun Sáez de la Fuente, ha ido anticipando en los últimos años sus resultados mediante encuentros y seminarios, en uno de los cuales, focalizado en las relaciones entre terrorismo y literatura, el protagonista fue precisamente Fernando Aramburu. Recuerdo que entonces llamé a Raúl Guerra Garrido para preguntarle a ver si es que no le habían invitado o si él –como no me hubiera extrañado nada, conociéndole– había excusado su presencia. Pero no: era que ni se habían acordado de él. No me lo podía creer. Y fue el propio Raúl –en el colmo de mi vergüenza por lo que mi propia sociedad había hecho con uno de sus más dignos representantes– quien me quiso sacar de mi decepción, demostrándome así las dimensiones de su desesperanza por conectar con la audiencia que, en principio, más fácilmente podría acercarse a su obra, y mostrándome el extremo al que había llegado su desvinculación con todo lo que debería ser promocionar su obra en Euskadi, con el significado de la misma, con los hechos históricos que motivaron su gestación y, al fin y al cabo, con el contexto en el que fue escrita.

Advertí entonces que los efectos del terrorismo no consistían solamente en el rastro dejado por sus víctimas y los deudos de sus víctimas que quedaron vivos […] sino que alcanzaban también a los que lucharon contra el terrorismo de la mejor manera que podían.

Y a mí aquello me dejó conmocionado y dolido con mi propia sociedad, o para ser más precisos, con la parte de mi sociedad más relacionada con la recuperación de la memoria del terrorismo y de sus víctimas y de las secuelas que dejó. Entonces fue cuando advertí de qué manera la memoria del terrorismo era también capaz de ejercer una selección –atroz, por involuntaria además, pero casi más dolorosa que la que tiene que ver con el olvido– sobre su propia memoria, sobre quienes más directamente se vieron implicados en la lucha contra el terrorismo y tuvieron que reaccionar de un modo ejemplar, por cívico y decente, ante sus efectos más lacerantes y mortificadores.

Advertí entonces que los efectos del terrorismo no consistían solamente en el rastro dejado por sus víctimas y los deudos de sus víctimas que quedaron vivos pero vagando por una sociedad donde sufrieron tanto y donde recibieron tan poco consuelo para su sufrimiento, sino que alcanzaban también a los que lucharon contra el terrorismo de la mejor manera que podían –empleando en este caso las solas armas de su capacidad para escribir novelas– y que recibieron a cambio la respuesta más cruel e ingrata que puede esperar cualquiera que se dedique a contar la monstruosidad de lo que aquí pasó: la animadversión de los ajenos y el olvido de los propios.

Este texto se publicó el 20 de marzo de 2017 en El Correo de Bilbao.


SOBRE EL AUTOR

PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO (Bilbao, 1964) Profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco (UPV-EHU), campus de Leioa (Bizkaia), Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación. Licenciado en Historia por la Universidad de Deusto y Doctor en Ciencias Políticas  y Sociología por la UPV-EHU. Su tesis fue sobre el regeneracionismo español de 1898, de la que le han publicado la parte dedicada a Joaquín Costa (Historia  y nación, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria, 2013). Otros libros publicados son La identidad maketa (2006, el primero que hice, ensayo sobre la inmigración del resto de España al País Vasco en la época contemporánea) o Nobleza y libertad (2016, diccionario biográfico de políticos de la derecha vasca durante la época contemporánea, 1834-1975). Sus investigaciones universitarias actuales y artículos publicados en revistas especializadas versan fundamentalmente sobre los orígenes del nacionalismo vasco y la historia del foralismo vasco. Es columnista de El Correo de Bilbao desde el año 2010 y tertuliano en la ETB-2 desde hace también unos años.