El autor de este análisis a fondo se centra en el volumen antológico de Fernando de Villena (Granada, 1956) recogido bajo el título de Las estaciones de la existencia (Baker Street) que comprende más de cuatro décadas de producción poética.
© FRANCISCO MORALES LOMAS
En 2022, el prolífico escritor granadino Fernando de Villena publica la antología Las estaciones de la existencia donde reúne versos de treinta y ocho libros desde 1977 hasta 2020, estructurados en cinco grandes apartados:
- «Las vacilaciones de la primavera», que agrupa la obra publicada desde 1977 con Pensil de rimas celestes hasta 1987 fundamentalmente, con el añadido de Poema de las estaciones (1989-1991).
- «La madurez del estío», reúne versos desde Vos o la muerte (1987-1991) hasta 1997, en que publica Nuevo museo pictórico y escala óptica.
- «La plenitud del verano», con El mediterráneo. Libro de las ciudades (1997-1998) como inició de una de sus aventuras poéticas esenciales hasta 2004 en que se cierra con El mediterráneo. Figuras para un retablo. No obstante, hay que hacer la salvedad que esta aventura lineal se rompe en este periodo de su vida por, al mismo tiempo, la tristeza del otoño, inmersa en este periodo de finales de siglo y comienzo del venidero.
- «La tristeza del otoño» comienza con el siglo con el poemario Conticinio (1999-2002) hasta una Oscura gaviota (2012-2014).
- «El reencuentro y la sabiduría del invierno» desde Morir por mi demanda (2014-2015) hasta el postrero Búcaro de cenizas (2019-2020).
Una muy estructurada organización de la obra y de la existencia que van completamente fusionadas. Fernando de Villena sostiene un principio rector áureo, el que las etapas de la existencia definen el microtiempo de las estaciones. Comenzando con la primavera, esa etapa inaugural al mundo en el que la vida se nos ofrece con toda la fortaleza vivificadora, sexual, amatoria, sensual. El comienzo de la vida no podía ser de otro modo. No es de otro modo. Es la época universitaria.
Precisamente la época en que nos conocimos y desde entonces hemos seguido trayectorias paralelas con continuas intersecciones y reconocimientos de obras mutuas. Ya por entonces tuve oportunidad de escribir sobre su primer libro, Pensil de rimas celestes una obra auroral que nacía de su profundo amor a la vida al unísono con su profundo amor a la literatura áurea y a la palabra.
Después, a lo largo de los años, he seguido y escrito sobre esa poesía áurea sustituida por una lírica más cercana a autores como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o los Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío, una poesía más de corte existencial y filosófico, más desnuda, más sencilla en el tratamiento formal, más directa, más comunicativa, pero al mismo tiempo penetrando en la aventura del conocimiento, y rompiendo así esa absurda dicotomía de la poesía como comunicación y poesía como conocimiento.
Así, se han ido configurando sucesivas etapas, que analizaremos ahora, hasta llegar a la actual en que está inserta su existencia, algo descorazonada, distanciada, abatida y con la sabiduría del que ha conseguido cierto desapego del mundo y logra contemplarlo con los ojos del versado en una recóndita comprensión.
Hay una serie de poemas que, a mi modo de ver, secuencian de un modo sublime y certero su pensamiento. El poema “La derrota”, del libro La hiedra y el mármol, perteneciente al otoño de su vida, realiza un inventario de esta (este afán notarial está muy presente con frecuencia en muchos de sus poemas) y confiesa que tiene la certeza de haber dado lo mejor de su vida (hijos, libros, lucha…), pero se produce cierta desazón y un evidente prurito de fracaso: “No has alcanzado el libro/ que, tenaz, perseguiste desde joven/ ni has hecho demasiado, casi nada,/ por aquellos que sufren en silencio/ ni has logrado calmar tus inquietudes/ ni aproximarse a Dios como soñaste/ leyendo a Abentofail// No eres un triunfador, eso está claro,/ pero, ¿puedes nombrar como fracaso/ tu larga existencia?// Difícil contestar esta pregunta;/ atroz la aceptación de la derrota.”
El tono muchas veces melancólico nos reconcilia con las puestas de sol.
Estos versos nos revelan muchas ideas valiosas en su larga trayectoria. En primer lugar, el echar la mirada hacia atrás para contemplar el recorrido certero o no de lo hecho, su autocrítica, su constante lucha por consentir en el camino eficaz y las dudas que esto conlleva. Pero al mismo tiempo, la asociación de triunfo/derrota como elementos que dirimen el ser y el estar en el mundo. Un sentido que le produce no ciertas dudas y congoja.
Dos páginas más adelante, y del mismo libro, su poema “Último retrato” también es muy significativo. Se presenta como un hombre cansado, abatido, que lucha contra la mediocridad y a quien poco importan ya términos como gloria u olvido, consciente de esa senda donde hubo rosas y acaba en dolor, pero muy juicioso siempre porque “las horas son preciosas/ y el alma confusa sin ansias ni temor”.
El recorrido del mundo, su sensación de abatimiento, no impide contemplar la bondad del vivir (“horas preciosas”) y la sensación de seguir vivos en la zozobra de la duda y la serenidad por haber perdido la amenaza salobre del miedo. Una actitud contemplativa que se explicita en su poema “Quietud”, del libro El palacio íntimo (también en esta etapa otoñal) donde define sus aspiraciones vitales: “No aspiré a sentarme con los fuertes (…)/ Yo soy un hombre débil (…)/ Sólo pido quietud (…)/ Quiero paladear/ el tiempo que me queda (…)/ Y al final seré tierra con la tierra/ o ceniza en las aguas incesantes”.
Es su concepción del mundo, su naturalidad, su recogimiento, su definición del existir y el fin último. Unas páginas más adelante, y, del mismo libro, publica “Recuento”, donde hace un recorrido desde los diez años hasta un momento crucial, los cincuenta: “Cuando cumplí diez años/ yo era un niño obediente y cariñoso (…)/ Con quince, comencé a aspirar la vida (…)/ la sensatez me vino a los cuarenta/ y con ella la angustia por los hombres (…)/ los cincuenta me marcan el recuento (…) la pena de lo poco conseguido,/ el miedo al porvenir, la incertidumbre”.
Son poemas que buscan una definición vital constante a través de esa línea argumental del paso del tiempo en sus sucesivas etapas que marcan la columna vertebral de su logos, de su palabra y de su expresión ante la naturaleza del ser humano: un ser para el tiempo y sus vencimientos.
Muy determinada en el poema “Vanidades”, del libro Repúblicas del ensueño, con la exploración de la injusticia, de sus quejas por los afanes literarios, su espíritu de lucha y su capacidad autocrítica por concentrarse a veces en fruslerías y minucias, pero sabio al reconocer que “nada va a cambiar/ ni en mí ni fuera de mí!”.
Muchas de las emociones se construyen desde abundantes lecturas.
Ya en el prólogo, en un procedimiento muy estructural de sus ideas, como buen pedagogo que ha sido, primero se pregunta por el valor estético de lo escrito y la imposibilidad del juicio, al ser juez y parte; y, a continuación, explicita los diversos apartados (con la salvedad de libros como diarios líricos o emocionales y libros como aventuras temáticas) ofreciendo sintéticamente las claves de los mismos: una primavera con el neomanierismo y el neobarroco, marcados por la soledad y la búsqueda de nuevos registros expresivos.
La segunda etapa de madurez, “en ella ya he encontrado mi sello, mi voz propia” (p. 9). En la tercera considera que su obra es más lúcida e importante (“el punto más alto y brillante de mi lírica” (p. 9). La cuarta, el periodo más duro de su existencia, marcado por el desengaño y, la última etapa, “hora del recuento, de la lucidez, de la inquietud religiosa y del compromiso ético y social” (p. 10).
Se trata de una poesía lúcida, vertical, franca.
Una extensa vida, un largo recorrido marcado tanto por el verso clásico, muchos sonetos, pero también por el versolibrismo y las canciones en heptasílabos y endecasílabos que permiten en su significante un dominio sobrado de este último y de la esencia del efecto de la rima como instrumento de creación estética en lo que siempre hemos llamado semántica del significante.
En la primera parte selecciona poemas donde se presenta ese yo poético ante el descubrimiento del mundo, la ciudad de Granada, sus barrios, el cementerio y el futuro que nos espera: “¡Es tan breve la vida para tan larga muerte!”, donde el espíritu manierista llega cercano en las voces de Quevedo o Góngora y también en los motivos del cíclope o de Orfeo.
Las ciudades surgen de continuo y la permanente presencia de la requisitoria de lo temporal. Quizá sea uno de los poetas españoles donde los motivos temporales están más presentes de continuo desde su etapa inicial tanto como una actitud moral ante la existencia: “Ser humilde como las pequeñas flores amarillas”.
Y siempre la nostalgia por lo vivido, y, en esta etapa, inicial la concupiscencia y las variaciones experimentales sobre temáticas muy queridas para el clasicismo como la tan requerida por Fernando de Herrera del calor y el frío y sus correlatos amor y desesperanza: “Y eran inexplorados continentes sus cuerpos,/ nuevos mundos a mis ojos, de tan reales,/ y reales eran aun en su desaliño de servidumbre”.
Son habituales los recuerdos para Keats, Shelley o Rilke.
La rememoración de la mujer, la hija, la familia y los espacios van conformando el comienzo del segundo gran apartado. La amada que une en su interior “la arrogancia y la dulzura del viento”, pero también la belleza. Nos va llegando el día a día, costumbres, hábitos, festividades religiosas, recuerdos de la infancia, el día de los santos… y permanentemente los espacios de la ciudad de Granada, su Granada, que ha sido siempre objeto de especial encuentro vital: “No pocas tardes,/ bajábamos con papá a la huerta.// Caminos de polvo a finales de septiembre/cuando los frutos de los caquis y membrillos/adquieren su desazón”.
Se trata de una poesía lúcida, vertical, franca, que se dirige al encuentro con ese tiempo vivido y a edificar una época sentimental profunda. Un mundo quizá lejano, en el que lo neorromántico se va construyendo con los pequeños emblemas del sentimiento. Pero también están presentes muchos personajes de sus lecturas: Ana Ozores, El Quijote, Galatea, Bradomín, Fernando de Herrera…Y siempre ciudades con olores, sabores o música: “Con música de torres, las nueve en el reloj:/ dentro de los abrigos qué fuerte palpitar;/ correr por grises calles, correr para llegar,/ correr por jardincillos con dédalos de boj”.
En la «Plenitud del verano» surge su gran aventura lírica en torno al mar Mediterráneo. Sus ciudades, su sentido del mundo y de la existencia: “Tu nombre, sí, tu nombre, mar sagrado,/ mar venerable y nuestro, sabio Mediterráneo”. Los mitos de Grecia y Roma que conjugan toda la aventura clásica a través de la aventura de vivir. Pero siempre, en ese recorrido, la presencia de los libros y la familia, los grandes baluartes de su existencia: “Mi esposa, sí, y mis hijos/ son la firme veleta de mis horas,/ de mi vida el oxígeno y la tinta”. Es un mundo también cercano al culturalismo de una época que trata de ser resucitada a través del motivo del camino que tan presente se halla en su obra: “Es sombrío el camino/ que entre campos de loto/ poco a poco desciende/ tal la lenta serpiente hasta su presa”.
Fernando de Villena sostiene un principio rector áureo.
Una temática que también ha sido muy constante en toda su narrativa y de la que siempre se vuelve como en aquel poema de Valle Inclán a una casa en ruinas: “Después de tantos años y fatigas,/ con el viento del este he regresado/ para hallar las ruinas de mi casa”.
En ocasiones este mar se reviste de un compromiso con los más desfavorecidos que perecen sin conmiseración, otro de sus motivos habituales como veremos: “El mar no debe ser una frontera/ entre un mundo de hartura insatisfecha/ y otro mundo sin pan, cárcel estrecha/ donde todo el que sueña desespera”. Con recuerdos también para Keats, Shelley o Rilke.
La tristeza del otoño invade el apartado cuarto cuando la sensualidad y el goce se hacen presentes ante ese otoño granadino con la figura de Ganivet y la hora silenciosa de los monumentos o los pueblos sombríos que habitan el misterio. Surge la elegía poderosa a la muerte de la madre (“Es tan frágil el hilo que separa/ la vida de la muerte”). Muchas de las emociones se construyen desde abundantes lecturas que permanecen en la memoria de todos como intertextos. Visiones que palpitan en la derrota o en el pensamiento puesto en la vejez (“Es la entrada en el reino de Vejecia”) con una sensación de pérdida y abandono, de final de partida, de tiempo finito.
Una extensa vida, un largo recorrido marcado tanto por el verso clásico como por el versolibrismo.
Y de nuevo la poesía de compromiso, con poemas dedicados a la “mísera” España, la guerra de Irak o a Palestina, que siempre ha sido objeto de sus versos con un lenguaje inmediato y lúcido, a veces por claro puede resultar utilitario: “La Primavera vuelve/ con todo su abanico de hermosura,/ pero yo no puedo hablaros de ella/ porque están muriendo en Palestina/ mis hermanos/ y nada puedo hacer por evitarlo”. Un tono elegíaco lo va invadiendo progresivamente todo como con las elegías I, VII, IX, XIV: “Y vemos los muertos/ que tanto nos amaron/ y nos hablan de nuevo/ y no es un sueño todo”.
El tono muchas veces melancólico nos reconcilia con las puestas de sol y la caída de la tarde más querida que cualquier amanecer: “Toda melancolía y la belleza toda/ de Uruguay se resumen/ en esta hora fugitiva e inefable”; o quizá estas: “No deseo minar toda tu dicha/ con palabras de anciano atormentado/ ahora que mi vida se convierte/ en un largo domingo por la tarde”.
El último apartado a modo de conclusión vital estaría simbólicamente referenciado por el último poema “Confesión”, donde indica que nunca le importaron las galas ni la vida literaria…, y la política le causa repulsión como odio la hipocresía. En cambio, ama la charla con los amigos y los libros antiguos tanto como la dicha del encuentro familiar y la hora solemne de la paz de las iglesias y las estaciones de la Naturaleza: “En suma, que he vivido, mas ya no miro atrás y si al futuro pido la suerte de los míos,/ por lo que a mí respecta puedo afirmar con bríos/ que una vida es bastante, de aquí no quiero más”.
Da la impresión de ser un hombre roto o que acepta la bizarría de un tiempo, y que el suyo ha terminado: “Es muy triste ser hombre en este tiempo/ de plástico y mentiras”.
De Villena rompe esa absurda dicotomía de la poesía como comunicación y poesía como conocimiento.
Nos encontramos ante una lírica de expiración, que muestra la fragilidad y el desengaño y el oprobio del dolor, el desahucio y la amargura para con los más débiles aunque, a veces, ese espíritu dionisíaco de entonces no se deje vencer y proclame la bondad de los bares, “territorios del ensueño”. Una lírica por la que se van sucediendo los años con frenesí construyendo sus propias capitulaciones, sus propios ajustes con el tiempo vivido, con el paisaje del mundanal ruido, con los peajes de la existencia y con la esperanza, poco sólida, de que venga una nueva Roma, “después del fuego de los pueblos bárbaros”.
Una barbarie que denuncia en muchos de sus versos frente a la sencillez y la bondad de los grandes sentimientos, siempre a la búsqueda de los espacios incontaminados donde todavía sea posible la vida: “Necesario es buscar tales lugares/ para seguir existiendo”.
Muy ceremonial y con un espíritu muy del 98 es el poema titulado “España”, dedicado a su amigo Ángel Moyano que denuncia el engaño y la necedad, el demérito… Un engaño que corre parejo al engaño literario: “Todos me habéis engañado,/ dignísimos autores,/ todos me hicisteis creer/ en la grandeza y sublimidad/ de la poesía y de las letras todas”. Es el encuentro consigo mismo y con la mentira vital, con el gran dislate, “el error si remedio ni provecho”, que nos ha desviado de la verdadera vida, acaso.
En definitiva, una lírica que es toda una vida, donde el discurso moral, intenso incontrovertible, siempre presente con todo su corolario existencial, lo instala definitivamente en una poesía clara, sencilla y con una gran intensidad en el discurso literario profundo y vital, así como en un dominio sublime del significante lírico.
Las estaciones de la existencia. Fernando de Villena, Baker Street Ediciones, Granada, 2022, 323 pp.
EL AUTOR
FRANCISCO MORALES LOMAS (Campillo de Arenas, Jaén, 1960) es un poeta, narrador, dramaturgo, ensayista, columnista y crítico literario español perteneciente a la Generación de la Transición. Su poesía ha sido definida como fiel representante del Humanismo solidario, por su compromiso personal y sus valores estéticos. Su teatro pertenece a la corriente literaria llamada Canibalismo dramático2 se define como comida social y conciencia de la realidad. Es especialista en literatura española de los siglos XX y XXI. Es miembro fundador de la corriente Humanismo Solidario, cuya Asociación Internacional Humanismo Solidario preside desde su fundación.