Por gentileza de su autora, publicamos en República de las Letras, su artículo/intervención, el pasado 5 de febrero, en la Biblioteca Central de Santander, en la clausura del II Encuentro de Escritores de Cantabria promovido por la Sociedad Cántabra de Escritores, cuyo lema fue «La libertad es una librería». Un fascinante recorrido por la pasión lectora y sus hitos.
© ANA GARCÍA NEGRETE
Desea el poeta Joan Margarit que el arte sea útil para la vida humana. El titulo que nos reúne, “La libertad es una librería ”lo encontramos en el libro Aguafuertes, (1995), en uno de los versos del poema “Libertad”, que empieza así: “Es la razón de nuestra vida” lo que representa para todos nosotros. En la poesía de Margarit reconocemos su intención expresiva de verdad, de emoción honda y humanidad en su pensamiento hacia los otros. Y es rebelde por ello. La calma de un poeta, lector apasionado, contagia con su palabra la necesidad de conocer más de quienes nos acompañan sabiendo que vamos de la mano por la vida, porque según el verso de John Keats, “Algo bello es un gozo eterno”.
No creo que pueda descubrirles nada nuevo sobre lo que habrán reflexionado y leído tantas veces. Si acaso, intentaré juntar algunas ideas que, engarzadas a otras, esbozarán el fenómeno emocional y racional que se produce en la lectura, según la definición: “La representación de algo que no existe o no está presente” (María Moliner).
Por qué leemos. Sobre todo porque disfrutamos de la novedad y la ilusión de residenciarnos ajenos a nuestra realidad limitada.
Las lecturas acumuladas a lo largo del tiempo son en sí mismas una aventura de feliz advenimiento. El caudal de tan expansivo sentimiento resulta que se encuentra al alcance de la mano para muchos de nosotros.
La fortuna de tomar un relato, encontrado en las estanterías de la habitación propia, en bibliotecas y librerías, puede ser disfrutado y celebrado sin necesidad de desplazarnos físicamente miles de kilómetros. Con la voluntad de nuestra elección podemos recorrer el espacio desconocido o aproximarnos a una biblioteca infinita como la que describió Borges. Y conversar o discrepar con nuestros autores predilectos.
Sobre el diván, en el jardín bajo el árbol, o en el transporte público hacia el trabajo, es posible volar al país de las maravillas con Tutankamon, conocer a Platón o a Safo, caminar por Atenas, recorrer el Orinoco de Humboldt, ir a la conquista de los hielos eternos, navegar desolados con Coleridge, o volver a un opresivo año 1984 donde los libros y el pensamiento quedarán abolidos, según la intuición de Orwell.
La fortuna de tomar un relato, encontrado en las estanterías de la habitación propia, en bibliotecas y librerías, puede ser disfrutado y celebrado sin necesidad de desplazarnos físicamente miles de kilómetros.
Este caudal que cuidamos y defendemos, dispuesto siempre a la caza de nuevas iluminaciones, debería ser compartido con quienes esperan o necesitan lo mismo que nosotros, aventuras e ideas que les lleven a donde nunca pensaron que podrían llegar, o conocer. Que no sea un privilegio, de acuerdo con el deseo de Margarit al que aludí al inicio, sino la expresión de la conciencia, ya que tener lo mejor obliga a compartirlo.
Cuando Mari Luz Quiroga llamó al teléfono para invitarme a este encuentro, me encontraba zambullida, literalmente, en una de las lecturas que suelo regalarme al acercarse la Navidad. Cada año me convierto en mi reina maga y me aseguro de tener los mejores paquetes que pueda haber sobre mi zapato: los libros. Reminiscencias de la infancia. Algunos de vosotros me comprenderéis. Se trata de una compra alegre que anticipa la suculencia de lo que ya me pertenece, con su promesa de promiscua intimidad, ellos, mis libros, y yo.
El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, es el libro que escribió Irene Vallejo para mí. Un espléndido cuento verídico y extenso como Las mil y una noches. De él me habló Paz Gil. Te gustará, me dijo. Como un regalo. La labor de una buena librera. Y sí, ese título parecía una promesa que resultó cumplirse, porque cada página abre una biblioteca con sus propios rollos y libros. La posibilidad de escarbar en esta o aquella obra o autor, aliñada de anécdotas no siempre conocidas de nuestros escritores antiguos, pero también de los modernos, porque lleva sagazmente a los de ahora a la orilla de los clásicos pretéritos. Hay agudeza y sentido del humor en esta literatura comparada sobre la vida y la historia de la escritura. No deja de lado tampoco aspectos de género bien argumentados a la luz de su estudio, con el bisturí que nada deja pasado por alto; con humorísticos comentarios sobre la pobre historia vacía, cuando no vilipendiada, de las mujeres. Es solo un aspecto más en el relato oficial de las letras. Este libro lleno de encanto, con su vastedad de ramas y derivaciones, me había llevado lejos, les decía, cuando Mari Luz llamó una noche. Y todo quedó conectado.
El miedo a la libertad ha sido causa de censura y atropellos sin fin pero, a causa de ello, centro de reflexión para escritores de ficción o pensadores del alma. Así se aventa el miedo y se alejan los fantasmas. Cuando decimos con Joan Margarit que “la libertad es una librería”, estamos anunciando nuestra apetencia por instalarnos en un espacio interior sagrado que conduce al mundo de las posibilidades constantes, apenas intuidas. El juego atrevido de signos, ideas, símbolos y las metáforas rebeldes y audaces ante la duda inédita. La libertad requiere de voluntad en la acción y decisión en la elección.
No buscamos en los libros la felicidad bobalicona del cobarde que teme alejarse de su casa, o acaso también a veces, sino la posibilidad de escindirnos de un yo cotidiano, destino de costumbre y orden, asociado a un lugar y un tiempo, valeroso cuando nos decidimos a salir a la búsqueda del resto del mundo, e imaginar.
Cuando decimos con Joan Margarit que “la libertad es una librería”, estamos anunciando nuestra apetencia por instalarnos en un espacio interior sagrado.
Ensanchar la vía, los canales; avanzar en el conocimiento, la discusión de las ideas y pistas para entender el mundo al que pertenecemos, orientando nuestra lente atenta a lo evidente y desconfiada del argumento fingido. Como diría J. Millás, “hay algo que no es como me dicen”.
Me ha llevado Irene Vallejo deliciosamente a los primeros bestsellers de la cultura: La Ilíada y La Odisea. Más ciencia ficción, diría Bradbury. Llegaron a nosotros gracias al número de copias encontradas en lugares pequeños, lejanos y dispersos del Mediterráneo y el Oriente, manteniéndose vivos y reclamados en la lectura y la enseñanza a través del tiempo, a pesar de los sistemas educativos. Fue opción de los lectores protegerlos, escapando de las conspiraciones de exterminio en una pira decretada por algún déspota. Tuve un catedrático de griego que contaba la historia de Grecia a sus alumnas como si fuera un cuento, y no hubo clase en la que se aprendiera tanto.
Pensando en Ray Bradbury, recuerdo un relato titulado “A hombros de gigantes”. Trata sobre la ciencia ficción y su progreso en las bibliotecas gracias a la revolución de los niños lectores. Plantea en el fondo la misma cuestión de la que les hablo: “sin imaginación no hay voluntad”, y si los libros se hacen irresistibles a nuestro deseo es porque en ellos encontramos el sustrato que alimenta nuestra máquina de imaginar. Dice Bradbury: “Es la Historia de las Ideas lo que encontramos en cada libro, porque al fin y al cabolos primeros escritores, hombres y mujeres de las cavernas, dibujaban sueños de ciencia ficción en las paredes de las cuevas”.
Lo que más deseamos, sobre todo en la juventud, es poder traspasar las lindes de nuestro pequeño mundo doméstico, el que creemos intrascendente en tiempos de paz, y cambiarlo todo con aquellos libros que han sobrevivido con nosotros, que sonarán cuando los recordemos como mágicos guijarros en los bolsillos.
Qué hace a los libros felices distinguirse sobre los otros. Ciertamente no podemos leerlo todo y, de manera frecuente, nos remitimos a un catálogo bendecido, según nos dicen, imprescindible. ¿Cuántos nos hemos perdido y cuántos quedan al margen de las recomendaciones? Compartimos un canon heredado que va creciendo con el tiempo, aunque a veces podamos disentir abiertamente con toda legitimidad. Entonces, lo ampliamos para nosotros, a nuestro entender, por uno u otro motivo.
Si no lo lees no lo sabes, si no lo sabes nada crees. La pericia y el atrevimiento requerido para expresar sentimientos y experiencias verazmente, para un lector atento, necesita de los elementos, a veces inexpresables, que hacen únicos a los libros importantes, por diversas razones, no solo por su alta calidad manifestada por expertos. A todos les pedimos un comportamiento parecido a la maquinaria de un reloj, cada uno con sus ruedas y tamaños, pero expresivos, bien engarzados y convincentes en la bendita locura que rezuma una intriga cuya intención es contravenir el orden. El fin último del Arte. Hacia otro libro y otra manera de decir.
El espacio de libertad surgido entre un libro, traductor del pensamiento de autores y escritoras, y sus lectores, no puede ser violentado. Dictadores ególatras no pueden prohibir el pensamiento inaprensible, porque en la médula de nuestro Yo hay zonas inexpugnables a las que nadie puede acceder: lo aprendido por nosotros y para nosotros. La gran evasión, la libertad única y congénita. La que no se da, ni tiene que concederse.
Disfrutamos del fácil acceso a libros, publicaciones, revistas en papel y online, pero de forma constante elucubramos sobre el futuro del libro como soporte y también del contenido de la cultura tal como hasta ahora la hemos conocido. Y suele preocupar la dispersión o banalización de las ideas supersónicas, ventiladas a la luz de la publicidad, del negocio liberal, de pronto tierno, preocupado por la salud de los súbditos,a los que asocia mansamente para embuchárselos, mientras expulsa manos trabajadoras y cabezas pensantes a cambio de pulsómetros y bits amontonados en nubes.
Ideas que pululan en autopistas cibernéticas, a cuyo fin es necesario estar atenta cuando no es la creación sin más lo que se busca, o un conocimiento sin prejuicios iniciales. La creación y el arte no pueden buscar la transacción interesada porque allí nunca residirá el soplo de un ente generador si está condicionado.
Si los libros infantiles son esenciales también en la vida adulta, es porque nos hicieron emocionar y volar hacia una playa inexplorada llena de acontecimientos posibles,ya que llegaron anuestras manos para ser leídos.
Bienvenidas las nuevas ideas, los nuevos libros y la literatura que al abrirse manifiestan hallazgos reveladores de formas y pensares nuevos. Cuando leí Lectura fácil de Cristina Morales, premio Nacional de Narrativa, hizo que se diluyeran en mi cabeza prejuicios y conceptos en los que no había reparado imperdonablemente nunca, quizás porque ser una afortunada mujer sana no me ha obligado a pensar mucho en ello. Me vi enfrentada a mis contradicciones y cambió mi forma de mirar la discapacidad intelectual, para mi fortuna. También JoanMargarit sabe algo de ello. Así es que bienvenida sea la Librería Solidaria de Torrelavega.
Necesitamos libros dispuestos a embaucar por iluminación, no adaptados a tendencias calculadas. En estas consideraciones coincido básicamente con nuestro filósofo y poeta Alberto Santamaría cuando en sus libros Alta Cultura Descafeinada, o En los límites de lo posible…, piensa el nuevo papel de corporaciones y bancos como consejeros emocionales del crecimiento personal que viene a marcar y positivizar un modelo de felicidad.
Si los libros infantiles son esenciales también en la vida adulta, es porque nos hicieron emocionar y volar hacia una playa inexplorada llena de acontecimientos posibles, ya que llegaron a nuestras manos para ser leídos. Comer el bocadillo de la merienda mientras devorabas los renglones con tal disfrute que una historia nos pedía otra y otra, por el placer de recorrer un inmenso campo descubierto a través de las palabras.
María Moliner en su entrada a la palabra leer significa: “interpretar mentalmente o traduciéndolos en sonidos los signos de un escrito”. Lo que obliga a poner en marcha iluminados resortes en la construcción de una realidad no pensada hasta entonces en el niño o el adulto.
Y creo que no hay nada mejor que iniciase en los cuentos y libros leídos en alta voz. Así como en la antigüedad se transmitían las batallas de los héroes a través del relato dirigido a una comunidad, aún se mantiene en muchas culturas como un importante hecho social y cultural. Pero nosotros hemos dejado la práctica, en el mejor de los casos, a los cuentos de nuestros niños o a los clubs de lecturas, aunque seguimos soñando con una voz que nos relate al oído, mientras volamos mentalmente entregados a la creación de imágenes, origen de imaginar, para hacerlo en compañía. Lecturas que en la infancia se sienten salvíficas, y así lo estiman distintos autores recordando la voz de una madre lectora como Walter Benjamin, Pablo Neruda o la misma Irene Vallejo. Y ¿a quién no le gustaría que le recordaran sus hijos por algo como esto? Quien lo ha disfrutado, lo sabe.
Cuántas personas caben en un autor o autora y cuántas voces recibe cada lector, diferente cada vez. Es un descubrimiento. La voz iniciática de las leyendas es el mejor virus de efecto multiplicador conocido y representa una experiencia audaz que abre las ganas a saber más.
El deseo de contar y las ganas de escuchar forjaron las historias que permanecen, con pequeñas variantes, en el fondo del armario común de los países y los pueblos porque todos han compartido ilusiones y tragedias universales, saltando de un lugar a otro, transmitidos a las gentes por poetas y trovadores. El escritor argelino Kateb Yacine contaba cómo la mayor parte de la literatura de su país era oral ya pasada la primera mitad del s. XX y defendía la calidad de los grandes poetas que allí se han dado con sabiduría propia. Cuando Maria Goyri y Menendez Pidal recorrieron España buscando romances que pudieran quedar en la memoria de sus habitantes se encontraron para su sorpresa con una fuente casi inagotable y antigua bien conservada. En Cantabria nos quedala trova tradicional con su métrica y ritmos que entonan los troveros y troveras.
Mi admirada Ana Ajmátova fue prohibida muchos años en su propio país, o lo que es lo mismo, para el mundo entero, sin poder publicar ni recitar en público. Su palabra y sus poemas permanecieron en la conciencia de las gentes porque alguien, ella misma, los escribía, los memorizaba y se destruían para después recitarse ante un pequeño grupo que a su vez los compartía, y más de una vez alguien le recitaba sus propios versos en un acto de comunión, resistencia y agradecimiento, en la estela de la tradición oral rusa y eslava. Una vez más, lo que no puede ser arrebatado de ningún modo, aunque haya a quienes les haya deparado incluso hoy, la cárcel, el exterminio, el silencio y la tortura.
Entonces, la libertad no es una librería, al menos no una librería a la vista de la autoridad, detentadora de un poder descarado, tomado sin permiso. Entonces, no podemos hablar de la librería de las sociedades desarrolladas y autocomplacientes como la nuestra.
Pero la prohibición, como una ley seca dictada sobre la elección libre, ha infundido valor a las conciencias y ha impulsado las ganas de saber multiplicando el entendimiento de obras, títulos y autores, causando el efecto contrario que se buscaba con tal prohibición. Un triunfo en toda regla.
Me gustaría pensar que no serán vencidos por moralistas, censores y frívolos twitteristas, y que la verdad, aquí o allá, siempre estará dispuesta a explotar los límites de lo falso como espoleta poderosa para no dejarse engatusar, ni confundir.
Volviendo a los libros, nuestro Colectivo Peonza, Premio Nacional de Fomento a la Lectura de hace un año, me invitó a participar en el espacio de la revista dedicado a “Mis primeras lecturas”.
Recordé, entonces, y me detengo ahora en un viejo libro que encontré en la casa familiar donde pasábamos los veranos. Se trataba de un resto del naufragio, algo ajado por el uso, de una colección de libros grises entelados, titulada, El Tesoro de la Juventud.
El extraordinario mundo de aquel libro que pertenecería a mi padre y a sus hermanas fue mi compañía favorita durante un verano en el que la lluvia descargaba a días y a veces no escampaba. Me encontré con algo distinto en el formato y las imágenes, apartados increíbles sobre mitología, historia, ciencia o biología, sin olvidar El libro de las narraciones interesantes y El libro de la poesía. Incluía, una sección titulada “Hombres y mujeres célebres”. Mucho después supe que se trataba de una colección de libros didácticos ingleses pensados para abrir el apetito curioso de la infancia.
Allí los cuentos nada tenían que ver con los llegados a nuestras manos en las ediciones de los años 60 y 70, conocidos algunos en versiones bien distintas. No había cabida para edulcoraciones tramposas ni intención de ponerle paños calientes a los actos malvados.
Pero Walt Disney ya había entrado en la estantería. Cuando supe que la idea original de su cuento La dama y el vagabundo se atribuye a nuestra escritora María Lejárraga, birlado en América por alguien después de haberle hecho el encargo, comprendí que el cuento de María, a la luz de su obra sobre pedagogía y educación, debía diferir de la versión que Disney difundió. Ella nunca vio reconocida su autoría ni los pingües beneficios asociados.
Encontrar un poema que nos inquiera, nos hable a cada uno deleitándonos con la sugerencia, el silencio o la imagen, es una experiencia vigorosa que tiene algo de mística. Ahora bien, por qué esa felicidad a veces es difícil hacerla extensiva a otros tantos lectores que se dicen entumecidos para reconocer un texto poético. Escuchen una buena voz lectora de poesía en comunidad. Como en los cuentos. Y, quiero, en justa correspondencia, dedicar un recuerdo imprescindible a Isaac Cuende, mi lector favorito.
Busquen ustedes sus poemas y a sus poetas. Todos ellos son amantes de los libros y todos dedican versos de homenaje a la libertad que les alimenta. En El mundo de ayer, Valéry hablaba con Stefan Zweig sorprendido de que este conociera unos poemas antiguos suyos de juventud que se habían publicado en una revista en 1898 y que Zweig encontró increíblemente, ¿cómo pudo usted conseguirla en Viena?-preguntaba Valéry– De la misma manera en que usted, siendo estudiante de bachillerato en su ciudad de provincias, consiguió las poesías de Mallarmé, tan poco conocidas de la literatura oficial, y él le dio la razón: Los jóvenes descubren a sus poetas porque quieren descubrirlo.
Biblioteca Central de Santander, 2020
LA AUTORA
ANA GARCÍA NEGRETE (Castro-Urdiales, 1961). Se inició en la poesía 1976 con el grupo “Cuévano”. Publica individualmente su primer libro en el año 2005: Algo tendrán que decir las estaciones. Le seguirán Memoria para seguir un rastro, 2010; Y dices tu nombre, 2015. En 2016 por encargo de la Universidad de Cantabria escribe el estudio preliminar Entre la libertad y el compromiso a “Yacimiento poético” sobre la figura y la obra poética y teatral de Isaac Cuende, fundador del grupo “Cuévano”. Obtuvo el premio de poesía José Luís Hidalgo en 2016 con Descrédito de la certeza. En 2020 participó en el ciclo de veladas poéticas de la UIMP en Santander con un avance de un nuevo libro aún sin publicar.