En la sección «Obra en marcha» de República de las Letras publicamos textos que forman parte de la obra que está escribiendo su autor o que, publicados en algún momento, formarán parte de una obra futura. En esta ocasión, es Juan Pedro Aparicio, con un relato que ironiza sobre el papanatismo literario de algunos círculos, quien aporta su creación.
© JUAN PEDRO APARICIO
Francisco se hacía llamar Franky. Enamorado de la literatura, sentía debilidad por la anglosajona a la que dedicaba sus comentarios más inspirados en todo tipo de prensa. Después de haber leído la obra de una larga lista de escritores que empezaba por Dickens, pasaba por Chesterton, y terminaba en Carver, descubrió a Horace Beemaster, el Nobel americano de Tenessee, y quedó tan enganchado que rara era la ocasión en que no lo citara en sus artículos. Cuando supo que se había abierto el Museo Horace Beemaster en la ciudad natal del Nobel, Nashville, no dejó pasar ni dos meses sin aparecer por la llamada Atenas del sur, y plantarse ante lo que había sido vivienda del gran escritor. Quería ser el primer ciudadano español en visitarlo. Pagó diez dólares por la entrada, hubiera pagado mil, y se hundió en el museo durante no menos de tres horas, ¡tres horas para visitar cinco habitaciones! Cómo miraba cada objeto, cómo se embelesaba sopesando el desgaste de la boquilla de las cachimbas del maestro que, según decían los folletos, permanecían donde él mismo las había dejado. O los libros de su biblioteca, y, más todavía, los que tenía sobre la mesita de noche tan impregnados del halo de su vida. ¿Y qué decir de la mesa de trabajo? Parecía que Beemaster se acabara de levantar para ir momentáneamente al baño. Allí estaba el vaso de whisky mediado.
–El whisky se lo reponemos cada día, yo me encargo –le había dicho con un punto de picardía muy sospechoso el conserje negro que atendía el museo–. Las pepitas, no. Esas son las mismas que tuvo en su boca el Nobel.
–¿Las pepitas? –preguntó casi con un estremecimiento.
–Pepitas de aceituna –contestó el conserje, que añadió-: El Nobel las tiraba al suelo como hacen en Madrid. –Y simuló unos movimientos de expulsión con los labios–. El Nobel estuvo allí de brigadista en la Guerra Civil.
Franky no pudo reprimir un leve temblor. ¡Cómo no había sido capaz de reparar en ello antes! Precisamente uno de los personajes de Beemaster, Elly la Bella, incitaba así a su primo Aaron para que la siguiera al tálamo. Nunca es tarde, si la dicha es buena, alcanzó a decirse. Aunque, ojo, quieto ahí -se dijo también-, que Beemaster no era amigo de refranes. ¡Peste de costumbrismo!
Los huesos de aceituna salidos de la boca del maestro dormían su sueño eterno sobre un platito blanco. Eran siete. Contemplarlos, ponía en su pensamiento un énfasis de orante.
Rebaño diminuto de naturaleza inerte -se dijo como si recitara-, huérfanos de toda carne, despojados de presente, cargados de pasado y de futuro, semillas que en la saliva del maestro articularon ideas y generaron mundos, desnudas estáis, solas y frías, cuando tuvisteis el amparo de uno de los claustros vivos más feraces del universo.
El conserje abandonó momentáneamente la estancia y Franky quedó solo. Tenía al alcance de la mano la mesa, el vaso de whisky, unas pocas cuartillas a medio llenar de una letra indecisa, difícil, jeroglífica… y ¡las pepitas de aceituna! … allí, allí mismo.
Como un autómata salvó la altura del cordón que delimitaba el espacio prohibido y con mano temblorosa se atrevió a tomar un hueso de aceituna. Lo alzó a la altura de los ojos como si buscara en él los destellos de una joya. No podía sustraerse al pensamiento de que esa pepita había estado en la boca del maestro, envuelta en su misma saliva como una parte íntima de sí mismo.
Inmediatamente se la llevó a su propia boca y sintió un contacto frío que pronto se atemperó en el lecho pastoso de su lengua. Tuvo la ilusión de que su saliva se confundía con la saliva del maestro. A pesar de su enorme ansiedad, comprendió que algo de comulgante tenía el gesto y, agnóstico como era, amagó una sonrisa burlona, señal evidente de que, él, Franky, sabía muy bien lo que hacía. Pero algo misterioso y profundo estaba teniendo lugar en su interior. Su corazón se aceleraba. Creyó que había empezado a ver la vida como la había visto el maestro. ¡Y en inglés! Y qué sorpresa, porque lo primero que supo fue que Beemaster no se tenía a si mismo por un genio, que no siempre estaba seguro de su talento, que cuanto más se elogiaba su obra, más desconfiaba él de ella.
Experimentó varios sentimientos encontrados: estupefacción, desconfianza, conmiseración, ternura y algo de despecho. Pero, al mismo tiempo se sintió capaz de comprender misterios que antes le habían estado vedados. ¿Cuál era, por ejemplo, la opinión del gran Beemaster sobre la cultura española? Franky siempre había creído que el maestro la tenía por muy de segundo orden.
Esa pregunta no tuvo una respuesta clara, sin embargo. En cambio sí percibió un sentimiento de pesar, como si el maestro se lamentase de no haber prestado atención suficiente a la literatura española. Por algo sería, vino a decirse casi en voz alta un ufano Franky, con ese desdén del que siempre había hecho gala en artículos y conferencias creyendo que así comulgaba con Beemaster.
Entonces le llegó otro mensaje, ahora más nítido y punzante, y tampoco estaba formado por palabras. Fue como una visión muy fugaz pero cegadora. Y aunque se sintió halagado en principio, por atraer la atención del maestro, enseguida el halago dejó paso a la humillación. Franky era para Beemaster como un personajillo de novela, uno de esos cuya pobreza de miras -a pesar de su desaforada vocación cosmopolita, o precisamente por ella- le impedía entender la complejidad de la vida, una especie menor de Madame Bovary, la criatura de Flaubert, que, incapaz de ver el amor romántico de su marido, lo mendigaba de modo patético fuera de su casa.
Se sintió desfallecer. Su estómago y su garganta parecían aprisionados por un cepo que se iba cerrando. Tenía que abrir la boca y tomar aire pero no era capaz de despegar los labios. Necesitaba liberarse del hueso de aceituna y salir de aquel estado. Comprendía que el empeño de toda su vida estaba siendo puesto en entredicho. Hizo un esfuerzo descomunal y llenó sus pulmones de aire. Enseguida lo soltó de golpe. De su boca, a la par que el hueso de aceituna, salió también el proyectil de una palabra: ¡Imbécil! Y, aunque fue en sus labios donde se articuló, no fue capaz de saber quién había sido el autor, si él mismo o el fantasma del maestro hablando por su boca. De lo que no tuvo duda es de que había sido dirigida a él.
EL AUTOR
JUAN PEDRO APARICIO. Narrador y ensayista. Premio Castilla y León de las Letras por el conjunto de su obra. Premio Nadal de novela en 1989 por Retratos de ambigú. Premio Setenil de Cuentos en 2005 al mejor libro de relatos publicado ese año por La vida en blanco. Premio Internacional de Ensayo Jovellanos en 2016. por «Vuestros hijos volarán con el siglo». Parte de su obra ha sido traducida al ingfés, alemán, chino, ruso, y otros idiomas. De 2005 al 2009 ha sido director del Instituto Cervantes de Londres.