Uno de los libros de 2022 fue Agua y jabón, de una Marta D. Riezu que lograba así colarse en una posición de prestigio con un libro misceláneo que, según el autor de la reseña, pecaría de inconsistente, algo también fruto de unos tiempos más que líquidos, ligeros: el libro-síntoma.
© CARLOS JIMÉNEZ ARRIBAS
Agua y jabón, de Marta D. Riezu, viene a sumarse a la lista de libros-síntoma publicados en los últimos años en España. Son ya unos cuantos, libros que van más allá del género al que pertenecen, colman un vacío percibido como tal por el mundo editorial, y, con mucha suerte, por la recepción del público también; se salen de madre, por una parte, vienen por otra a gratificar la sensibilidad lectora y se venden como rosquillas. Hay que pensar que se leen así también.
Veamos. Nocilla dream llevó la cultura pop a la literatura, fue el equivalente de la lata de sopa Campbell warholiana. La España vacía cartografió un país y le quitó los complejos con el pelo de la dehesa. Ordesa nos enseñó que no pasaba nada por ser pobres y parecerlo (eso sí, pobres de los que van a la playa en verano y a esquiar en invierno). Intemperie dejó claro que el western podía encajar perfectamente en el secarral español; fue terapéutico, según lo definió Carlos Pardo en su reseña a la segunda novela de Jesús Carrasco, y demostró que también podemos aspirar a ser Cormac MacCarthy. Por su parte, El infinito en un junco nos reconcilió con los clásicos, los trajo a la puerta de casa de las lectoras de libros en España, que son sobre todo mujeres y profesoras de instituto; y, por fin, Agua y jabón ha llevado las páginas de estilo de los suplementos dominicales a literatura de prestigio. Más efectos terapéuticos para sacudirnos los complejos.
Y así como el ensayo que inventó Michel de Montaigne en el siglo XVI supuso la derrota epistemológica de la metafísica, este libro remacha esa derrota con su «puntillismo», una especie de Los cuarenta principales de la alta cultura, un name-dropping parecido al que lleva al salón las reproducciones de arte más o menos contemporáneo.
La pincelada sustituye al discurso.
Montaigne dijo: «¿Yo qué sé?». Marta D. Riezu viene a decir: «Lo que yo sé». Hágase el individualismo. No faltan en todos estos libros, hasta en algunos de narrativa, la mención de lo personal como reclamo, en una época que ya se mueve a sus anchas entre la invasión de lo público en lo privado y viceversa. Ya no hay superventas que no pase por inspirar pena para buscar la identificación con el lector. Es el triunfo de la sentimentalidad, hay que dejarse algo del ADN en las páginas para que la lectora, el lector, lo recoja como un óbolo sanador, se conmueva, haga suya también esa experiencia, por mucho que Marta D. Riezu prevenga precisamente contra eso, contra el consumo de experiencias en toda aventura cultural.
En realidad Agua y jabón es un traspaso continuo de experiencias, literatura de catálogo. No deja de tener su mérito la elaboración de un producto cultural a base de productos culturales, no de relatos, visiones, reflexiones. En el mundo globalizado, cuando podemos desayunarnos en Barcelona y tomar el té en Londres en apenas un parpadeo, la literatura se avecina así, como red de redes y simultaneidad de vivencias estéticas.
La pincelada sustituye al discurso, y la ironía sirve de moneda de curso para la universal deleitación del objeto consumible, bien sea una puesta de sol, un perfume de diseño, un paseo por un bosque californiano o unas patatas alfareras. Todo espolvoreado por la peligrosa ideología de la nueva sentimentalidad: «Lo elegante es lo sencillo, lo honesto, lo de toda la vida». Añádase «lo que se entiende», y estaremos delante del argumento esgrimido por los poetas y editores de la llamada poesía de la experiencia.
Pese a la buena intención, o quizá por eso, queda al final un poso de vacío.
A quienes Marta D. Riezu tendría catalogados, por cierto, como burgueses, pese al pedigrí izquierdista del que hacen gala. Así lo define en su glosario final: «El burgués no tolera en su casa nada que no entienda». Tienen su guasa la autora y el libro y uno lo cierra con ese chasquido de la lengua con el que se apura un dry Martini, pues no nos imaginamos a nadie reconociendo a estas alturas que todavía bebe vino peleón de toda la vida.
Montaigne podía haber inaugurado también el género del índice de personas, cuando el name-dropping alcanza una especie de cima. Él llenó de citas las vigas de madera de su ático. También Agua y jabón se cierra con un «Suplemento de afinidades» que se lee como un diccionario. Las entradas son diversas y dispersas, hacen gala de ese azar en la existencia que queremos que rija nuestras vidas, aparece una prenda de vestir, un autor, un verbo, un sentimiento. Pudiera ser el socorrido libro de bolsillo de un dandi, pero es el conformismo pequeño-burgués que pide socorro.
Con el libro-síntoma, es mérito de la autora o del autor, o de los editores que lo encargaron, dar con esa voz personal que viene a llenar un hueco, una necesidad de algo que nadie sabía que tenía, como esas cosas que compramos y que, solo después de haberlas comprado, parece mentira que hayamos podido vivir tanto tiempo sin ellas. En este caso también es valentía de la autora arrimar la pluma a ejemplos de incorrección política, autores manifiestamente de derechas. Pese a esa buena intención, o quizá por eso, lo que queda al final es un poso de vacío. Quizá por esa cornucopia, impera el esplín de ver desvestido el armario. El horror vacui en las menciones es también, como el libro, un síntoma.
Montaigne dijo: «¿Yo qué sé?». Marta D. Riezu viene a decir: «Lo que yo sé».
Agua y jabón, como muchos de los libros mencionados al principio, viene a perpetuar un estado de cosas, le dan una palmadita en la espalda al lector pequeñoburgués, aunque sea de barrio, y le dicen que tiene razón, que lo que piensa, lee y siente es cierto. Queda encumbrado en este cuarto de maravillas el esforzado editor que compromete prestigio y hacienda por defender su visión del mundo:
Admiro la elegancia insensata de editar.
Editar es, ante todo, decidir qué dejar fuera.
Editar es batallar contra lo inmediato. Asentar un criterio, acomodar y separar. Dejar abierto un camino. Cultivar la esperanza en forma de catálogo ordenado. Editar es defender.
Lo dice, claro, una autora que tiene la suerte de haber sido defendida. Y queda prohibido quejarse:
Cada vez que algún escritor se queje del poco caso que le hacen, le hablaré de los veinte años en el puerto de Nueva York de Herman Melville.
Palabras de quien, afortunadamente para ella y para los lectores, no parece que haya tenido que pasar mucho tiempo en el puerto de Barcelona. Lo dicho, para los elegantes, los elegidos, los defendidos, agua y jabón. Para los que habitan el submundo de las catacumbas, ajo y agua.
Agua y jabón, Apuntes sobre elegancia involuntaria, Marta D. Riezu. Anagrama, Barcelona, 2022, 240 pp.
EL AUTOR
CARLOS JIMÉNEZ ARRIBAS (Madrid, 1966) es un escritor y traductor español. Licenciado en Filología Inglesa y Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, es Doctor en Literatura Española y Teoría de la Literatura por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).