Domenico Starnone (Nápoles, 1943) se resiste a colgar la pluma y mantiene su productividad literaria con una obra, El viejo en el mar, en la que se presenta una vejez que se resiste a enterrar el pulso vital. Todo ello con una mirada puesta hacia los pequeños detalles de la gente sencilla.
© F. VICENTE MANJÓN GUINEA
Dijo en cierta ocasión Albert Camus que «la tragedia de la vejez no es que seamos viejos, sino que seamos jóvenes. Dentro de este cuerpo envejecido hay un corazón curioso, hambriento, lleno de deseo como en la juventud».
Quizá, esta frase del escritor, de origen argelino, sea una estupenda expresión para vislumbrar el enfoque de la novela de Domenico Starnone, El viejo en el mar. Título que, por cierto, no tiene nada que ver con esa idea heroica que nos dejó el escritor nacido en Illinois, Ernest Miller Hemingway. Una agónica lucha por la vida de un anciano pescador frente a la voracidad de un tiburón. Puede que tengan similitudes en cuanto al recuerdo de tiempos pasados por dos ancianos que han decidido mirar hacia atrás, pero uno, heroico y aguerrido, es completamente antagónico al otro, el de Starnone, que mira, simple y llanamente, a las cosas sencillas de la vida.
El escritor napolitano, nacido en 1943 y, por tanto, con más de ochenta años a sus espaldas, se sirve de esta novela para jugar con determinadas escenas de un presente que le sirvan para reconstruir un pasado remoto, gracias a determinados moldes de vivencias que provocan el recuerdo adormecido de la memoria.
Una perspectiva original en la narración que obliga a que el tiempo se pliegue sobre sí mismo, como en un papel calca, donde los trazos temporales se confunden entre el presente y el pasado de la narración. Una hábil simbiosis que permiten la extracción de fantasmas del pasado para que flirteen con los personajes del presente. Es como un juego difuso entre planos temporales que permiten al escritor reconstruir parte de la vida de sus antecesores.
La novela está sedimentada con el deseo oculto de una vejez que se niega a enterrar el anhelo de la juventud perdida. Un deseo que esconde el propósito de sentirse vivo, de emocionarse, de volver a enamorarse, con la intención de negar la cercanía con el final de rail, evitar la proximidad a esa última estación del trayecto vital.
Tanto es así que el libro de Starnone está plagado de continuos toques de erotismo representados por una muchacha que hace rememorar al protagonista de la novela, un juez octogenario y jubilado, la propia juventud rebosante de su madre. Lu, esa muchacha a la que el autor contempla en el presente, será el trazo sobre el papel calca plegado, que corresponde al pasado, a la memoria extinta de su madre.
Los temas sociales y políticos son desdeñados y el énfasis se pone en la vida sencilla.
La atracción por las mujeres y por el deseo, esa afinidad tan típica del nativo napolitano, es una constante en el libro a la hora de crear un ambiente descriptivo de la feminidad. Para ello, Starnone se vale de la recreación de un vestidor, donde la joven se prueba, ante su vista, prendas que rozan la piel, faldas y vestidos que la llevan a adoptar posturas eróticas frente al espejo, a cimbrear la cintura, a estilizar las piernas, a perfilar los tobillos e inclinar el talón con una pose de concupiscencia. Y todo ello desde una mirada fetichista de un anciano que, aunque lo desea en el interior de su alma, ya no puede amar por culpa de su cáscara envejecida.
La literatura de Domenico Starnone se aleja de los hechos épicos y heroicos, probablemente por esa cultura bebida del neorrealismo, donde uno de los enfoques se pone, principalmente, en las pequeñas cosas de la vida cotidiana.
Salvando las distancias con la afilada y elaborada prosa poética de Cesare Pavese, el escritor napolitano retrata en esta novela, El viejo en el mar, la vida cotidiana y simple de personas comunes. La belleza y la complejidad de sus pequeñas y burguesas luchas diarias. Desvinculado del enfoque social y político que pudo tener la escuela neorrealista italiana, el escritor parece tomar partido más por el gusto que puede dejar en el paladar y en la memoria la magdalena de Proust, que por la soledad o el análisis existencial.
Los temas sociales y políticos son desdeñados y el énfasis se pone en la vida sencilla, en los detalles que configuran toda una vida de sensaciones contradictorias y por tanto vulnerables. Hay un sentimiento intimista, sin grandilocuencias, que da sentido a la existencia confortable y nostálgica, e incluso que minimiza el germen de una muerte próxima y aceptada.
Y digo aceptada, por la propia experiencia que sufre el protagonista de la novela. Un giro en la narración nos impacta, y no es otro que el relato de la rápida decrepitud de un cuerpo sano y bello como el de su madre, como el que ahora ve reflejado en esa lozana muchacha que se prueba los vestidos y que navega en kayak por el mar cercano a la playa. El autor dirá: «Seis meses antes era una mujer hermosa; ahora se la ve deforme, descompuesta. La mutación se completó sin previo aviso, una transformación cruel. Después de su muerte tendré miedo de que esa descomposición se repita de repente en cualquier cuerpo que aprecio (…)».
Un organismo joven que se estropea sin tener tiempo de pasar por la vejez, por la lenta resignación. Es aquí, donde el autor muestra mas claramente su preocupación, no ya por la muerte en sí, sino por la decrepitud voraz de un cuerpo que ha sido invadido por células infectas. Por la amenaza, siempre presente, del deterioro.
Lejos de asumir esa cercana posibilidad en su propia persona, el desarrollo de la novela nos hace recordar aquellos versos de Jaime Gil de Biedma: «Escribir no salva como creía Proust, pero si alivia». Y de esa manera se consuela nuestro protagonista y anciano magistrado reconvertido en escritor. «Solo me queda el prurito de construir relatos con pequeños acontecimientos de la vida diaria».
Se muestra una vejez que se niega a enterrar el anhelo de la juventud perdida.
La pasión por la escritura y por reflejar en su cuaderno de anotaciones las experiencias más simples de la vida es el refugio que le queda. Son las administradas dosis de vitaminas que le permiten revivir ese oficio de vivir al que aludiera Cesare Pavese, aunque en el caso de Starnone, desde una perspectiva entre irónica y naif, quitándole todo el barniz filosófico. Pero siempre con la mirada atenta para captar las incertidumbres propias de la vida y de la muerte, del deseo y del desprecio, del amor y del odio.
Un juego cargado de contradicciones vitales sin ninguna explicación convincente más que el mero hecho de sentir. Pormenores que no dejan de ser las teselas del mosaico de la vida. Las formas del cuerpo, los gestos, las texturas de las telas, el color del atardecer, el sabor del salitre en los labios, los guiños eróticos, los destellos plateados de las olas sobre el mar… todo se pliega y se desdobla entre el goce de una memoria que rescata el pasado y el disfrute modesto del presente.
Desacreditada queda la preocupación por un corto futuro, irremisiblemente, abocado al vacío, a la nada.
El viejo en el mar, Domenico Starnone, traducción de Celia Filipetto, Lumen, 2024, 176 páginas.
EL AUTOR
F. VICENTE MANJÓN GUINEA (Madrid, 1968) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y licenciado en Criminología por la Universidad Camilo José Cela de Madrid.
Es del ensayo literario titulado De la literatura y las pequeñas cosas y del libro de relatos Altas miras. Como novelista, ha publicado Una lluvia fina mentirosa y Con tal de verte reír.
Editor y escritor del blog de artículos Memoria de un náufrago y colaborador en el Diario Siglo XXI.