Jesús Carrascal (Vitoria-Gasteiz, 1962) es hombre de letras que aún no había presentado al público su primera novela. El tiempo ha merecido la pena, ya que La atardecida recoge la mejor tradición de escritura de temática rural para darle una pátina de experimentalismo cuyo resultado es una obra de singular valor.
© JESÚS CAMARERO
Esta primera novela de Jesús Carrascal, La atardecida (Adarve, 2023) es un libro fuera de lo común, y en cierto modo un libro sorprendente, curioso, extraño, un tipo de narración que no se encuentra habitualmente en las librerías. En cierto modo, es uno de esos libros que son leídos como si uno estuviera llevando a cabo un experimento científico, encerrado en su particular laboratorio ―es decir, sentado ante su escritorio, es lo mismo―, y tratando de descubrir las claves de una creación literaria muy particular.
Por eso también La atardecida es un libro de culto: no es un libro de entretenimiento o de intriga, no es tampoco un compendio de emociones, es decir, no es un libro al uso actual, cuando las modas lectoras nos llevan a unos géneros vinculados sobre todo al éxito editorial. Este libro se escribe y se lee al margen del tiempo y del espacio en que ahora vivimos, porque nos traslada a otras épocas y a otros lugares por medio de un género (casi) nuevo: la ecoficción.
Y digo ‘casi nuevo’ porque ya tenemos precedentes de ecoficción en la narrativa clásica hispánica, en autores como José Mª Pereda, Azorín y Antonio Machado, nada menos, y en la narrativa contemporánea, como el autor extremeño Jesús Carrasco. Y por el lado de la crítica y teoría literaria, tenemos corrientes metodológicas, como la ecocrítica y la ecopoética, que se practican en todas las universidades del mundo.
Más allá del género al que se adscribe el libro de Carrascal, al que luego volveré, la experiencia de leer La atardecida no es una experiencia normal, como cuando uno lee un thriller de éxito o un ensayo de filosofía política ―tan de moda― o un poemario sobre los problemas actuales de la existencia humana. La experiencia de leer este libro se sale de la norma de lectura que los lectores contemporáneos tenemos adquirida en nuestra cultura literaria actual. Desde el título ―tan original como ancestral― hasta las variaciones textuales que contiene la obra ―como por ejemplo el diseño de los diálogos―, pasando por una prosa esbelta y adusta a la vez, tan castellana, el libro se nos aparece en todo momento como una creación original, diferente, hasta surrealista en cierto modo, si la comparamos con los estándares actuales del estilo.
Este libro es como un cancionero en prosa de la vida de los pueblos.
Sin embargo, desde sus primeras líneas, el lector entrenado, el lector avisado, inteligente, experimentado, tiene la sensación de un déjà vu, de un destello fulgurante del recuerdo que se produce en algún recóndito rincón de su memoria lectora. Efectivamente, el texto que está leyendo le recuerda a otro texto o a otro autor, es como si hace mucho tiempo hubiera leído algo que se parecía ―y mucho― a esto que ahora está leyendo.
Es lo que en teoría literaria y en semiótica de la cultura denominamos ‘intertextualidad’. Parece que el libro de Carrascal viniera de otro libro, como si La atardecida formara parte de otra escritura transmitida desde el pasado, heredada por su autor de otro autor con el que mantenía una relación, digamos, familiar, por ejemplo: Miguel Delibes, el autor de libros como Las ratas y Los santos inocentes.
Dicho esto, los escritores nos hacemos a veces algunas preguntas un tanto extrañas, que entre otras cosas no necesitan respuesta, por ejemplo: ¿Acaso, cuando escribimos y leemos, estamos siempre ante el mismo libro, la misma escritura, la misma historia, ante el mismo relato, que según Italo Calvino seguimos escribiendo y leyendo desde aquel primer relato que narraba el origen de todo cuanto existe?
¿Siempre contamos una historia que realmente nunca es diferente de aquella historia del primer narrador y del primer lector, y nos hemos pasado siglos y siglos entretenidos con el mismo relato? ¿O quizá queremos creer que somos capaces de inventar nuevas historias, y en realidad no hacemos más que repetir la misma de siempre, aunque no nos demos cuenta de ello porque siempre resulta insuficiente todo lo que hemos leído, porque no hemos leído todo lo que habríamos querido leer, que es inmenso y por supuesto imposible de abarcar?
Pues sí, aunque parezca mentira a estas alturas de nuestra civilización, al leer La atardecida estamos ante un clásico, ante una obra escrita siguiendo el modelo de una escritura conocida y reconocida en la literatura hispánica y universal.
Hagamos un poco de historia literaria. Desde los Románticos ―y ha llovido lo suyo, en literatura, quiero decir― venimos pensando que el autor es una especie de demiurgo capaz de crear una obra original y eterna. El argumento es impecable, y además es muy bello, y hasta seductor: estoy seguro de que todos los escritores y escritoras del mundo lo comprarían a cualquier precio; incluso algunos lo habrán convertido en una especie de dogma ‘religioso’ de su escritura.
La atardecida es un libro clásico y al mismo tiempo experimental.
De hecho, todavía existen escritores fuera de su tiempo, como todas las personas que creen ciegamente en su creatividad y hasta en su originalidad, porque si no quizá no podrían seguir escribiendo, ni viviendo. O sea que seguimos viviendo literariamente en el modelo romántico.
Pero hablemos ahora de lo clásico en contraposición a lo romántico, y con ello vamos a entrar en una especie de controversia. Las obras ‘clásicas’ que se atienen a un modelo reconocido de escritura ya son originales, no necesitan demostrar su originalidad, porque ese carácter único de la escritura ya estaba registrado antes, a veces desde tiempo inmemorial. Es un funcionamiento diferente del modelo romántico, típico del ámbito del antiguo clasicismo, en el que las obras se inscriben por sí mismas en un universo excelso y multisecular, al que siempre volvemos, por cierto, para saber qué es de verdad la literatura.
Además, La atardecida es un libro clásico y al mismo tiempo experimental: clásico porque entronca con una tradición popular en la que queda representada una forma de vida ya desaparecida en su mayor parte y porque se inscribe en el modelo de otros grandes autores, y experimental porque su estructura narrativa es del todo inusual y sorprendente.
Sin perjuicio de que el autor tiene sin duda una preocupación intensa por el lenguaje, un cuidado casi obsesivo por la expresión: la corrección ortotipográfica, la adjetivación muy ajustada, los sintagmas tan alicatados, el despliegue de un léxico casi exótico, los términos siempre precisos, la puntuación tan intensa, incluso la sonoridad de las frases y de las secuencias narrativas a veces bastante largas, y el tono lírico del conjunto del texto que hace pensar en una evocación de un espacio lejano en el tiempo y en el espacio, acaso ya perdido.
Al leer La atardecida sentimos que formara parte de una escritura transmitida desde el pasado.
Y desde este punto de vista experimental cabe hablar de una escritura anafórica, que consiste en una reiteración sistemática de palabras y expresiones, como es típico del modo de hablar popular, convertido aquí en discurso literario. Se podría hablar de una especie de ‘resiliencia semántica’ de La atardecida, por cuanto el libro contiene multitud de vocablos del español del ámbito rural que ya en su mayoría están en desuso en el habla estándar multiurbana, lo que nos lleva a considerar la riqueza semántica de este texto y su aportación al tesoro multisecular de la literatura hispánica.
El efecto que trata de provocar todo ello es el de un realismo muy directo, rural y costumbrista, tan asentado en nuestras letras hispánicas. Así lo demuestran sus descripciones, de un realismo crudo y radicalizado, incluso revestidas a veces de un cierto naturalismo, todo ello en el marco de un ambiente rural y tradicionalista en el que no se percibe el paso del tiempo. Y también ciertos personajes de la narrativa de Delibes, que renacen de sus propios textos y se encarnan en otros personajes de esta novela. Incluso La atardecida nos presenta una cierta dimensión del realismo mágico, tan propio de los ámbitos rurales ancestrales, como por ejemplo el personaje de Abilio el Andorino, que mueve los objetos con su mano semirrígida.
El narrador se expresa de este modo ―anafóricamente, por medio de estructuras reiteradas― porque así puede transferir al lector la esencia de lo real, de su ámbito propio: simplemente, en el campo la gente habla así. El libro entonces se nos aparece como un largo poemario, o mejor, como un cancionero, cuyos versos estarían conformados con las secuencias narrativas de un relato ancestral, tan propio de la época de Miguel Delibes y Camilo José Cela, y por cierto tan cercano al modo de componer de Johann Sebastian Bach.
En realidad, se podría afirmar que este libro es como un cancionero en prosa ―a veces parece que está escrito en una especie de verso misterioso― en el que se narran, con cierto tono de lírica popular, unos pocos acontecimientos que curiosamente no tienen nada de excepcionales, sino que forman parte de la realidad profunda, auténtica, y por ello quizá enigmática, de la vida en los pueblos, con sus costumbres de siempre, que ahora nos asombran porque hemos perdido el contacto con la naturaleza, y también con toda la realidad de este mundo, que ahora se ha vuelto tan polarizado y extremo.
Así que, volviendo al asunto de la ecoficción, La atardecida cuenta con un imaginario muy especial, poco común, cuando de algún modo actualmente se ha perdido el gusto por capturar la esencia de lo real, de lo auténtico que, por cierto, todavía sigue ahí, en los espacios recónditos, casi mágicos, del campo y de las montañas.
La experiencia de leer esta obra se sale de la norma de lectura.
Todo lo imaginado en este libro aparece narrado al modo de una evocación, de un saludo a la naturaleza, eso es la ecoficción: la vida en el campo, las actividades en plena naturaleza, la acción humana al aire libre, el ser humano que interactúa con los animales y el terreno, en síntesis, el tiempo vivido con otra medida, un tiempo ciertamente circular en cuyo sistema todo vuelve constantemente de un modo parecido, si no igual, porque la naturaleza rara vez improvisa.
Estas ideas nos remiten, para terminar, al concepto de un humanismo ancestral del ámbito rural: la fusión del ser humano con la naturaleza, que por lo general se halla ya en situación crítica; el ritmo vital acompasado, ralentizado; la proximidad de las gentes que conviven en los pequeños pueblos; el autorreconocimiento del individuo humano; en suma, un mundo que ha quedado atrás respecto en nuestra degradada modernidad.
La atardecida, Jesús Carrascal, Adarve, 2023, 176 pp.
EL AUTOR
JESÚS CAMARERO (Guipúzcoa, 1958) es doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Valladolid, y profesor de Filología Francesa en la Universidad del País Vasco. Ha sido docente de Crítica literaria, Literatura comparada y Literatura francesa.
Ha escrito obras de distintos géneros como narrativa, ensayo, poesía, crítica literaria y guion cinematográfico entre las que destacan ensayos como El escritor total (1996), Metaliteratura (2004) o Cosmópolis o ética de la ciudad utópica (2006).