Enrique Murillo: «De mis cuarenta traducciones para Anagrama, treinta se siguen reeditando»

Enrique Murillo es uno de los protagonistas indiscutibles de la literatura española y en español de las últimas décadas. Cuando digo esto me refiero a que, con sus múltiples talentos y trabajando para distintas editoriales y en proyectos de lo más variado, ha contribuido a que los lectores y los escritores cambiásemos y seguramente mejorásemos gracias a él. Porque gracias a su intuición, a sus consejos y a los equipos con quienes trabajó para editoriales independientes (como Anagrama) o grandes grupos (como Plaza & Janés), nos ha abierto a nuevas formas de entender la literatura, ayudándonos así a convertirnos en ciudadanos del siglo XXI.

Por si eso fuera poco, es también uno de los escritores más interesantes y menos reivindicados que he leído en mucho tiempo, con al menos dos libros que merecen su rescate: El centro del mundo y El secreto del arte, ambos publicados por Anagrama; y otro que todavía podemos encontrar en las mesas de novedades de las librerías y que es uno de los mejores de este año: Personaje secundario. La oscura trastienda de la edición (Trama Editorial, 2025).

© HILARIO J. RODRÍGUEZ 

¿Crees que uno de los rasgos distintivos de lectores como tú, que os formáis en la década de los setenta, fue el haber viajado y vivido en el extranjero?

No en todos los casos, aunque en algunos es evidente que sí. Incluso en Ramiro Pinilla y Juan Benet, ambos de la generación anterior, ya se había producido este fenómeno. En mi generación, la de los setenta, había cierta asfixia cultural y un rechazo de la tradición narrativa española. Muchos autores en ese decenio dieron un giro táctico hacia influencias extranjeras, me refiero a Leopoldo María Panero, Javier Marías o Cristina Fernández Cubas. Hasta entonces la traducción de literatura extranjera se limitaba a los diversos postvanguardismos, desde el nouveau roman hasta Samuel Beckett, pero cambió gracias a quienes leíamos en inglés. El gran cambio lo inició Eduardo Mendoza, que vivía en Nueva York cuando publicó La verdad sobre el caso Savolta, en 1975.

-Además de eso, ¿qué otros rasgos añadirías para caracterizar a aquella generación de lectores de la que formas parte? ¿La música? ¿Los cómics? ¿Las vanguardias? ¿La fotografía?

Depende de cada persona. No hubo un movimiento literario con manifiesto colectivo, como en las vanguardias. El cine influyó muchísimo como forma narrativa en Marías, por ejemplo. Y el rock, en Mariano Antolín Rato. Los cómics no tuvieron, que yo recuerde, influencia hasta más tarde.

En Personaje secundario primero te conviertes en lector, luego en traductor y finalmente en escritor. ¿Fue ese el orden lógico o hay algún salto o desvío que no se refleje en el libro?

Yo escribía desde 1963: poesía social y paraexistencialista. Publiqué un librito de poemas en 1979, Las dimensiones saciadas, tras años de escritura en la estela de Ezra Pound y T. S. Eliot. Después mis lecturas se centraron, no sé cómo ni por qué, en la narrativa anglosajona. Traduje a Robert Louis Stevenson, Joseph Conrad y Henry James, y leí además a muchos otros, de Edgar Allan Poe en adelante. Ese fue mi comienzo como escritor de ficción, un recorrido que se resume en cuatro libros entre 1984 y 2004. La traducción me condujo, por azar, a la Editorial Anagrama en 1978. Allí acabé aprendiendo a hacer lecturas editoriales, calibrar si un libro o un manuscrito, además de calidad literaria, era viable desde un punto de vista comercial. Entendí la importancia editorial de estos dos puntos de vista gracias a Jorge Herralde.

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¿Hasta qué punto eras un lector ordenado y metódico o te ayudaron a convertirte en uno?

Jamás he sido ordenado ni metódico, con una sola excepción: al preparar y redactar mi tesis doctoral, sobre los cambios de ideas literarias en la historia de América Latina, desde el neoclasicismo hasta el estallido del primer modernismo en México, Cuba o Colombia. Para eso sí leí de forma cronológica un montón de libros que pude consultar y sacar de la biblioteca del British Museum en los años setenta, cuando vivía como periodista en Londres.

¿Qué es lo que les aportas tú a otros lectores y a futuros escritores?

Como autor, ni idea. Como editor, bastante. Decidí revolucionar la historia de la narrativa española por dos caminos que conducían a un mismo objetivo: recuperar la narratividad. Ayudé en Anagrama a que se contratasen autores que estaban comenzando sus carreras en Gran Bretaña y Estados Unidos. Y elegí con esa misma idea los autores en lengua española que proponía, de Ignacio Martínez de Pisón y Álvaro Pombo a Rafael Chirbes. Y en paralelo se produjo un cambio que bauticé con la etiqueta «Nueva Narrativa».

En tus años londinenses ya comienzas a hacerte una idea de cómo está cambiando la novela en general y la española en particular. ¿Podrías resumir esos cambios?

En esa época entendí los cambios que se produjeron en la idea que los escritores tienen de su oficio. Aunque leía más poesía y ensayo que novela, de 1969 a 1974 también pude leer mucha novela: desde Thomas Mann traducido al inglés hasta novela de la China antigua; apenas leía novela contemporánea. Pero sí todo el renacer narrativo que ocurre de espaldas al realismo y el naturalismo. Algo de Charles Dickens y sobre todo a muchos oscuros autores rescatados por Siruela durante los ochenta, gracias a las indicaciones de Jorge Luis Borges o las antologías de Javier Marías. Antes había leído las traducciones de Dashiell Hammett o Raymond Chandler en ediciones de bolsillo de Alianza Editorial y en Londres seguí leyéndoles en inglés. Mientras trabajé en el servicio internacional de la BBC, tuve suerte porque algunos de mis compañeros eran escritores y a través de ellos me enteré de los temas que trataban los autores con los editores en Gran Bretaña: sobre aspectos técnicos de la narración, de escenas y personajes, de comienzos y finales. Pude ver manuscritos con correcciones a mano, algo que me enseñó que editar era algo más que elegir y publicar.

«Me apetecía bajar a algunos mitos de sus pedestales».

Una de las cosas que echabas en falta en la novela española, a diferencia de la anglosajona, era algo que tiene que ver con el acto de contar. ¿Qué era? ¿De qué carecía en aquella época y qué le aportaron progresivamente escritores como Álvaro Pombo, Ignacio Martínez de Pisón o Javier Marías?

Lo que yo intuía lo escuché mejor conceptualizado por Ramiro Pinilla muchos años más tarde, cuando le entrevisté para XL Semanal y me dijo: «Los españoles no cuentan las historias, las dicen». No me importó la generalización del concepto, me deslumbró su claridad. La narratividad la encontraba en Poe y en James, algo que luego vi en Martin Amis e Ian McEwan o Bret Easton Ellis. Algo que no estaba en nuestra novela, la que pretendía acabar con el franquismo con un léxico acartonado; aquí casi nadie sabía «contar» historias, y creo que contribuí a recuperar ese arte, que ya estaba en La Celestina.

Cuando comenzaste a trabajar en Anagrama es cuando, pese a la cantidad de horas que dedicabas a tus obligaciones, encontraste el espacio y las circunstancias para publicar tus dos primeros libros de narrativa. ¿Podrías describir el proceso de escritura de ambos, la diferencia estilística entre uno y otro, y la opinión (o consejos) del propio Herralde sobre ellos? ¿Por qué sobre esto pasas casi de puntillas en Personaje secundario? ¿Por qué tus propios libros tienen tan poca importancia hasta la aparición de Ray Loriga o Félix Romeo, cuando reconoces que ellos sí los habían leído y quizás estaban teniendo un efecto en las nuevas generaciones de escritores?

Escribir fue para mí siempre algo que tenía que ver conmigo mismo. Pero yo no podía permitirme hacer una «carrera literaria», ni tenía tiempo para escribir. En mis memorias apenas hablo de mis libros porque ese no era el asunto que me llevó a escribirlas. No soy nadie para valorar mis obras de ficción, aunque me gustaría publicarlas de nuevo porque están descatalogadas. Solo el lector le devuelve al autor su obra con un sentido especial: es él quien al leerte te explica tu obra. Pero casi toda mi vida he trabajado montones de horas, incluyendo los fines de semana. En Anagrama yo trabajaba como autónomo, sin contrato y por un sueldo muy bajo en relación a la cantidad de ventas que mis consejos permitieron conseguir a esa empresa. Traducía todas las mañanas, siete días a la semana. El primer libro lo escribí a ratos, durante tres años, gracias a que eran breves nouvelles o cuentos largos. La primera novela la escribí en borrador durante los tres meses en que pude liberarme de traducir porque me concedieron una beca de creación. En cualquier caso, me sorprendió que El secreto del arte hubiera sido un libro revelador para Pedro Ugarte, Félix Romeo y otros autores de su generación. La distancia de muchos años entre un libro y el siguiente quizás explique tantos cambios en la superficie estilística de mi ficción. Pero los temas, y el enfoque desde el género fantástico han permanecido siempre.

Enrique Murillo (Barcelona, 1944) en una imagen reciente de Jesús Marimón

Pese a que no haces juicios tajantes sobre Jorge Herralde, dejas ver que no te sentías lo bastante reconocido y que él no se prestó a proporcionarte un puesto de trabajo desde el que pudieses trabajar con comodidad. Aun así, ¿hasta qué punto crees que al irte de Anagrama tu proyecto literario quedó relegado no a un segundo plano, como hasta entonces, sino a un tercero o cuarto plano?

Es evidente que mi trabajo proporcionaba mucho dinero si se tiene en cuenta que fue por mis informes de lectura por lo que Anagrama publicó La conjura de los necios; El héroe de las mansardas de Mansard, de Pombo; Dinero, de Amis, y los primeros libros de Richard Ford, Adelaida García Morales o Rafael Chirbes. De mis cuarenta traducciones para la empresa, treinta se siguen reeditando. La tarifa que cobrábamos los traductores en mis tiempos en Anagrama era muy baja en relación a la dificultad de traducir, por ejemplo, cuatro libros de Vladimir Nabokov o las mil páginas de La hoguera de las vanidades. Herralde no me hizo en diez años un contrato laboral. Trabajar luego en multinacionales era también de locos, sobre todo en Plaza & Janés, la empresa de Bertelsmann que estaba en quiebra técnica cuando yo entré como director editorial. Allí echaba de nuevo doce horas diarias. Sanear las cuentas de esa empresa en quiebra con libros vinculados a los principales inquilinos de la Zarzuela; y también a Ray Loriga o a Dulce Chacón exigía muchas horas, muchísimas. La diferencia es que Bertelsmann pagaba bien. En Planeta, me negué a tener grandes responsabilidades y, por eso, me encargaban todos los marrones: que mediara entre autores que se cabreaban con su editor, que atendiese al proceso de edición de libros especiales… Pero fueron cinco años de descompresión. Después de mis dos primeros libros, el siguiente lo escribí cuando me despidieron de Planeta, porque estuve unos meses sin trabajar, hasta que me fichó Alfaguara. Y el cuarto también lo escribí tras otro despido: el de Alfaguara. Tres meses me bastaban para tener un borrador, luego reescribía a ratos perdidos. Las memorias, sin embargo, las comencé en 2015, mientras estaba negociando la venta a Malpaso de Los libros del lince, y solo les he dedicado todo mi tiempo a partir del confinamiento. Desde entonces han sido seis horas diarias, siete días a la semana, escribiendo las partes que faltaban y reescribiendo y reordenando las ya escritas. He corregido algunos fallos para la segunda edición, que sale a finales de noviembre de 2025.

«Decidí avanzar hacia un objetivo: recuperar la narratividad».

Los grandes grupos y las responsabilidades cada vez más grandes puede que hayan impedido desarrollar en condiciones tu obra literaria, pero al final han convertido tu propia vida en esa obra, la prueba es el libro a partir del que estamos hablando. ¿Cómo lo ves tú?

Podría verse así. Este libro tenía que escribirlo porque, como se dice en la película de Orson Welles Campanadas a medianoche, «Señor, la de cosas que hemos visto». Hay demasiadas leyendas vanas en la imagen que la edición española proyecta de sí misma y a mí me apetecía bajar a los mitos de sus pedestales, contar ciertas vergüenzas del noble oficio de la edición.

 

 

Personaje secundario, Enrique Murillo, Trama editorial, 2025, 544 páginas, 29 euros.


EL AUTOR

HILARIO J. RODRÍGUEZ es viajero, profesor y escritor. Ha colaborado con medios de prensa y revistas (El Estado Mental, Jotdown, Abc, La Vanguardia, Leer, Revista de Occidente, Dirigido por o Imágenes de actualidad). También ha escrito estudios sobre géneros cinematográficos, películas y directores, además de dirigir y coordinar ciclos, exposiciones y publicaciones para numerosos festivales de cine. En su obra de ficción destacan Construyendo Babel (que fue editada por primera vez en el sello Tropismos en 2004 y reeditada  por Editorial Contraseña en 2023), Mapa mudo, El otro mundo, Perder ciudades y Un astronauta perfecto, estas dos últimas obras publicadas por Newcastle, donde apareció Las desapariciones en 2022 y donde aparecerá este año Libro de las imágenes. Actualmente trabaja en un libro de viajes sobre Los Balcanes y en una novela. Su último libro publicado fue El año pasado en Marienbad. Recuerdos del futuro, en la Editorial Providence.