María Gainza o el arte de unir lo fragmentario

La escritora argentina María Gainza ofrece un mosaico de vidas de artistas que genera una particular huella en el lector. Un libro de fronteras difusas que establece relaciones misteriosas entre distintos talentos, lo que genera particulares y sorprendentes revelaciones.
© IGNACIO LLORET

Desde hace ya un tiempo, los libros que más me gustan son aquellos cuya naturaleza me cuesta definir. Cuyo género no acierto a precisar del todo. Aquellas obras cuya sinopsis debo poner por escrito, convertir en reseña como ahora, para terminar de saber lo que he leído en sus páginas.

Oh, claro, todo eso constituye una virtud. Lo destaco como un logro del autor. Sí, porque el lector se siente desafiado después de la lectura. Necesita dar un nombre a lo que le ha pasado. Necesita distinguir entre las ideas y las sensaciones. Necesita aclarar las imágenes que revolotean en su cabeza gracias al estímulo del libro.

Estos correlatos entre vidas de artistas provoca un encontronazo de impresiones que deja huella.

En el de María Gainza ocurre algo así. Sucede que esta mezcla de episodios autobiográficos y breves semblanzas de pintores, esta serie de correlatos entre vidas de artistas y biografías de personas cercanas a la narradora provoca en nosotros un encontronazo de impresiones que tardan en desaparecer.

Como historiadora del arte, Gainza elige a un puñado de figuras destacadas, Courbet, Rothko, Cándido López, Hubert Robert, Henri Rousseau o Le Dreux y, sin embargo, el criterio para hacerlo no es tanto su reputación como el paralelismo que la autora consigue trazar entre ellos y unos cuantos momentos de su propia existencia. Entre una escena de caza y la bala perdida que mató a una de sus amigas; entre el gato pintado por su vecino y los cuadros de un retratista japonés; entre el destino errático de su hermanastro y los cuadros religiosos de El Greco.

Los libros que más me gustan son aquellos cuya naturaleza me cuesta definir.

No le importa la evidencia. Me refiero a que haya una correspondencia obvia entre las cosas. La escritora argentina se limita a desplegar su material sobre la mesa y permite que el lector lo mezcle o lo monte, lo combine o lo ordene de una manera diferente. Ella tiene su propia versión de los parentescos, de las interrelaciones entre hechos del pasado y de la actualidad, entre las vocaciones de unos y de otros, pero no le importa que los demás lleguen a otra clase de conclusiones.

Y la forma de contar todo eso también es llamativa. Sí, porque Gainza intenta reproducir el carácter fragmentario de la vida. De los acontecimientos. De las trayectorias. Interrumpe un primer hilo narrativo para abrir otros sucesivos que a menudo la retrotraen a una época remota de la cual vuelve a alejarse para regresar al presente. Se trata de una especie de mechas que ella enciende simultáneamente, que van consumiéndose poco a poco y que nunca se apagan a la vez. Son carriles luminosos que ella activa y que luego contempla como un niño con varias bengalas de chispas en cada mano.

Ah, es verdad que algunas de esas historias, de esos puntos de luz, parecen quedar olvidados a mitad de cada texto. Se diría que la autora se ha cansado de añadir datos biográficos sobre alguien, de acumular información, y ha preferido dejarnos con las ganas de saber más. Yo creo que esas lucecitas del pasado, las vidas de todos esos artistas, le sirven a Gainza de contrapunto a la hora de narrar los episodios del presente, sean propios o ajenos, y proporcionan a estos un efecto conmovedor.

Gainza intenta reproducir el carácter fragmentario de la vida.

En el fondo, la escritora argentina practica una aproximación a sí misma. Por eso alterna la primera y la segunda persona del singular. Por la distinta perspectiva y capacidad autocrítica que le ofrece cada una de esas formas. Y armada con esa doble voz, ya puede hermanar su experiencia con la de otros, compartir sus miedos, dolores, dudas y limitaciones con las de los seres queridos o admirados incluidos en cada relato.

De modo que este libro es eso. Ahora ya entiendo lo que buscaba María Gainza al emprenderlo. Lo he ido sabiendo mientras escribía sobre él. Así es como funcionan las cosas en este mundo. En el universo de la escritura. El asunto consiste en que uno se pone a reseñar algo que le atrae pero que desconoce, y de esa manera, solo entonces, al llevarlo al papel, lo convierte en un misterio cargado de sentido.

 

El nervio óptico, María Gainza, Anagrama, Barcelona, 2017, 160 p.

 


EL AUTOR

IGNACIO LLORET (Barcelona, 1968) es licenciado en Filología Alemana y en Derecho por la Universidad de Barcelona. Diploma de Estudios avanzados en Literatura y Ciencia Literaria por la Universidad del País Vasco. Ha publicado la novela Juguetes sin recoger (2002), el volumen de relatos Monocotiledóneas (2008), el libro de narrativa Tu alma en la orilla (2012), la novela El hombre selvático (2014), el libro de narrativa Nosotros como esperanza (2015), la novela El puente de Potsdam (2016), el libro de narrativa La pequeña llama del día (2017), el libro de relatos Diálogos animados con personas muertas (2018) y la novela Una ventana a la oscuridad (2020). Imparte cursos, talleres y conferencias. Colabora en periódicos, revistas y programas literarios de radio y televisión.