Blas Valentín: «Escribir desde la orilla no es una pose, es una condición»

Blas Valentín, socio de ACE, publicó a finales de 2024 una novela en la que puso toda la carne el asador. Porque Mientras el río fluye (Milenio) es una novela sobre el desconcierto de un país encarnada en un protagonista, Penalba, exmilitar reconvertido a profesor de Secundaria en la Cataluña del procés, que encarna un desencanto contemporáneo sobre el que se había escrito poco. Hasta ahora. En esta entrevista, Blas Valentín revela algunas claves para acercarse a esta novela con más interés si cabe. 
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¿Cómo se narra el desarraigo sin convertirlo en consigna?

Nombrando la grieta, no el eslogan. El desarraigo no se grita: se arrastra. Se cuela en la forma de hablar, en no ser del todo entendido, en el esfuerzo por encajar sin traicionarse ni borrarse. No siempre hay conflicto abierto, pero sí una forma de estar a medias, de sentirse observado, medido. El desarraigo no es una consigna porque no se elige: se sobrelleva. Y si uno escribe desde ahí —sin edulcorar ni explicar de más—, aparece. Sin pancarta. Sin proclama.

¿Qué papel juega la lengua en tu novela: como vehículo, como frontera, como herida?

La lengua en Mientras el río fluye no es solo un medio, sino un territorio: de tránsito, de roce, de identidad. Es vehículo, frontera y herida, pero siempre encarnada en relaciones concretas: en las miradas, los silencios, los gestos que no necesitan traducción. El castellano es mi lengua materna y fue también, durante años, mi herramienta de trabajo en contextos donde no siempre tejía pertenencia. Nunca me sentí hostigado, pero sí extranjero en lo simbólico. En la novela, esa tensión es constante: para Penalba, hablar no siempre es comunicar, sino exponerse, medirse, comprobar que decir no basta si no se es oído. La lengua, en ese sentido, no es una consigna ni una trinchera. Es experiencia. Y, cuando falla, una forma sorda de soledad.

¿Por qué elegiste esos tres escenarios como nudos del conflicto de tu protagonista? 

Elegí esos tres escenarios —el Ejército, la escuela pública y los medios de comunicación— porque los conozco desde dentro. No son un decorado, sino el tejido del conflicto: espacios donde se cruzan lealtades, relatos y formas de pertenencia. Lugares donde se tensa el vínculo entre lo que uno es y lo que se espera que sea. El Ejército representa la obediencia institucional, la identidad reglada. La escuela, el intento —no siempre logrado— de construir comunidad a través del lenguaje y la norma. Aunque también puede funcionar como una maquinaria suave de domesticación, que más que educar y liberar, forma y adiestra. Y los medios condensan el relato público en estado líquido, donde lo íntimo y lo político se confunden, y una sospecha basta para fijar una imagen, y un titular para borrar el matiz. Penalba no solo transita por esos espacios: se transforma en ellos. Y también se desgasta. No escribo para contar lo que viví, sino para explorar qué se esconde detrás de lo vivido.

¿Qué te interesaba de lo que se mueve —o se reprime— en las instituciones de tu novela, tanto el Ejército como el ámbito de la educación pública?

Me interesa lo que no se dice, lo que se reprime porque desentona. El Ejército y la escuela pública son instituciones con un discurso cohesionado, casi litúrgico, pero en la práctica circulan tensiones, contradicciones, incluso miedos. En ambas, Penalba intenta ubicarse, pero lo que esas estructuras exigen termina por desbordarlo. En el Ejército, sobre todo, lleva un traje que le resulta ajeno: cumple y representa, pero ni cree ni se reconoce. Su conflicto no es grandilocuente, pero sí profundo: busca un lugar y, al mismo tiempo, lo sabotea. Se desgasta intentando encajar, y en ese desgaste se revela. No como figura ejemplar, pero sí como alguien que carga con su desajuste. Y en eso, se vuelve humano.

¿Qué sentido tiene escribir «desde la orilla», como dices en otros textos?

Escribir desde la orilla no es una pose, es una condición. No porque uno elija quedarse fuera, sino porque nunca termina de entrar. La orilla es el lugar de quien observa sin ser convocado. Desde ahí no se dictan lecciones: se sostienen tensiones. Se escribe sin red, sin padrinos, sin certezas. Mientras el río fluye nació desde esa intemperie: sin editorial, sin agenda, sin blindaje. No es literatura de consigna ni de centro. Es una escritura nacida en los márgenes, donde el conocimiento previo deja de ser refugio y las certezas se agrietan. Escribir desde la orilla, para mí, es eso: mirar sin consuelo y seguir escribiendo. No para gritar una verdad, sino para sostener una pregunta. Y quizás por eso Penalba también habita esa orilla: no es un héroe ni una víctima. No rompe con el sistema, pero tampoco encaja. Está dentro, sí, pero con un pie fuera.

«Es una novela que no consuela: acompaña en el desconcierto».

Las etiquetas son odiosas, pero consideras que tu obra coquetea con el género de la autoficción, una autoficción de amplias miras, como la que practicaban Baroja o el mismo Azorín en, precisamente, Antonio Azorín?

No escribo para contar mi vida. Escribo desde ella, que no es lo mismo. Mientras el río fluye no es una confesión ni una autobiografía encubierta. Si hay algo de autoficción, es en un sentido amplio —como el que practicaban Baroja o Azorín—, donde lo vivido no se relata, sino que se interroga. La experiencia está, claro, pero no impone el rumbo. Es la escritura la que ordena, tuerce, silencia. Juan Penalba no nace del heroísmo ni de la derrota. Surge de una grieta. Se adapta, asiente, sobrevive… pero en ese proceso se diluye. Es una figura que se desdibuja mientras intenta encajar, alguien que mira sin pertenecer del todo. En su gesto hay algo que reconozco: no porque sea yo, sino porque arrastra lo que prefiero no mostrar. Es mi sombra. La parte menos resuelta de mí, la que solo aparece al escribir, buscando sentido en lo que nunca terminó de tenerlo. Escribo para explorar lo que me roza y no sé nombrar. Lo biográfico está, sí, pero desplazado, distorsionado, interrogado. Como un eco. Como un espejo torcido que no devuelve una imagen fiel, sino una pregunta abierta.

El autor, en una entrevista reciente

¿Y la importancia del humor? La novela tiene un grato aliento cervantino, hay situaciones descacharrantes, que recuerdan a las páginas más cómicas de El Quijote

Sin humor, la desolación se vuelve indigesta. En Mientras el río fluye, el humor no es adorno: es una grieta por donde entra aire. Hay momentos de absurdo, situaciones de torpeza o perplejidad que, sin buscar el chiste, descomprimen la tensión. Me interesa ese humor cervantino que no borra el drama, pero lo vuelve habitable. Penalba no es un bufón ni un héroe. Tropieza, duda, se acomoda… y en ese desajuste aparece también lo cómico. No hay consigna ni caricatura: hay una ironía de fondo que, en palabras de José Luis Ibáñez Ridao, lo impregna todo y, a veces, asoma como humor inteligente. No nos reímos porque todo vaya bien, sino porque, si no lo hiciéramos, el peso sería insoportable. A veces, una carcajada llega cuando menos se espera. Pero justo donde más se necesita.

¿En qué autores te apoyaste para la travesía narrativa de componer esta novela de largo aliento?

No tengo modelos fijos, pero sí autores que me ayudan a recordar por qué escribo. A Camus, con su Meursault, más que leerlo en busca de verdad, lo hago como una forma de estar en el mundo: contenida, a contracorriente. Umbral me acompaña, sobre todo en Mortal y rosa, pero también en Leyenda del César visionario, donde late la desmesura y lo íntimo se mezcla con lo político sin pedir permiso. Pedro García Olivo me interesa como escritor de margen, incómodo y lúcido, que no convierte lo institucional en consigna: lo trata como un campo de fractura. No es tanto una genealogía como una necesidad: apoyarme en quienes no escriben para agradar, sino para entender.

¿Quién es Penalba, el protagonista, para ti: un alter ego, un observador, un síntoma?

Una grieta. Penalba no es un modelo ni un alter ego, aunque tampoco me resulta ajeno. Es el resultado de una mirada que observa desde fuera incluso cuando está dentro. No trata de justificarse: se acomoda, cede, calla… y en ese proceso algo en él se vacía. Se adapta para sobrevivir, pero ese acomodo desgasta. Y ahí, en esa erosión callada, empieza lo que me interesa: la fractura, no la coherencia. No es ejemplar ni trágico en el sentido clásico: su drama es sordo, casi invisible, pero persistente. Penalba es un síntoma de época: de una España desconcertada, de una masculinidad en retirada, de una identidad que se resquebraja por dentro. En cierto modo, es mi sombra. La parte menos afortunada de mí mismo, la que asoma solo cuando escribo. No lo construí para definirme, sino para entender aquello que cuesta nombrar incluso desde uno mismo. Más que ser alguien, Penalba carga con una pregunta: ¿hasta cuándo puede uno sostenerse sin pertenecer del todo? Algunos lectores han captado con precisión ese desajuste. Marco Antonio Gordillo Rojas lo comparó con Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos. Pedro García Olivo vio en él un eco de Meursault, el extranjero de Camus. Y Miguel Ángel Idígoras lo llamó “espejo de esa España desorientada y pasiva tan actual”. No escribí el personaje con esas asociaciones en mente, pero que emerjan quizá indica que la pregunta no le pertenece solo a él.

¿Crees que esa inercia —la del que se adapta sin pertenecer— define a una parte del país?

Sí. Y no solo a una parte del país, sino a una parte de nosotros. Esa inercia de adaptarse sin pertenecer atraviesa lo íntimo y lo colectivo. Está en la educación, en lo militar, en la lengua, en las lealtades asumidas sin convicción. En España se sobrevive a menudo así: encajando sin identificarse, cediendo sin saber muy bien a cambio de qué. Penalba no ejemplifica nada, pero encarna esa fractura. No busca ser aceptado ni romper con el sistema: solo sostenerse. Y en ese intento, se va borrando. No es un personaje heroico, pero sí profundamente reconocible. Porque su desconcierto, al final, también es el nuestro.

«Me interesa lo que ocurre cuando uno entra en una estructura».

En la novela se tratan ciertas consecuencias de la complejidad de España y sus tensiones no siempre bien resueltas. ¿Estás de acuerdo con esta frase atribuida a Bismarck?: «España es el país más fuerte que conozco, lleva quinientos años intentando autodestruirse y aún lo ha conseguido.

No sé si España es el país más fuerte, pero sí uno peculiar: aguanta sin romperse, aunque rara vez cambia de fondo. En una entrevista con Euprepio Padula en el Círculo de Bellas Artes dije algo que aún sostengo: los españoles somos guerreros de bar. Nos indignamos con fervor, pero muchas veces donde no duele. Resistimos, sí, pero sin movernos. Solo cuando nos dejan solos —como pasó con la DANA en Valencia o en otras crisis sin foco mediático— asoma cierta dignidad colectiva, sin épica, en lo cotidiano. El problema es que seguimos atrapados en pulsiones cainitas: hay energía, pero mal dirigida. Guerracivilismo sin reflexión, orgullo sin proyecto. En Mientras el río fluye hay algo de eso: una identidad que se resiente, pero no se recompone; una pertenencia frágil que no termina de cuajar. Si esa frase de Bismarck revela algo, quizá no sea fortaleza, sino obstinación.

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Tu libro trata de meter en el ojo, digamos, a esas posturas banderizas, estridentes, que abundan en unos y otros pagos: ese valencianismo anticatalán, ese catalanismo antiespañol, esas familias del Opus Dei enseñoreadas, esos ‘indepes’ que usan la lengua como arma de separación masiva…

Incomodar fue, desde el principio, uno de los motores de esta novela. No con provocaciones fáciles, sino con preguntas que de verdad incomodan. Mientras el río fluye no ofrece certezas ni reparte consignas: expone tensiones, obliga al lector a detenerse y a quedarse un momento en su desconcierto. En sus páginas conviven una novia blavera, un padre del Opus Dei, unos independentistas convencidos, una capitán militar y otros como ella firmes en su papel… y en medio, Penalba: alguien que no grita, no representa, no lidera. Observa, asiente, se adapta… pero algo en él se resquebraja. Ese contraste, a veces incómodo y a veces cómico, marca el pulso de la novela. No escribo para tranquilizar. Prefiero el vértigo a la confirmación. Si al cerrar el libro el lector se siente más incómodo que al abrirlo, tal vez estemos más cerca de algo verdadero.

Hay poca tradición en España de literatura que habla sobre el Ejército. ¿Ha sido un tema tabú? ¿Lo sigue siendo? ¿Has querido, con este libro, contribuir a romper esos corsés?

En buena medida, sí. El Ejército sigue siendo en España un territorio incómodo: o se idealiza o se ridiculiza, pero rara vez se narra desde dentro con matices. Mientras el río fluye no es un ajuste de cuentas, sino un intento de entender una institución que marca, moldea y, a veces, diluye. Penalba no es un héroe ni una víctima. Se adapta, sí, pero en ese intento algo en él se resquebraja. Me interesa narrar justo eso: cómo nos construimos —y nos perdemos— en estructuras que exigen encajar sin preguntarnos quiénes somos. Al despedirme del batallón, un teniente coronel —a quien siempre respeté— me dijo: «Que encajes en el Ejército y que el Ejército encaje en ti, y que te guste. Porque si encaja en ti y no te gusta, tampoco vale». Esa frase me quedó grabada. Tal vez porque encierra lo que intento contar: lo que pasa por dentro cuando uno encaja a medias. No me interesa militar con el lenguaje. Escribo para mirar sin consigna. Y en este contexto, tal vez eso ya sea bastante subversivo.

«Penalba no rompe con el sistema, pero tampoco encaja».

¿También has querido dar, como en su día Luis Gonzalo Segura con su novela, «un paso al frente»?

Ese tipo de gesto no está en la raíz de Mientras el río fluye, ni en el fondo ni en la forma. La novela no nace del impulso de señalar culpables ni de emprender una cruzada. Lo que me interesa es otra forma de exposición: la que ocurre cuando uno entra en una estructura —como el Ejército— y descubre que, al intentar encajar, también empieza a diluirse. Hay verdad en el libro, pero no hay militancia. No escribo para transformar una institución ni para emitir un juicio. Respeto el ámbito militar, quizá porque lo viví por dentro y sé que también encierra ambivalencias, silencios, zonas que no encajan en el relato oficial. Aquella frase que me dijo un teniente coronel al despedirse del batallón —«que encajes en el Ejército y que el Ejército encaje en ti, y que te guste»— me sigue resonando. Si hay un paso al frente en esta novela, no es un gesto de denuncia, sino de apertura. Una grieta desde la que mirar lo que suele callarse. No escribo para alinear bandos ni para alimentar trincheras. Escribo para pensar lo que cuesta decir en voz alta.

¿Consideras que la literatura tiene todavía capacidad para cambiar las cosas? ¿Hay espacio hoy para una novela que no grita, pero sí incomoda? ¿Quién sería para ti el lector ideal de Mientras el río fluye?

No sé si la literatura puede cambiar algo. Pero puede abrir una grieta donde antes solo había certeza. Y a veces, con eso basta. Mientras el río fluye no busca adoctrinar ni denunciar, pero tampoco tranquiliza. Es una novela que no consuela: acompaña en el desconcierto. Creo que aún hay espacio para una literatura así, que no se disfraza de manifiesto ni de entretenimiento, que no tiene todas las respuestas pero sabe hacer buenas preguntas. ¿El lector ideal? Alguien que no busque certezas, sino compañía. Que no tema lo ambiguo. Que no necesite identificarse con un personaje para entenderlo. Que no pida héroes, pero sí una mirada honesta, incluso cuando incomoda. Ese lector, aunque no sea masivo, existe. Y con que la novela le llegue a unos cuantos así, ya habrá valido la pena.

 

Mientras el río fluye, de Blas Valentín, Editorial Milenio, noviembre de 2024, 296 páginas.