Acaba el año editorial y es tiempo de hacer balance de aquellos libros que conquistaron un hueco en nuestra memoria lectora y aquellos otros que se quedaron a las puertas. De los primeros, menciones especiales a nuevos relatos sobre la Guerra Civil, biografías de larguísimo aliento y obras más breves y originales.
© EDUARDO LAPORTE
Cuando acaba la temporada tenística, después de las ATP Finals de Turín, llega el tiempo de hacer balance del año literario. Termina el tiempo ordinario y, en esta época de Glühwein y rutilantes mercadillos de madera y Adviento, echamos la vista atrás lectora con alegría por lo atesorado y la sempiterna insatisfacción de no haber leído más, mejor, distinto. A continuación, un repaso a vuelapluma, tirando de memoria y obviando subrayados y notas al pie de lo que cayó en mis manos. Vamos allá.
Empezamos 2024 leyendo libros sobre escribir libros, como La aventura de escribir novelas (Altamarea), de Javier Cercas (and Co.), al que dedicamos, Agus Alonso y yo mismo, un capítulo de El libro del año con otros títulos parientes, como La ficción y la vida (Sílex), de Manuel Rico, una buena gavilla sobre la literatura española de los últimos treinta años, o La importancia de la novela (Anagrama), de Karl Ove Knausgård. Por cierto que tengo pendiente su novela-novela (no tan autobiográfica como las del proyecto ‘Mi lucha’), La estrella de la mañana (Anagrama, 2020), que a los comentaristas más selectos de las redes causó muy buena impresión.
Del libro de Cercas me quedé con la idea del punto ciego: ese agujero negro en torno al cual pivota la novela y que nos lleva, a través de una pregunta nuclear (de tipo moral, no tanto de quién es el asesino) hacia la luz. Y del libro de Karl Ove Knausgård, con la cita que resume todo el libro (pequeño por otra parte): «La misión de la novela es entrar en el mundo y mantenerlo abierto; y, como de hecho es capaz de hacerlo, es importante».
Alentado por el citado Agus, verdadero early adopter de este libro fenomenal (en cuanto ha supuesto un fenómeno), el año se puso serio con una novela que ya ha generado ríos y rías de tinta: La península de las casas vacías, de David Uclés (Úbeda, 1990), en Siruela. El título (y esto no se lo he oído comentar a nadie) recordaría al famoso y valioso ensayo de Sergio del Molino, pero en un primer momento se llamó Odisto, en referencia al abuelo del autor y a uno de los personajes de la novela.
En cualquier caso, esta obra, escrita durante unos quince años tras muchos viajes y horas de documentación, con el apoyo del BBVA y un gran entusiasmo, que bebe de El tambor de hojalata y del espíritu de Cien años de soledad, quedará entre los mejores libros sobre la Guerra Civil. Y de modo merecido. Si bien pasado el ecuador de la misma, el recurso al realismo mágico puede llegar a resultar repetitivo, el relato que se hace de la guerra misma suena a nuevo aunque se hable de las cosas de siempre.
Recuerda en ese sentido a El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder. En ambos libros, me interesó más el tema motor (la filosofía, la Guerra Civil) que la historia que las hilvanaba. Dicho esto, Uclés tiene una mano prodigiosa para contar historias, en el sentido más profundo del término, y seguro que nos regala nuevas y hechizantes novelas. Y añadiría que se ha ganado la mención a «libro del año», pero parece que se le ha quedado corta, ya que ha sido incluido, con títulos como El infinito en el junco, de Irene Vallejo, en la lista de los mejores libros de lo que va de siglo.
Otro de los libros del año, aunque, según Alberto Olmos citando a Arcadi Espada solo lo hayan leído veinticinco personas (veintiséis conmigo), no deja de ser una biografía mayúscula. Excesiva, desaforada, rigurosísima, mamotétrica (comparable en ambición a la de J. Benito Fernández sobre Juan Benet), pero a la vez droga dura para los lectores más adeptos a Josep Pla, su mundo y su manera de estar en él. A mí, al menos, me ha descubierto nuevas facetas del autor de La calle estrecha. Es más, me ha ensanchado mi idea de él, sobre todo en la parte de sus relaciones sentimentales, su manera de gestionar su libertad pero sin renunciar (al contrario que coetáneos suyos como Pío Baroja, al que trató a menudo, por cierto) a las exigencias del corazón (y la entrepierna).
El título Un corazón furtivo (Destino), que todavía no habíamos citado, de la magnífica biografía de Xavier Pla (sin parentesco con el escritor), se antoja, por tanto, muy apropiado. Aunque también tiene, Pla, algo de de perro de varios collares, como titulé la reseña que le dediqué en su día.
Y siguiendo por los títulos del año que vienen a tu mente sin tener que estrujarte mucho las neuronas, lugar de honor merece también Nocturno de tenis (Libros del K.O.), de Luis Torres de la Osa. Dividido en cinco capítulos-sets y una muerte súbita, el primer tramo es una delicia que quizá si se hubiera quedado ahí habría logrado un éxito mayor. Pero el autor es generoso y nos regaló un libro-partido a cinco sets, con ambición de Grand Slam, que se puede leer a ritmo calmo, sin prisas, sin fidelidades excluyentes y que demuestra lo que el propio autor niega en sus páginas: que los deportes (fútbol, tenis) sean potencialmente literarios. He aquí la excepción a la regla. Si te gusta el tenis y la literatura, este es tu libro. Incluso si no te gusta el tenis. Como con el Open de Agassi/Moehringer.
Por cierto: el autor de Nocturno de tenis le ganó al actual entrenador de Carlos Alcaraz, Juan Carlos Ferrero. No todos podemos decir lo mismo.
Otro libro original y para acariciar por las noches me pareció Por qué Georges Perec (La uÑa roTa), de Kim Nguyen. Un libro al servicio de un autor, como una invitación a su lectura, a su figura, a su obra. Cosa que operó en mí, que había leído pronto y mal a Perec, y cuyo Las cosas devoré esta primavera, para atreverme más tarde con el obrón de La vida instrucciones de uso (sin coma, como aplaude Nguyen en su colección de razones para leer a este autor) y fracasar, ay, en el intento. No es por ti, es por mi, Georges.
En el capítulo de amigos-cuyas-obras-destacaría-igualmente-aunque-no-lo-fueran, señalo la Soberbia (De Conatus) de Recaredo Veredas. Novela precisa como una sierra de calar, te va llevando por las cloacas del tardofranquismo hasta nuestros días con un estilo ágil y sombrío, con gotas de humor negro marca de la casa. Muy disfrutable. Como también me pareció gozoso leer los trece relatos de Tierra del mar (Itineraria) en los que Sergio Erro recrea el origen de la isla de Lanzarote y, con ello, el origen de la civilización misma.
¿Qué más? Un libro raro, en cuanto que no es novedad y que su autor, por desgracia, está más bien olvidado, pese a ser uno de los escritores navarros más laureados, con el Premio Nacional de las Letras (1965) sin ir más lejos. El miedo al mañana, de Manuel Iribarren, es un libro adictivo, divertido y hondo a su manera cuya publicación debemos al periodista y escritor Daniel Ramírez García-Mina que, navarro él, se ha leído todo lo publicado y sin publicar del autor de San Hombre. Tanto como para convencer a la familia del escritor para publicar, editorial Berenice/Almuzara mediante, este inédito que podría leerse como una mezcla afortunada entre Dostoievski y Baroja con un toque de Eduardo Mendoza.
Disfruté también con Una historia particular (Alfaguara), de Manuel Vicent, que quizá se pueda leer, ay, como su canto del cisne literario. Unas memorias amables, transidas de literatura y viceversa, en las que dejarse llevar por las distintas anécdotas, propias y ajenas, del oficio y de la España del siglo XX que Vicent vio pasar. Como la del paseo entre Camilo José Cela y un octogenario Pío Baroja por la Gran Vía de los teatros. El escritor vasco había escrito más de cien novelas pero nadie se volvió para mirarlo; la posteridad también era esto.
De poesía, me gustó el rescate, con prólogo de Juan Marqués, que la editorial papeles mínimos hizo del Manual de espumas de Gerardo Diego, publicado originalmente hace cien años. Y el Frío polar (Tusquets) de Isabel Bono, libro más seco y afilado aún de los que suele publicar. El que más vocación de libro alberga, de duelo en concreto, por su amigo el poeta Antonio Muñoz Quintana (Málaga 1969-2014).
De relatos, los de Pedro Ugarte, autor cuyas entregas hay que leer con dulce periodicidad, como veíamos las pelis de Woody Allen y las novelas de Paul Auster (por cierto que abandoné, hacia la mitad, la última, en todos los sentidos, del querido escritor de Brooklyn; lo siento pero no me atrapó su Baumgartner). Me quedan aún algunos relatos del libro ugartiano (Un lugar mejor, en Páginas de Espuma), pero ya solo por cuentos como los seis primeros (menos el de «Balada de Rowena Trevanion», que, no sé por qué, se me atragantó) me atrevo a decir que el conjunto merece la pena. ¿Lo mejor de los relatos de Ugarte? Que hay ironía, jope. ¡Ironía! (Qué rara, en el sentido de poco habitual, en el paisaje literario actual. Ironía, que no sarcasmo. De eso hay mucho, demasiado, en las redes sociales, sobre todo). Y la tensión justa para seguir leyendo. Hay mucho oficio en los relatos de Ugarte, como en los de Cadillac Ranch (Sloper) del flamente ‘setenil’ Antonio Tocornal.
¡Ah! Y los relatos de Ianire Doistua recogidos en De qué se esconden las tortugas (Tres hermanas). Me recordaron a Sara Mesa, Elvira Navarro, Eider Rodríguez con unas notas de Cortázar y Carver, todo ello con ambientaciones en ese País Vasco que no es de postal precisamente. Unos relatos de mirada, la de Doistua, microscópica pero amplia y poética a la vez.
Disfruté con El mejor libro del mundo (Destino), a pesar de los prejuicios con los que me acerqué a tan campanudo título de Manuel Vilas. Aunque me pareció un «batiburrillo inspirado», como titulé una reseña de próxima aparición en Cuadernos Hispanoamericanos, la parte inspirada está ahí, sin decaer, a lo largo de los varios cientos de páginas del libro. Y nos da igual que el relato tenga una dirección clara o sea un ejercicio de magnífica grafomanía. Vilas comparte con los lectores algunas miserias divertidas y habla de otros escritores lejos de la solemnidad, con ironía e inteligencia también, y eso siempre es de agradecer.
El reverso de ese libro, algo más serio y con el mundillo literario también como tema de fondo, sería Los íntimos, de Marta Sanz, que me gustó a ratos y a ratos me pareció demasiado prolijo. Hablé de él en este mismo medio. Como también escribí de Presente (Sr. Scott), de Tania Padilla, texto confesional que me pareció interesante cuando exploraba las nuevas formas de relacionarse y menos interesante cuando se nos contaba la vida cotidiana de la autora en su sentido más pragmático.
También confesional, en la vertiente de neoprogenitor, es El padre del fuego (Aguilar), de Sergio C. Fanjul, también conocido como Txe Peligro, que me pareció muy valioso en su primer tramo, sobre todo en la parte de la historia decadente de su propio padre y su triste deriva en el Oviedo más lluvioso posible. Luego el texto transita más hacia las vicisitudes de ser padre hoy, desde un punto de vista de padre que ejerce, claro está, de ídem, y ahí no me atrapó tanto.
E incluyo también en el apartado de Libros de Los que Esperaba Más a Bar Urgel (premio Diana Zaforteza, publicado en Galaxia Gutenberg), de Pablo Gallego Boutou, que se sumerge en Carabanchel Bajo para componer una novela como de costumbrismo social que me sonó un poco a déjà lu, aunque subrayé algún que otro hallazgo lírico, como aquellos ojos «como un jardín en ruinas».
También me pareció algo errática Madre de corazón atómico, de Agustín Fernández Mallo. Y me fastidia reconocerlo, porque mira que admiro a ese autor, y mira que respeto a los escritores que comparten sus historias de duelo, pero creo que le faltaba ese punto ciego del que hablaba Cercas y que citamos al principio del artículo.
En el capítulo de libros que no me gustaron, incluyo a Juego limpio (Minúscula) de la escritora finesa Tove Jansson (1914-2001) que me resultó anodino y que si no abandoné fue porque tenía encargada una reseña. Si otros no me gustaron tampoco, los he olvidado.
Y, para dejar buen sabor de boca, concluyo con dos que me gustaron. Las memorias artístico-familiares de Susana Chillida y su Una vida para el arte (Galaxia Gutenberg) en las que aprendemos cómo era la vida de una niña entre esculturas de hierro, los piques con Oteiza y la mano izquierda del escultor nacido hace cien años en San Sebastián para lidiar con la apisonadora nacionalista vasca. Y el valioso tándem que formaron Eduardo Chillida y Pilar Belzunce.
Y las memorias literarias de la premio Cervantes Cristina Peri Rossi en Julio Cortázar y Cris (menoscuarto). Las leí como un manifiesto pro amistad por encima incluso del amor; la de dos ‘raros’, amantes de los dinosaurios, los caleidoscopios y la creación de mundos propios para que la mochila de la nostalgia, del exilio, de la soledad, pueda ser soportada, literatura, claro está, mediante.
EL AUTOR
EDUARDO LAPORTE. Escritor y periodista cultural. Nacido en Pamplona en 1979, reside en Madrid desde 2005. Ha publicado libros como Luz de noviembre, por la tarde, o La tabla, en Demipage, así como un diario íntimo en la editorial Pamiela y su particular visión sobre Baroja en Ipso Ediciones.
En 2021, publicó otra entrega de su Diario a ninguna parte en la editorial papeles mínimos bajo el título de Tiempo ordinario y la primera biografía en español sobre Battiato (tras la de Margaretto de 1990) en el sello Sílex: En presencia de Battiato. En 2024, ha reunido su visión sobre su tierra natal en Navarra-Madrid, también en Sílex.
En enero de 2025, está prevista la publicación, en Sr. Scott, de La vida suspendida, la historia de un duelo minúsculo.