Autor de una amplísima obra, el napolitano Erri de Luca ofrece en Las reglas del Mikado una novela corta en la que introduce tantos elementos y tantas pretensiones que el resultado es un regusto a nada.
© F. VICENTE MANJÓN GUINEA
Generalmente, la novela se suele agrupar por géneros y su redacción responde a una serie de características literarias compartidas como directrices insalvables.
Así, por ejemplo, en la novela negra o en la de suspense, la trama suele estar vinculada con el descubrimiento de un misterio de tipo criminal. El protagonista es, principalmente un detective, un periodista o un espía. No siempre. Será la habilidad, el análisis de las pequeñas cosas y detalles, y el razonamiento deductivo el que lleve al protagonista a resolver el misterio o el crimen cometido.
En ese devenir, el escritor suele descubrir escenarios que le sirven para alzar una denuncia social o incluso comprender las perturbaciones del alma humana, pero de soslayo. En la novela costumbrista y/o realista la característica principal es representar los hábitos y las idiosincrasias de una sociedad en una época determinada. Es como un pequeño cuadro realizado con un fino pincel de descripción pictórica aderezado, en mayor o menor medida, de ironía y sarcasmo.
En la novela romántica o sentimental, por ejemplo, es el romance el que articula el desarrollo de la acción. La pasión y el amor son los motores principales. La vitamina necesaria para vencer cualquier vicisitud. Y, para terminar y no perdernos en múltiples géneros y subgéneros, en la novela existencial la característica principal es la pregunta sin respuesta del significado de la vida. El angustioso acontecer de la existencia y el devenir del hombre que puede ir desde un tamizado cristiano como el de Dostoievski, hasta el ateísmo de Jean-Paul Sartre, pasando por el agnosticismo de Camus.
El caso es que cuando uno se encuentra con todo eso mezclado en una novela de poco más de ciento veinte o ciento cuarenta páginas, dependiendo del cuerpo de letra, lejos de pensar en la capacidad de síntesis de una obra maestra, la sensación que queda, tras la lectura, es como de haber saboreado una escueta macedonia de frutas de piezas descongeladas. Es decir, un gusto a nada. Pero, en fin, como dice el sabio refranero español, sobre gustos los colores.
Las reglas del Mikado resulta superficial, como el aceite en el agua.
Bien es cierto que Erri de Luca es uno de esos escritores a quienes le avala una prolífica obra. Pero no solo eso, sino que su propia experiencia vital es la gran carta de presentación de un hombre que ha vivido y que, como tal, tiene experiencias interesantes que contar.
Nacido en Nápoles, ejerció variopintos oficios para vivir: conductor de camión, albañil, almacenista, trabajador de pista de aeropuerto, voluntario en África, conductor de convoyes humanitarios durante la guerra de los Balcanes, traductor, periodista, escritor… E incluso hasta el crítico literario del Corriere della Sera, Giorgo De Rienzo, llegó a calificarlo en 2009 como el escritor italiano de la década.
Ahora, con setenta y cuatro años y un largo recorrido, la editorial Seix Barral, no ofrece su última novela: Las reglas del Mikado. La novela, de disperso género, se inicia haciendo hincapié en los detalles del altruismo. Según la RAE, diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio. Una entrada sorpresiva de una joven zíngara en el interior de la tienda de campaña donde descansa un viejo eremita dará pie a introducirnos en la narración de la trama.
Una muchacha que aún no lo sabe pero que ha sido tocada por la fortuna pues aquel anciano retirado terminará por dejarla su herencia, y no solo eso, sino que pondrá la primera piedra para que la joven gitana se vuelva culta y se reintegre socialmente, y todo ello después de huir de un casamiento concertado en el interior de su clan gitano. La novela se plantea como una especie de tributo y agradecimiento a los comienzos, al estudio, a los libros y, sobre todo, a la paciencia que otorga el juego del Mikado.
Así, de esta manera, nos metemos en una espiral donde se nos habla de la relación entre la naturaleza y el hombre, en plan metafísico, simbolizado en un oso que la zíngara suele cuidar y ser recíprocamente recompensada por el úrsido. El autor nos habla de cómo la muchacha de raza gitana limpia la jaula del oso, le libra de parásitos, le pasa un peine para el pelaje, e incluso, tiernamente, hasta duermen juntos. Una escena que, según el propio autor, nos sitúa frente a la ingrata vida moderna que desacredita los instintos y los reduce a simples impulsos superficiales. «¡Ahí es ná!», que dirían por mi pueblo.
Esta serie de consejos moralistas deshilachados no me llega a cuajar.
Una vez adentrados en materia, el autor, Erri de Luca, nos habla de la quiromancia, de la línea del corazón, del trazado de la vida, de la cabeza, del destino, el juego de las constelaciones a cielo abierto, la alineación de los planetas, las estrellas, los anillos de Saturno… Vamos que, en una coctelera mete el universo y la propia existencia del hombre, lo agita, lo remueve, y da como resultado la eterna disquisición de lo telúrico con lo celestial… por lo menos.
Desde la perspectiva de la vejez del protagonista de la novela se nos sitúa en la contemplación inexorable del paso del tiempo, simbolizado en el mecanismo de funcionamiento de un reloj. No hay que dejar de lado que, según la novela, el protagonista fue relojero.
Pues bien, es como si el agotamiento de la vida fuera representado por el fallo del complejo mecanismo de un reloj de precisión suizo, por culpa del propio uso y desgaste, y de, por supuesto, el polvo que se cuela por entre los resquicios de ese engranado mecanismo.
Ese desgaste del reloj con el paso del tiempo es paralelo al lento viaje interior que el protagonista emprende como un tributo a la naturaleza, a la tierra, a los paisajes, al mar, al salitre. Una mirada filosófica a la existencia y un enfoque agradecido al tiempo vivido. El agradecimiento de cada día, de cada nuevo despertar.
El autor reniega de la época actual a la que tilda de haber nacido ya envejecida, cuando la humanidad debe ser siempre joven. «Estoy listo», dirá el autor, «Siento que la vida se concentra en mí, como las brasas al final del fuego». Y acto seguido continúa con sus frases de existencialismo vivencial equiparándolos ahora con el juego del Mikado: «Prestar atención a los movimientos más pequeños, hacerlos con intención, sin automatismos».
El caso es que esa serie de consejos moralistas deshilachados no me llegan a cuajar, particularmente hablando, claro está. Quizá porque siempre me he sentido mas cercano a esa forma rebelde de enfocar la vejez y el final de los días como Rafael Chirbes en sus Diarios, o mejor aún, a aceptarlo con un punto de resignación poética e irreverente como Jaime Gil de Biedma… Lejos, muy lejos de ese existencialismo moralista, casi tántrico.
Ya nada temo más que mis cuidados.
De la vida me acuerdo, pero dónde está.
Jaime Gil de Biedma en Poemas póstumos.
Y hete aquí, que de pronto la novela, después de sus azorados y dispersos dictámenes sobre la existencia, da un giro inesperado, como de tinte futurista, que vincula todo lo ocurrido entre el anciano y la zíngara con la pertenencia a un grupo de espías, altamente cualificados y secretos.
La novela deja un gusto a escueta macedonia de frutas de piezas descongeladas.
Así, sin sospecharlo, con la misma fuerza con que se declara una tormenta de verano o una DANA cubierta de relámpagos inconclusos e inconexos. Tanto es así que aquella gitanilla que se escondía en la tienda de campaña al inicio de la novela termina trabajando para el contraespionaje. Tal cual.
Como por arte de magia, sin hilado argumental alguno más que el de una justificación floja e inverosímil, como el de compartir rutas navieras en el barco de un amigo del anciano protagonista. Gracias a ese deambular de agentes secretos el autor nos lleva desde Moscú a Washington pasando por Suiza y haciendo escala en Odesa y Viena, sin olvidarse, por supuesto de la demolición del muro de Berlín.
Y por si eso fuera poco, el autor no se olvida, en su periplo de sigiloso confidente, adentrarse en los recovecos políticos sociales de Nápoles, Roma e incluso el Vaticano. Eso sí, sin mojarse demasiado narrativamente hablando. Asomándose a la ventana por unos instantes, sin documentación previa ni posterior al respecto.
Hemos pasado de la tendencia filosofal, existencial y moralista inicial de la novela cercana a Soren Kierkegaard, a la pura novela de espías de John le Carré, pasando por el realismo social y todo ello con la volatilidad de un diente de león flotando en el aire.
La novela Las reglas del Mikado, es, a mi ignorante lectura, superficial, como el aceite en el agua, una flor de brácteas caídas y distantes sobre una jardinera estéril con sabor a trozos de macedonia congelada. No sé si me he expresado bien. Por intentar ser un poco claro.
Las reglas del Mikado, Erri de Luca, traducción de Carlos Gumpert, Seix Barral, 2024, 144 pp.
EL AUTOR
F. VICENTE MANJÓN GUINEA (Madrid, 1968) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y licenciado en Criminología por la Universidad Camilo José Cela de Madrid.
Es del ensayo literario titulado De la literatura y las pequeñas cosas y del libro de relatos Altas miras. Como novelista, ha publicado Una lluvia fina mentirosa y Con tal de verte reír.
Editor y escritor del blog de artículos Memoria de un náufrago y colaborador en el Diario Siglo XXI.