El autor recorre la narrativa de Juan Ángel Juristo. Halla conexiones entre sus diferentes obras, y reflexiona sobre sus múltiples referencias artísticas y literarias
© ARTURO GARCÍA RAMOS
En la literatura acumulada sobre el paseante habría que incluir a los aventureros humillados, a los héroes de Ítacas ilusorias, a los peregrinos sin patria ni religión, a los que navegan y a los que vuelan en círculos o a los que bajan al encuentro con los muertos. Los nombres se atropellan por formar parte de esta procesión de vagabundos sin destino: de Baudelaire a Rousseau, de Don Quijote a Leopold Bloom y más allá. La vida sale al encuentro de esos místicos sin éxtasis para que la envuelvan en una mirada irreal, poética, desnaturalizada de su materialidad. El paseante, que la aparición de la modernidad quiso llamar flâneur para dotarlo de una mirada irracional, desolada o melancólica, es un expatriado del mundo, un desplazado, alguien al margen, un merodeador urbano para el que la ciudad es su destierro y, al mismo tiempo, su razón de ser. En esa perspectiva oblicua y extravagante reside su encanto. Acecha la vida con la atención de un observador algo perverso y extraño. No se comunica con el mundo, lo registra y lo absorbe con distanciamiento, sin sumergirse en él, sin implicarse. Elude juzgar a los seres que observa con curiosidad mórbida. El interés de ese aficionado a husmear (a quien preferiría llamar voyeur de lo cotidiano) reside en el modo en que aparenta una indiferencia próxima a la moralidad sobre cuanto observa. Lo que hace, por otra parte, con un interés muy vivo.
A esa literatura de ojeadores del tedio metafísico pertenecen las novelas de Juan Ángel Juristo, quien ha empeñado su voluntad poética en trazar relatos múltiples, proliferantes, sobre seres que se deslizan secretamente por los rincones de la ciudad a la caza de una escena, de una imagen, de un cuadro de la vida (madrileña, preferentemente), con la esperanza de encontrar la clave del lenguaje cifrado que la vida y el presente ofrecen.
El escritor Juan Ángel Juristo
Las dos historias de Vida fingida (2009) se convierten en once en su nueva novela, Dar paso, y el voyeurista permanece en este caso inmóvil, pero el impulso creador es uno, y es visible la continuidad de un estilo y una misma mirada sobre las realidades que toca. El lugar elegido es un emblema, un prisma minuciosamente elegido para descomponer y analizar lo real. El curioso sin nombre concentra su atención en un banco de un museo de arte contemporáneo. No es un detalle banal, es una declaración de hostilidad a la prisa urbana, es un oasis de serenidad en contraste con el bullicio de la ciudad. Es también una mirada culta: el voyeurista baudeleriano escudriña el mundo con desprecio o sensualidad, a menudo depravada. Se trata de un desprecio que acumula complejo de superioridad, desdeño de lo municipal y espeso. El museo añade otro ingrediente en el experimento: la participación en lo real del mundo mágico de la creación, el misticismo artístico. La vida es contemplada como una obra de arte al tiempo que la realidad se completa con la imaginación del observador y el espacio interior. Porque no olvidemos que para el flâneur el verdadero viaje es el que recorre su imaginación, y el mundo de fuera no tiene ningún valor si no se encuentra con sus correspondencias simbólicas.
La vida fluye con esa teatralidad de improvisada performance, la prosa finge que captura espontáneamente el flujo de lo real, pero todo está sometido a la vigilancia de un voluptuoso imaginador
El museo no es un espacio cualquiera, es un escenario de contradicción, de pugna entre el pasado que representa un edificio decimonónico y la colección que preserva como un diálogo áspero entre la tradición y la modernidad, entre el realismo implacable y la abstracción no menos angustiosa, entre la verdad aparente y el deseo imposible o ilusorio, entre lo racional y lo irracional. El museo, con toda su carga significativa, dota a la prosa de algunos ineludibles rasgos de modernidad: la violencia del collage compositivo de sus historias, que sorprenden por su arbitrariedad, su propósito inarmónico. La inquebrantable fe en la materia artística inacabada, liberada de la utopía que encadena la imaginación a la realidad por el cordón de la mímesis umbilical. La aceptación de la ingenuidad iluminadora, del juego trascendente. Una obediencia a los ritos de lo imprevisto.
La correlación entre el arte, la vida, la pintura, la escultura, el encuentro en el banco de las parejas ¿es fruto de la casualidad que imponen un día y una hora concretos o el reflejo de la maquinación de ese demonio místico escrutador del banco?
El observador permanece apostado con el foco fijo en un banco del jardín del museo donde reposan los seres que pasan a la narración y, una vez han representado su escena, se levantan y dan paso a los siguientes protagonistas. La vida fluye con esa teatralidad de improvisada performance, la prosa finge que captura espontáneamente el flujo de lo real, pero todo está sometido a la vigilancia de un voluptuoso imaginador que ha diseñado el decorado con meticulosa paciencia: una obra de Chillida transida de misticismo evoca a San Juan de la Cruz en forma de tenaza que no atenaza o atenaza la nada, que quiere detenerse en la inmovilidad cambiante. En contrapunto, un móvil de Calder propone, por el contrario, un movimiento continuo de mudanza inmutable. Son dos polos, dos fricciones que dan las pautas con que las historias del libro fluyen para sugerir lo imposible, lo inalcanzable, lo uno y lo diverso, el ser y el tiempo que es la nada.
La galería de historias comienza después de establecer las reglas de juego de la ficción, el ángulo de la visión que supone aceptar que el intermediario es un coleccionista husmeador del cambio, que colecciona las escenas que en aquel banco se suceden con la misma pasión con que se obsesiona con las mariposas. Reglas tan drásticas como las que en Seis paseos por los bosques narrativos describe Umberto Eco a propósito de la obra de Georges Perec Tentative d’epuisement d’un lie parisien, donde el narrador surrealista francés se propuso reflejar con precisión milimétrica lo que ocurriera en la Place de Sain-Sulpice del 18 al 20 de octubre de 1974. La realidad entera es conjurada para encontrarse en aquel punto, varia y concreta para demostrar que por un botón se descubrirá el universo entero. Pero frente a la objetividad del francés, el juego en Dar paso atiende a otras reglas de observación. En la mente del husmeador, en su mirada torva, hay una sombra de abyección atraída por llegar al fondo de la noche, de enferma excentricidad absurda emparentada con la materia desoladora de Beckett, de amoralidad Humbert and Humbert, de irracionalidad poética. La mirada de esa lente innominada, ¿es inocua? La correlación entre el arte, la vida, la pintura, la escultura, el encuentro en el banco de las parejas ¿es fruto de la casualidad que imponen un día y una hora concretos o el reflejo de la maquinación de ese demonio místico escrutador del banco? La creación artística próxima, los cuadros del museo, Chillida, Calder, nos hacen sospechar de la objetividad de lo real y nos inducen a aceptar que la imaginación suple lo que la realidad no ofrece. Los diálogos entrecortados de personajes captados al vuelo son aceptados fácilmente por el lector como escenas ocasionales registradas por un curioso atento a la polea que mueve la realidad loca y cambiante. Pero gradualmente se va percatando de que hay ciertos elementos que se repiten como si se tratase de leitmotivs que ya no son fruto de lo casual, sino que se trata de obsesiones del narrador, temas que lo delatan o lo revelan, según creamos o no que han sido intencionados. Las ciudades (Londres, el distrito de Chelsea en especial), el arte abstracto (de Paul Klee), la creación literaria (la novela de Ellroy, de Greene), el cine. Esas pasiones que los personajes de la diversas historias comparten nos inducen a pensar que el el fondo todos ellos son uno solo, que el “husmeador” busca una compensación a su desgraciada y humillada realidad siguiendo la máxima expresada por Borges en el relato 25 de agosto de 1893: Lo que no tenemos o no osamos, podemos poseerlo en sueños. Sospechamos que esa compensación la encuentra en el arte, en la creación, en la invención. Y creo que el narrador, acaso también el autor, juegan a que vayamos descubriendo esos hallazgos, esas correspondencias porque en ella encuentra el consuelo de la confesión indirecta a su desolada situación personal: las parejas rotas o infelices, los personajes que simulan ser intelectuales, las ilusiones perdidas o encontradas, las existencias sórdidas y fracasadas, todos los personajes que visitan el banco se identifican entre sí para componer finalmente la identidad del narrador que husmea en sus vidas para descubrir el sentido de la propia existencia. Parejas que fueron y se reencuentran, otras que parecen a punto de romperse; nada es definitivo en este devenir constante de historias. Entre todas ellas una sobresale: su argumento nos desplaza hacia oriente, no es una escena, sino una larga carta en que una muchacha china cuenta su historia, algo parecido al amor que no es una trama amorosa. Su desalentador noviazgo con Joshua. La joven, cree fanáticamente que Joshua es su destino. Es un relato cruel y exótico. Por momentos rueda por el sadismo, o por la locura, para dibujarnos la tremenda historia de esa mujer enamorada de la nada, de una ilusión, una biografía tan dilatada como imposible, una biografía que corresponde al husmeador vuelto inventor de vidas imaginarias para desvelar los misterios de su propio estar en el mundo. Fernando Pessoa, gran imaginador de vidas imaginarias, de improbables ortónimos, afirma que el arte tiene valor porque nos saca de aquí; en Dar paso lo hace a través de ese complaciente estado de imaginar a partir de lo que el azar concita, no todos los lugares son propicios, ni todos los encuentros tienen ese poder germinador, sólo aquellos que nos despegan de lo real merecen participar del arte y de la vida.
Dar paso. Juan Ángel Juristo. Editorial Confluencias. Almería, 2020. 148 páginas, 17,90 €.
EL AUTOR
ARTURO GARCÍA RAMOS(1961), ha desempañado la labores docentes como catedrático de Enseñanza Secundaria y profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense de Madrid donde se doctoró con una tesis sobre La literatura fantástica en El Río de la Plata, Ha publicado diversos trabajos sobre Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Roberto Bolaño y ha editado la obra de Leopoldo Lugones Las fuerzas extrañas. Ha desempeñado, además la labor de crítico literario para el suplemento Cultural del diario ABC.