La escritora Marta Sanz repasa en ‘Los íntimos’ su particular historia editorial al tiempo que retrata con ironía a la sociedad literaria y esboza un ensayo autobiográfico sobre el hecho de «mirar de manera torcida», es decir, de ser escritora.
© EDUARDO LAPORTE
Marta Sanz (Madrid, 1967) reconoce que no entiende el concepto «autoficción». Que prefiere el binomio de «novela autobiográfica» o «autobiografía novelada» para referirse a esos libros en que realidad y vida se entremezclan sin saber bien qué es cada cosa. Quizá el matiz esté ahí, en que en la novela autobiográfica está algo más claro qué es cada cosa, limitando la ficción al uso de los recursos literarios (lenguaje poético, metáforas, estructura, ritmo, conflicto) y ofreciendo una narración que se puede leer como una novela, pero muy sujeta a los hechos reales.
¿Ejemplos de novelas autobiográficas? Cualquiera de las de Annie Ernaux o las recientes de Emmanuel Carrère (Yoga) o Miguel Ángel Hernández (El dolor de los demás). U Ordesa, de Manuel Vilas. En cambio, Cocaína, de Daniel Jiménez, Basada en hechos reales, de Delphine de Vigan o muchas de las de Paul Auster o Vila-Matas podrían considerarse autoficción. Protagonistas muy parecidos al autor, pero envueltos en situaciones nuevas. Auto-ficción. Clavícula de la propia Marta Sanz podría situarse entre la autoficción, con su pacto ambiguo, y la novela autobiográfica, por la veraz crudeza de los hechos relatados. Yo al menos la leí en esa clave un tanto difusa: verdad, pero.
Puede que uno de los responsables de este desaguisado sea José María Pozuelo Yvancos, amigo de etiquetar como «autoficción» las narraciones autobiográficas de autores como Sergio del Molino que, en obras como La hora violeta, Lo que a nadie le importa, La mirada de los peces o La piel no practica autoficción, pues es el pacto autobiográfico (que no novelesco) es firme. (Más allá de algunas licencias poéticas necesarias para dar lubricante a las historias relatadas).
Dicho esto, ¿qué sería Los íntimos (Memoria del pan y de las rosas)? Aquí no hay tanto debate sobre el sexo de los géneros y, además, el subtítulo da la clave: un libro de memorias. De memorias literarias, concretamente. Y un libro de memorias literarias destinado a lectores muy concretos de literatura literaria. Un libro de nicho. O, como la propia autora señala, un «escribir sobra la vida literaria desde la ficción irónica».
En esta temporada, se han publicado varios de categoría similar, como Empeñados en ser felices (Crónica sentimental de una vida entre libros), del editor Miguel Munárriz o Ropa de casa, de Ignacio Martínez de Pisón. El mejor libro del mundo, de Manuel Vilas, compartió página doble en Babelia con este que nos ocupa, pero se trata de un texto más inclasificable; autobiográfico, apoyado en la extraña forma de vida de los escritores, pero más libre, creativo, sin el marchamo de inventario de recuerdos y anécdotas, de dimes y diretes, de cotilleo culto, que tienen los libros de memorias, incluyendo el de Marta Sanz. «Literatura social», como acuña con tino la autora.
Marta Sanz se abre con generosidad y ese punto de ironía que se agradece.
No obstante, comparte con el de Vilas cierta osadía confesional a la hora de poner en negro sobre blanco algunas apetencias que, al menos en autores de adscripción ideológica de izquierdas (como es, sobre todo, el caso de Sanz) llamaría la atención y aportan ese mordiente necesario: «Yo quiero ser rica» (p. 29). Podemos hablar de tics filocapitalistas. Del deseo de ser punk de Belén Gopegui al deseo de estar forrada.
Sin duda, ese es uno de los aciertos, como el de toda obra de las llamadas literaturas del yo: «Atreverse a contar lo difícil» (p. 37). Y ahí es cuando más brilla y cuando más agradece el lector —o al menos este lector— haber elegido este libro de memorias y no un texto de autoficción o una novela histórica. El problema es que todo ese discurseo pueda resultar excesivo y cabe preguntarse si lo narrado en 502 páginas se podría haber hecho en 290.
De hecho, se advierte cierta omisión de trabajo editorial, algo, por otra parte, muy común en estos tiempos nuestros, donde la figura del editor de mesa, esa persona que aporta su visión ajena y distante para sugerir esto o aquello sobre el texto a publicar, es cada vez más rara. Porque, aparte de esa poda razonable al relato abundante de Los íntimos, se aprecia algún desliz, como la anécdota en la que Joaquín Sabina le confiesa a Marta Sanz que, para que no se le seque la boca hablando en público toma algo de sal, hecho que aparece señalado en dos ocasiones (p. 80 y p. 489).
La dulce indulgencia es uno de los aciertos del libro.
No obstante, ciertas literaturas del yo están al margen de los consejos de taller literario. Y quien lea, por ejemplo, El cuaderno gris de Josep Pla esperando grandes plot twists y relevadoras anagnórisis va por mal camino. En este caso, creo que la definición más ajustada del texto es la que hace la propia autora: «Una novela social que habla de trabajo». De ese trabajo peculiar que es la literatura.
Así, Marta Sanz se abre con generosidad y ese punto de ironía que se agradece. Y nos ofrece el testimonio de una de las escritoras más consolidadas (y lo que vendrá) de las dos últimas décadas, y cómo dos personas han sido claves para canalizar y explotar (en el buen sentido) ese talento: Constantino Bértolo y Jorge Herralde.
Ambos son retratados con cariño y un punto de dulce indulgencia, en uno de los aciertos de este libro: evitar a toda costa el ditirambo solemne para dejar que se cuele una velada indulgencia, un sutilísimo tono de reproche a toro pasado. Como cuando recuerda que Bértolo le regaló un salero, no sin antes haberla incluido en el grupo de Las Sosas, en los tiempos de la Escuela de Letras. Él fue su valedor, «me ayudó mucho», pero también recalca que dejó de verlo, que cuando piensa en él se le viene a la cabeza el síndrome de Estocolmo y también repite una frase que le decía Herralde: «¿Has hablado con el pérfido Bértolo?».
Herralde, como digo, es otro de esos pilares en la construcción de la Marta Sanz escritora, y cuyo selló empezó a brillar con títulos como Black, black, black. Y este libro también se ocupa del «vínculo que establecemos con nuestras casas editoriales». Así, Jorge Herralde no es su ‘jefe’. Es otra cosa. Y el momento en que lo conoció revela bien ese tensa camaradería que se establece entre el editor prestigioso pero con una timidez no del todo superada y la escritora que también quiere serlo (prestigiosa) y tampoco ha abandonado la timidez: «¡La famosa Marta Sanz!».
La interpelación es del editor, acodado en la barra del café Salambó, tomando quizá vodka con naranja. De postre quizá pida, apunta Sanz, helado de avellana o de turrón, dando esos detalles menudos que caracterizan a un personaje y de los que en esta obra hay buenas dosis. O que sea un poco «veleta», Herralde, o «demasiado generoso en la ampliación de los metros cuadrados de su piso corazón». Con todo, un editor «afectuoso y valiente».
Marta Sanz nos cuela en su viaje literario y nos abre el álbum de fotos de su derrotero literario. A veces, con un name droping que tiene algo de humble bragging y perdón por estos palabros. Me explico. Es decir, un toniquete a querer presumir de estar en el ajo, de haber conquistado el parnasillo, de molar. De haber empezado como una «sosa» para ser una de las autoras más consideras de una editorial que siempre mantiene el estatus, como Anagrama. Esto se aprecia bien en frases como «mi amigo el escritor Óscar Esquivias».
Y aquí uno de los riesgos de esa «literatura social», en que se caiga en el amiguismo, en el retrato de la cuchipandi más o menos exitosa. Es algo, por desgracia, demasiado frecuente, en ciertos relatos del yo literario actual, que escritores que alternan con otros escritores caigan en esa horripilante construcción de «mi amigo el escritor X». Nadie imagina en las memorias de, pongamos, Rafael Moneo, que se aludiera «mi amigo el arquitecto Norman Foster»
Pecados veniales, en cualquier caso (como cierto sonsonete a escritora liberada de los corsés anticapitalistas de la izquierda que recuerda a la Milena Busquets más burguesota), que no restan interés a una obra rica, escrita con soltura e ironía hechizantes («por localista —más loca que lista— y arcana») y que, más allá de ese cotilleo culto de esta «novela social» en su sentido más ligero, ayudará a conocer mejor los engranajes del mundo editorial y literario español a todos los que no estén familiarizados con él.
Y a los que conocemos más o menos ese ámbito, esta «radiografía textual» nos aportará esas perlitas privadas que este tipo de libros regalan, como la preferencia de los restaurantes con reservado (La Ancha, Igueldo), de Jorge Herralde, a quien no sé dedica el libro pero sí a Silvia Sesé, en recuerdo de un día atrapadas en el aeropuerto de México D.F. (¿Ciudad de México?), volviendo de la FIL.
Los íntimos, Marta Sanz, Anagrama, septiembre de 2024, 502 pp.
EL AUTOR
EDUARDO LAPORTE. Escritor y periodista cultural. Nacido en Pamplona en 1979, reside en Madrid desde 2005. Ha publicado libros como Luz de noviembre, por la tarde, o La tabla, en Demipage, así como un diario íntimo en la editorial Pamiela y su particular visión sobre Baroja en Ipso Ediciones.
En 2021, publicó otra entrega de su Diario a ninguna parte en la editorial papeles mínimos bajo el título de Tiempo ordinario y la primera biografía en español sobre Battiato (tras la de Margaretto de 1990) en el sello Sílex: En presencia de Battiato. En 2024, ha reunido su visión sobre su tierra natal en Navarra-Madrid, también en Sílex.