El poeta vasco Carlos Aurtenexe ha publicado un poemario infrecuente. Por su calidad y, sobre todo, por su extensión. Dos tomos que suman más de 1.500 páginas ponen de relieve su singularidad en el actual panorama poético de nuestro país.
© ANTONIO ENRIQUE
En el universo cognitivo y sensorial de Carlos Aurtenetxe (Donostia-San Sebastián, 1942), sobran las palabras. ¿Cómo ello es posible, si estamos hablando del poemario más vasto de la reciente poesía española? 750 poemas en castellano (más otros 250 en lengua francesa, que se publicarán aparte) integran los dos volúmenes de La locura del cielo. ¿Cómo, así, hablar de que “sobran las palabras”? ¿No es acaso una frivolidad? Y, sin embargo, la percepción es ésta. Sobran las palabras porque crean vacío, un vacío absorbente que aniquila toda voluntad, quiebra el deseo de ajustarse a un referente inmediato. O dicho de otra manera, sitúa al lector en un ámbito donde todos los asideros con la realidad inmediata, y por esto aparente, han quedado cercenados. Sin esta premisa, es imposible no ya entender este universo sensorial e intelectivo, sino, siquiera, aproximarse. Este vacío absorbente indica que el lector queda subsumido por una gravitación anímica muy cercana al goce estético. Para leer La locura del cielo hay que saber que no hay que mirar arriba, sino hacia abajo, donde el cielo queda reflejado, y encarnado en el ser humano; y que esa locura, que no es otra que la del dolor del mundo, es consubstancial al Tiempo. “Decir el mundo” es, precisamente y en declaración propia, el objeto rector de la obra de Aurtenetxe, desde aquel su primer libro de poemas, Caja de silencio (1979), que tuve la fortuna de leer recién impreso. Desde entonces hasta ahora, su obra se ha agigantado en diferencia aguda sobre todo cuanto en el panorama poético español de las tres últimas décadas nos es conocido.
Tres son, a mi entender, los rasgos distintivos de su poesía: radicalidad, hondura, impulso. Radicalidad por cuanto su poesía es y significa, sin posible componenda con el lector, quien se verá obligado a dejarla o aceptarla sin ninguna restricción de entrada, pues no existen en su obra ni concesiones ni complacencia. Hondura en tanto se adentra en los resortes de la vida con un ahínco y fuerza sin límite, más allá de las formas, más allá de lo inteligible, más allá de lo constatable. E impulso en cuanto su universo verbal, esto es sonoro, trepida y se vence, emerge y se esconde, es pura vibración, vibración punzante y caudalosa siempre al límite de la agonía con el silencio. Son, sus poemas, a semejanza de masas que aspiran no a invadir espacio, sino poblarlo: el alma es la materia que nos sueña, viene a decir en uno de sus versos. Imaginemos una escultura; puede ser de Oteiza (La piedra acontecida, 1999), Chillida (La casa del olvido, 1999) o de Remigio Mendiburu (Acanto ciego, 2006): el espacio no es lo que queda afuera, el espacio es la misma escultura que cubre, se antepone, se prolonga a la nada de su entorno. Y así, de igual manera, podemos decir de este “cielo demencial” de sus poemas. No es una superficie sobre el que las nubes trazan sus senderos, a semejanza del folio en blanco donde van enumerándose, como cifras neutras, las palabras. Es un cielo del que no sabemos otra cosa que está ahí, sigiloso, amenazante, infernal. Pues tampoco sabemos, ni sabremos, las nubes que en la noche ocupan el espacio sobre los tejados de las casas, en las ciudades durmientes: cuáles son sus signos, qué opresión invisible ejercen. Nada sabemos, pero están. Análogamente, en La locura del cielo el espacio es el poema mismo, y su entorno, si escultura fuese, lo que éste, el poema, aspira a sustituir y ocupar, como un haz para con su envés. Por esto mismo, no podemos hablar, en propiedad, de poemas, sino de hechos, hechos poéticos mayores. Es decir, que no designa; es por sí mismo, alienta, deslumbra, vibra. No son inmanentes, sino hechos que se dilatan en la sensibilidad desprejuiciada y libre del lector.
En diez partes, cuadernos o cantos está articulado La locura del cielo. Son diez libros, geminados cuatro de ellos, en uno solo, puesto que un mismo cielo los abarca, los sujeta, los contiene.
Un “hecho” poético de esta singularidad tuvo al autor en trance dos años, a razón de uno a cuatro poemas diarios. ¿Cómo puede ser ello? Miro a la literatura y encuentro muy pocos casos parecidos: tal vez el propio Hölderlin, cuando (dice Stefan Zweig) sacaban de la alcoba donde le tenían recluido espuertas atestadas de papeles. Tal vez pueda ello explicarse porque el poeta deja de ser actor para pasar a convertirse en observador del propio desencadenamiento; una voluntad, surgida del mismo texto, le arrastra al punto de extraer del poema la simiente del que le sucede, así el proceso no acaba, porque avanza en puros remansos hasta rebasarse. ¿Quiere esto decir que el proceso es lineal? Mi estimación es que no. El poema llega un momento que se ramifica, y se expande en diversas direcciones, en un orden imposible de predecir. Todo está en la atmósfera. Ese cielo “traiciona”, ese cielo está al acecho, como una criatura viviente. El cielo se mueve, se contrae y se dilata la bóveda celeste como un corazón que palpitara, como un reloj disperso, y abajo están los hombres, con sus desdichas. Aristados, los poemas, con síncopas continuas y elipsis asombrosas que entrecortan los versos otorgándoles un tenso dramatismo, su poesía nos está diciendo que el ser humano no lo es hasta sentir la mordedura del sufrimiento; son, estos huecos que se intercalan, como tallar el vacío: siempre quedarán intersticios donde no puedan penetrar las palabras; palabras que, vistas desde otro ángulo, necesitan su propio aliento, ese espacio que las separa. Sobran, pues, las palabras, porque el silencio las anega en una inmersión de la que se liberan gracias al silencio mismo, porque es el silencio lo que las destaca, las emerge y hace latir, con la vida efímera de las luciérnagas. En diez partes, cuadernos o cantos está articulado La locura del cielo. Son diez libros, geminados cuatro de ellos, en uno solo, puesto que un mismo cielo los abarca, los sujeta, los contiene.
Primero y segundo de ellos, titulados ambos “Los pasos”, son los de la soledad cósmica del hombre: su inanidad, su zozobra permanente, su contingencia; de él y de ella quedan lo que no permanece: los pasos, los pasos inciertos, imagen de su radical incertidumbre metafísica. Sus huellas, en ese cielo, son como las propias nubes que se desvanecen y renacen en el perpetuo devenir de su tránsito. Por eso el viento, la lluvia, el mar, el aire, la noche, la materia oscura, establecen su dominio, que en el segundo va perfilándose en soledad y silencio, en los sueños, en la muerte misma. Pero, así enunciados, daría la impresión de una fuerza motriz unívoca, y no es esto: en la estructura invisible de su gestación, este libro total gira sobre sí mismo al tiempo que retoma los temas en la traslación de su decurso, los deja latentes y rescata, no como los dejó, sino transformados por el tempo interno de esa misma estructura de fondo; percibimos así que la línea recta era puramente una presunción imaginaria: que el orden auténtico es orbital y sobre sí mismo.
Tercero y cuarto de estos libros adoptan, asimismo, igual título: “Los cuerpos”. Toma tierra, diríamos, se concreta ahora en la materia: la piedra, la hierba. El río, la luna, los vados, los volcanes. El rayo. Las gentes, los rostros. El hombre en su expansión: la historia, habitación humanal del Tiempo. Tales cuatro libros primeros constituyen el basamento (o bastimento) de este libro total donde se dice el mundo, como denuncia de sus atrocidades pero también como cántico de exaltación de todo lo viviente, esto es sufriente. La mirada del poeta es envolvente: queda suspendida de continuo en aquellos aspectos que quedan desapercibidos por la premura y carencia de observación. Es una mirada precisa, y por lo mismo compasiva: una mirada desde el fulcro, me ha parecido, de la solidaridad, pues del yo se pasa al tú, sin apenas transición, y del ellos al nosotros. La riqueza verbal, por otra parte, y el tono mantenido ofrecen poemas bien granados, impecablemente urdidos, poemas de una pieza. Enumerarlos y ejemplarizarlos haría de esta crónica una especie de palimpsesto interminable, dados sus temas forzosamente recurrentes. El leit motiv, que sirve de contrapunto, es esa locura del cielo de la que somos hijos, como poseídos de su éter catártico.
Quinto de sus libros y sexto adoptan el título de “Condición del otoño”: el pálpito del libro se va humanizando en la concreción de lo cercano; su tirón es, pues, más íntimo y su ámbito más personal y biográfico: incluso la expresión deja paso a lo cotidiano. Su expresión, así pues, tiende a redondearse, perdiendo aristas; es más cálida y, por así decir, reconocible. El libro total ha empezado, creo yo, su combustión: se agiliza, se remonta. El séptimo y octavo es “Historia de la hierba”: ni un solo jadeo se percibe, la visión es diáfana, las imágenes, poderosas. Seguramente hemos venido a recalar en la zona más caliente, más desenvuelta y lúcida. Para concluir con los dos libros que culminan la Obra: “Sueño de la materia” y “En un lugar de la ausencia”, donde se embridan todas las líneas temáticas y se elevan a un ápice de trascendencia mayor.
No sólo decir el mundo, sino desvelar lo que éste encubre: el poema es, en términos del autor, “algo que no tiene explicación ni sentido, ni justificación posible, y que, por ello mismo, y al decirlo, existe tanto o más que todo lo demás”.
¿Y cómo no decir que las palabras sobran? Sobran porque el silencio es, paradójicamente, la fuerza que las mueve, y donde el silencio vence las palabras sobran. Queda más allá la muerte, pero la muerte es imposible, porque forma parte del silencio: es el gran silencio, lo es al menos en un mundo despojado de gracia. Pero han sido necesarias las palabras, el desencadenamiento cataclismal de las palabras, en poemas que son holísticos unos de otros. Me parece a mí que Antonio Gamoneda quiere decir algo así en su extraordinario Frontispicio: jinete sin caballo dice, para referirse a Carlos: jinete sin caballo que ha de llegar velozmente a sí mismo. El jinete ha llegado, pero no dice, añade. Y que llora universalmente. Es un mundo, la poesía de Aurtenetxe, “donde el significado no tiene otro significado que no tenerlo”; esto es, “Ha venido / únicamente para / contemplar / su / no / ser”. Es, Gamoneda, poeta al que admiro y, desgraciadamente para mí, al que profeso escasa simpatía. Pero sus palabras me han emocionado en lo que tienen de lúcida verdad, expresándose en lo que es suyo, como de muy pocos poetas españoles: la verdad de sus palabras transfiguradas por el prodigio. El propio Aurtenetxe, en un proemio o atrio de cortesía al lector, menciona el “Arte de la Fuga” de Bach como referencia en la ejecución de los poemas. Como quiera que, según declaración propia, durante los dos años de su proceso creativo, desayunaba a las dos de la tarde, comía hacia las siete y desayunaba ya avanzada la madrugada, ocurre que cierta noche alcanza, en un programa televisivo a altas horas, a visualizar la mencionada partitura (no es necesario incidir en su inmensa afición musical): “Y hete aquí que, más allá del gozo, he caído en la estupefacción, al comprender hasta qué punto todo el proceso de La locura del cielo, de una manera intuitiva y siguiendo los meandros de la necesidad que el poema me dictaba, ha sido un proceso creativo análogo”. Un poema, a semejanza de Bach, sin-fin: gira en torno a sí mismo, de manera que su fuerza motriz es, simultáneamente, centrifugadora. Como un espejo, diríamos, que, desplazándolo al bisel sobre su propio eje tan sólo treinta grados, ilumina una realidad refractante distinta, de puro centelleo. ¿No es fascinante? “Tratar de explicar lo inexplicable”, ésta ha sido la obsesión. No sólo decir el mundo, sino desvelar lo que éste encubre: el poema es, en términos del autor, “algo que no tiene explicación ni sentido, ni justificación posible, y que, por ello mismo, y al decirlo, existe tanto o más que todo lo demás”.
Cuenta la poesía de Carlos Aurtenexe con excelentes especialistas, como Patricio Hernández, prologuista de su antología Áspera llama (1977-2006), y Fernando Aramburu, quien puso el estudio introductorio a Palabra perdida-Galdutako hitza (1977-1989), su primera antología; los propios Carlos Rojas o Bernardo Atxaga, Antonio Hernández o Jorge Aranguren, por no volver a citar a Gamoneda, entre tantos y diversos, han prologado alguno de sus libros o se han referido a ellos en los términos más elogiosos. De la edición se ha hecho cargo el joven y brillante poeta Juan Manuel Uría. Semejante insólito esfuerzo no ha merecido reconocimiento por quienes, desde el Nacional de poesía, o premio Euskadi, estaban obligados a no ponernos en la vergüenza a los pocos lectores y lectoras de poesía que quedamos. Como tampoco ha aparecido hasta la fecha (primeros de febrero de 2017), ningún comentario. Gracias, señores, por confirmar la evidencia: a libro inusual, usual reacción.
5 de febrero de 2017
SOBRE EL AUTOR
ANTONIO ENRIQUE (Granada, 1953) publicó su primer libro poético, Poema de la Alhambra, en 1974, su primera novela, La Armónica Montaña, en 1986, y su primer libro de ensayo, Tratado de la Alhambra hermética, en 1988, los tres sobre Granada, libros a los que han seguido otros muchos, en los tres géneros. La crítica ha destacado en él su personalísimo estilo y su visión heterodoxa del mundo.
Retirado en Guadix, se ha dedicado incansablemente a iniciativas culturales, como el aula Abentofail de poesía y pensamiento, así como a la crítica literaria con cientos de comentarios. Consta en numerosas antologías. Presidente honorario del Instituto Iberoamericano de Estudios Andalusíes, pertenece a la Academia de Buenas Letras de su ciudad natal. En 2014 recibió la Medalla de Oro de la provincia de Granada. En 2016, la Fundación Andrés Bello le concedió el premio a la Obra Narrativa Completa. Con su novela Boabdil, el príncipe del día y de la noche ha obtenido el Premio Andalucía de la Crítica 2016.