Isabel Marina ofrece en su cuarto poemario un abrazo a la vida apoyada en el arte, en la mirada contemplativa y en la poesía como herramienta para un autoconocimiento profundo.
© JESÚS CÁRDENAS
Hay poetas que establecen un punto de vista alejado de las vivencias, imaginaciones, sueños, del escritor; otros que emplean máscaras y desdoblamientos para no exhibirse. Nada de esto le ocurre a Isabel Marina (Avilés, 1968), quien sitúa su escritura como un componente vital. Pero la vida sin arte no sería asumible o soportable; en cualquier caso se acepta su tránsito, su corta duración. Así lo comprobamos en su cuarto libro de poemas, Donde siempre es de día (El sastre de Apollinaire).
El discurso poético de Marina es introspectivo, explorando en la intimidad, de manera sincera y honesta, sin alambicamientos ni forzar el verso, elevando la anécdota (vivencia, sueño) al plano trascendental, es decir, no sólo nos comunica sino que, mediante el poder de la lírica, logra atravesarnos y nos produce un reflejo con el que llegamos a identificarnos, por eso sus palabras se cuelan en nosotros los lectores, nos arañan y horadan en lo más profundo, gracias al especial uso que hace del lenguaje, pues no se quedan en el referente real sino que se elevan yendo más allá, convirtiendo en símbolos sustantivos concretos, objetos inertes que cobran vida (“sábanas, “puente”, “candelabros”, “pan”, “barcos”, “el pañuelo de su madre”, “ceniza”…) también se personifican algunos espacios urbanos (“plazas»).
Sondea a través de ellos posibles respuestas que den sentido a una identidad, mostrando un yo singularísimo, en los resortes de la memoria; además, acarrea materiales procedentes de distintas artes (música, pintura, cine, escultura y, especialmente, poesía), con las que se sirve para reflexionar sobre la vida, la de todos.
Este conocimiento de la poesía de Isabel Marina proviene del seguimiento de la lectura desde sus comienzos por Acero en los labios (2016), Un piano entre la nieve (“2ª edic. enriquecida, 2022), Un árbol que tiembla (2022) hasta el más reciente, Donde siempre es de día. En todos estos poemarios se muestra una fragilidad coherente, la interiorización y la trascendencia de la expresión existencial (poesía de tendencia existencialista), hay una voz poética unívoca e íntegra, en todos proyecta un tono elegiaco, aunque, quizá, sea el último en el que de una manera más decidida se proyecta hacia el futuro: “sepa yo aceptar mi destino / con dignidad con mesura sin lamentos” (“Aprendizaje”).
Un conjunto generoso de poemas breves (un total de ciento doce) se reparten en cuatro tramos; si bien es verdad no hay límites entre ellos gracias a la cohesión y recurrencias entre los poemas que los contienen. Los tres primeros tramos se cierran con un texto más extenso que el resto, una prosa poética. Por ello, se trata de un libro bien cohesionado, “que muestra los altibajos de cualquier existencia”, como afirma Ángel Alonso en el prólogo.
En el primer tramo, “La última Matrioska”, sabemos de la funcionalidad que adquiere en marina la poesía: “Solo conozco / una forma de salvarme, / de entrar en mí: / escribir el poema”. Para ello necesita del arte (especialmente la música que actúa como reconstituyente), junto a unos mecanismos que impulsan el acto creativo como vivir atentamente, observar el detalle muy despacio. De ahí que surjan distintas reflexiones metapoéticas. Escribir poesía “para crearme, / para reconocerme, / para no perder la esperanza”.
El hallazgo de la poesía, como refería Horacio, supone el reconocimiento de la identidad: “Escribo para adivinarme, / para que los espejos, al fin, / me devuelvan mi imagen”. Lo dirá también en el poema “Plegaria”. Sin embargo, la poesía no logra apresar todo lo que nos ofrecen los sentidos, lo que nos lleva a la expresión inefable de san Juan: “Cómo expresarlo / cuando las palabras no alcanzan?”.
“Escribo para adivinarme, / para que los espejos, al fin, / me devuelvan mi imagen”.
En la prosa poética que cierra este tramo se detecta la perspectiva de la niña. La reflexión del tiempo es uno de los motivos constantes en la obra de Marina, emprende un viaje iniciático al ”paraíso pedido” cernudiano. Así pues, recrea y actualiza el “Tempus fugit”, ese enciende y reconoce la chispa que dura lo que dura, tan cerca de los parámetros de Quevedo:
“La mejor forma de aprovechar el tiempo es aprender a perderlo. Eso lo descubrirá, años después, la niña que entonces estaba dejando de ser niña. […] Ella sabe que todo está pasando y yéndose a la vez. […] La melancolía es una canción que nos apresa desde muy jóvenes, una enfermedad que no podemos evitar. Es el origen de la poesía y solo habita en la piel de los que no saben perder el tiempo”.
“Como pateras vacías” es la prolongación natural del tiempo. Corresponde al bloque más extenso de poemas. La vista atrás se queda prendada en el acto creativo en la serie de poemas que evocan la dicha de un tiempo pretérito: “El pañuelo de mi madre”, “Nochebuena”, “Todo nos engaña” o “No volverás”.
Lo íntimo crece hasta trascender significativamente en los versos de Marina.
Para Marina, la poesía tiene ese poder de retroalimentarnos, porque funciona como catarsis y, por ende, como terapia: “La escritura se traduce / en hilos de plata. / A medida que pasa la vida, / la voy escribiendo. / A medida que la escribo / va dejando de doler”. Esta atribución necesita de aceptación: “No esperes piedad de la vida, / que va a seguir transcurriendo / a tus espaldas”, escribe en “Non Speri Pietà”.
El tercer tramo, “Un mundo ordenado”, fulgura la esperanza: la compasión nos une. Las referencias a las distintas artes (música, pintura, escultura y poesía) encuentran cabida en estos poemas. La figura de Lladró, la música de Bach o Ólafsson, las esculturas de Giacometti, los versos de Rosalía, conforman recuerdos que reconstruyen el pasado.
Asimismo, los viajes a La Habana, al Museo del Prado, a Medinaceli, a la plaza de san Marcos…, provocan esa recomposición temporal. Estos versos podrían sintetizar este apartado: “Consuela extraer pequeños milagros / como pozos de agua en medio del desierto, / convirtiendo un hecho, un objeto, una idea, / en una flor que recoge / como lo más delicado del mundo, / como lo más inservible del mundo”.
En el último, “Donde la muerte no llega”, muta el tono pesimista en esperanzador. Lo efímero es hermoso porque es efímero: “una belleza que arde solo un momento”. Frente a la hostilidad y a las urgencias domésticas, la mala educación, la hipocresía, hallamos refugio perfecto, donde “florece la memoria”, la poesía, porque, como decía Goethe, “es verdad”. Así, en el descriptivo y emocionante “Mi última esperanza”: “En los libros que aún no he leído, / en el silencio de esta mañana, / en este apartamiento que busco / para fondear lo desconocido, / late mi última esperanza”.
Donde siempre es de día, un libro de poemas con el que disfrutar la poesía de Isabel Marina, donde lo íntimo crece hasta trascender significativamente. Será un buen refugio para los días otoñales.
Donde siempre es de día, Isabel Marina. Prólogo de Ángel Alonso. El sastre de Apollinaire. Madrid, 2024, 156 pp.
EL AUTOR
JESÚS CÁRDENAS (Alcalá de Guadaíra, Sevilla, 1973) es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla.
Como investigador literario, ha escrito ensayos y dado conferencias sobre Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, García Lorca, Pier Paolo Pasolini… Como crítico literario colabora con reseñas en diferentes revistas literarias.
Hasta la actualidad es autor de los libros de poemas: La luz de entre los cipreses (Sevilla, 2012), Mudanzas de lo azul (Madrid, 2013), Después de la música (Madrid, 2014), Sucesión de lunas (Sevilla, 2015), Los refugios que olvidamos (Sevilla, 2016), Raíz olvido, en colaboración con Jorge Mejías (Sevilla, 2017), Los falsos días (Granada, 2019) y Desvestir el cuerpo (Madrid, 2023).