La poeta vasca y narradora Julia Otxoa nos ofrece un poemario (El instante y su sombra) en el que centra la mirada en la esencia de las cosas con su capacidad para el asombro intacta. Pero sin renunciar a cierto tósigo al referirse a aquellos mortales presos de la molicie contemporánea.
© JESÚS CÁRDENAS
Hay poetas que no necesitan el accidente explícito para mirarlo y leerlo en todo. Poetas que se adentran en la esencia, despojada de la cáscara y de la anécdota que lo rodea (lo que tantas veces impide al lector para llegar a la médula de la idea). Julia Otxoa (1953) es artista gráfica, narradora y, ante todo, poeta. Son destacados sus libros de poemas Centauro (1999), La nieve en los manzanos (2000), La lentitud de la luz (2008) o Resurrección (2022), entre otros.
El instante y su sombra es una colección de paisajes, momentos, donde se alían lo reflexivo y lo celebratorio, sin descartar la denuncia de una sociedad desnortada. Puede leerse como una invitación al regalo cotidiano de nuestra existencia, apegado al asombro por el entorno natural, contra el aletargamiento y los lugares comunes.
Escribía Borges, en 1925, un verso antológico: «He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre”. La costumbre vendría a ser algo así como un simulacro o un sucedáneo de lo primordial.
Plantea la autora de San Sebastián el volumen como un discurso sugerente, sin interrupciones ni secciones, en breves composiciones –son numerosas las que se componen entre un único verso y los diez–, intitulados hasta casi el final, donde hallamos el poema más extenso, el único rotulado, “Siglo XXI”.
Surgen destellos de belleza en los perfiles atentos en medio de la naturaleza, alumbrando la pureza del ser desde el inicio: “A veces, bajo la luz de los relámpagos, / se descubren paisajes desconocidos, / jardines íntimos”.
El mejor canto de amor es acercarse a un árbol.
Se crea en el entorno natural un espacio real maravilloso, apto para la algarabía de ver y recordarnos que fuimos niños, “ofrenda de un milagro”, donde se reclama la atención al detalle cercano, fijación bastante posible entre tantos “prodigios”: “A menudo lo inefable, lo fabuloso, sucede a nuestro lado, / en ese íntimo calendario de lo cotidiano”.
Observamos la elipsis verbal en la comunicación con lo pequeño y lo cotidiano: “Ascender al diálogo con lo pequeño, / un pedazo de paz o un retazo de luz sobre el cielo de los charcos. / Alimento sublime lo cotidiano”.
Y en aquello diminuto que, por encontrarlo a diario, solemos hacer caso omiso: “Iluminan el día diminutas violetas silvestres, / parecen vestidas para una fiesta, deslumbrantes en su / salón de hierba”. Tras esa iluminación milagrosa solo “cabría arrodillarse y llorar” en agradecimiento, igual que al amanecer, “el día se arrodilla junto al altar de los asombros”.
Todo para ver reflejado nuestro misterio definido, al que no alcanzamos a resolver, y sin embargo nos aferramos: “Nuestras contradicciones son el espejo / sonde crecer la humildad abonada por la / ignorancia del enigma que somos”.
En las composiciones donde se interroga o emplea un símil termina interpelándonos ante el asombro, evocando los elementos atemporales, los que la finitud del ser retendrán: “Y al cabo, ¿qué supimos? / En la memoria, solo un incendio de amor y basta”.
El mejor canto de amor es acercarse a un árbol. “Conversar con un árbol y quedar absuelto” se lee como una intuición, pero vemos que se trata de un pensamiento meditado del que resulta un enunciado elíptico donde se propone actuar de una manera acorde a nuestra naturaleza; un canto de amor, al cabo, a nuestro frágil entorno. Al final de otra composición vuelve a figurar la correspondencia del ser con la naturaleza: “Mirar un árbol y sentir que él también te mira, / celebrando la vida. / Respirar con él, nacer al paraíso”.
El instante y su sombra acoge tanto lo reflexivo como lo celebratorio.
Resulta del planteamiento maravilloso también la descripción metafórica, sugerente de imágenes plásticas: “Caminando por el bosque que un día plantamos sobre nuestras cabezas, saliéndonos al paso las ramas del saúco, / sosteniendo sus flores como cúpulas de diminutas estrellas blancas. / Arquitectura de luz”.
Asimismo lo asombrosamente cotidiano y humilde en el entorno convoca a la dicha, así: los árboles, las aves, las plantas, las flores, “el olor del pan reciente”, el “grifo de la cocina”, el amanecer, entre otras. Todos ellos tienen su especial lenguaje, que debemos (o deberíamos) saber, sólo así seremos merecedores de su amor: “Deletrea el abecedario de los pájaros y los árboles, / crece enamorado en su lenguaje, y serás humano, / digno de todos ellos”.
Las primeras notas críticas no tardan en aparecer. En el contraste de robustez y fragilidad, el ser humano se encuentra perdido. Somos confundidos en un espacio urbano “por el ruido y la furia”. Continúa la nota crítica a la inanidad, a esa gente pasiva: “Hay seres que viven con vocación de pedestal y estatua, / ácidos, de sombra triste y fría».
Otxoa aguijonea a aquellos nacidos con vocación de pedestal y estatua.
Opuesto a los movimientos tranquilos de la naturaleza, la velocidad: “Fundido de niebla y nieve el tiempo en el que la prisa manda”. Para remontar los días, nada mejor que “recorrer sin prisa / la respiración de las cosas, // asistir a la vida, / descabalgar de los despojos”.
La advertencia nos es dada en el poema “Siglo XXI”: nuestras señas de identidad devendrán en fugacidad y desiertos si hay que “prescindir del prodigio de caminar despacio, / y descubrir esa música callada, / esa hondura secreta de las cosas”.
Convertidos los elementos de la naturaleza en metáfora de la vida y de la escritura. Hay también, aliado al amor cercano, el asombro por la función de las palabras y la elección por la capacidad polisémica que provocan la sanación y la transmutación del estado de ánimo: “Incendiadas palabras de sentido, / aquellas capaces de curar las heridas, / y dibujar el día como resurrección”.
Y siguiendo con la humildad y lo sencillo tiene su analogía en la búsqueda de una expresión sencilla, mostrándose distanciada de la palabra artificiosa: “Fantasmagoría de la retórica, palabra hueca / y carnaval de ruina”.
En suma, El instante y su sombra es una suerte celebración, de llamada a un detenimiento en el medio que nos rodea, a una concienciación de unión con la naturaleza. Como diría Juan Ramón es ese nuestro encuentro. Y añado, es lo que nos llevaremos.
El instante y su sombra, de Julia Otxoa. menoscuarto, Colección Cálamo, Palencia, 2023, 168 pp.
EL AUTOR
JESÚS CÁRDENAS (Alcalá de Guadaíra, Sevilla, 1973) es profesor de Lengua Castellana y Literatura. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla.
Como investigador literario, ha escrito ensayos y dado conferencias sobre Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, García Lorca, Pier Paolo Pasolini… Como crítico literario colabora con reseñas en diferentes revistas literarias.
Hasta la actualidad es autor de los libros de poemas: La luz de entre los cipreses (Sevilla, 2012), Mudanzas de lo azul (Madrid, 2013), Después de la música (Madrid, 2014), Sucesión de lunas (Sevilla, 2015), Los refugios que olvidamos (Sevilla, 2016), Raíz olvido, en colaboración con Jorge Mejías (Sevilla, 2017), Los falsos días (Granada, 2019) y Desvestir el cuerpo (Madrid, 2023).