Sobre «La mujer que abrazaba a los árboles», de David Morello

El autor analiza el último poemario de David Morello, indagando en sus influencias y en los temas de fondo que motivan su escritura.
© JOSÉ LUIS MORALES

La mujer que abrazaba a los árboles no es Gea, madre de todas las madres, pero sí lo es; no es la madre del poeta, aunque lo sea; ni la amante del hombre que escribe, que también lo es. La mujer que abrazaba a los árboles es una imagen robusta de la entereza y la ternura femeninas, una metáfora plástica de lo que David Morello entiende por feminidad.

El poeta da vueltas alrededor de ese símbolo trimembre —naturaleza, mujer, contacto—, y lo va afrontando desde distintas perspectivas, no sólo plásticas y retóricas, sino sentimentales e intelectivas, a lo largo de todo este libro. Porque la especial fórmula poética de David Morello, constituida en distintas proporciones de poesía pura, simbolismo y abstracción, puede permitirse esta mirada prismática y hasta caleidoscópica cuando emplea un lenguaje figurativo, sobre eso que él llama “el azaroso asunto de estar vivo”.

La mujer que abrazaba a los árboles es una imagen robusta de la entereza y la ternura femeninas.

No es este un libro para leer de corrido, por supuesto, como se bebe la cerveza, sino para saborearlo a pequeños sorbos, como se toma un buen licor, paladeando y demorando el paso por boca de cada pequeña libación. En la obertura figuran estos versos:

El árbol / abre un diente de misterio en la luz /Entrega la sombra y el amparo / como un   padre que no ha muerto / con la eterna paciencia de las madres cobija.

(Nótese la suavidad con la que el ritmo nos va deslizando hacia las significaciones; y eso sin usar signos ortográficos ni otras ayudas prosódicas. Tal vez la condición de cantaor del poeta se manifieste de hecho más en estos detalles que en los propios poemas con estructura de canción que salpican el libro). En la clausura, estas líneas:

Inventé el fragor de aquel abrazo, que una vez contemplé sin entenderlo del todo, entre el cuerpo de una mujer y la quietud vertical de un robusto árbol, no recuerdo si castaño o roble.

No dejo nada atrás. El desamparo es el único cielo al que mis ojos pueden reclamar su pertenencia, y el amor la única superficie sobre la que caminar.”

Presentación de La mujer que abrazaba a los árboles.

Según los pitagóricos —reflexionaba casi al final de su vida Octavio Paz—, percibimos el mundo comenzando por las dualidades: lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo…, aunque enseguida tendemos puentes entre la noche y el día unificándolos, integrándolos en un ente superior, al que a veces unido llamamos jornada, o por su parte más significativa, día, con esa sinécdoque elemental en la que nace la retórica. David percibe el mundo en entidades algo más complejas.

David Morello navega por el mar primigenio de sus emociones siempre entre el amparo (árbol, padre) y el cobijo, o la ternura (abrazo, madre) femenina y sus contrarios. Nos lo hace ver varias veces, con distintas fórmulas, a lo largo de su libro:

“El desasosiego es grande sin la flor. / Como una enredadera crecen las extremidades de la angustia […] / Detrás de estas paredes que la tinta construye en el verano / hay alguien sufriendo la impotencia de los pájaros sin vuelo./ En la raíz del árbol que no existe,/ la angustia de los caminos que se pierden”.

Aunque frente a la afirmación de Paz de que la poesía también es número: metros, cantos, combinaciones…, la fórmula poética de David Morello parece moverse más bien en una de esas piscinas que llaman infinitas, cuyas aguas, al carecer de brocal, se continúan con la línea del horizonte, y en las que no es fácil distinguir dónde se hace pie y dónde no. No es la de Morello, ciertamente, una poesía al uso de ninguna de las escuelas que en los últimos años o décadas han tenido presencia habitual en el ruedo lírico hispano: no es una poesía que venga del culturalismo, ni de la experiencia, de la tradición populista o jonda del flamenco, del prosaísmo irónico urbanita, ni del ruralismo legendario nacido en Llamazares o el hermético de Gamoneda. Es más bien una poesía que nace casi de la tierra, que hunde sus raíces, como los árboles a los que alude, en ese humus nutricio formado por los restos de todo lo que fue  —materia orgánica o inorgánica, lo mismo da, porque todo le sirve para alimentarse—, poesía, pues, ecléctica, hermética incluso, puede que sí, pero luminosa y pura como la de un místico sin Dios, que alcanza en La mujer que abrazaba a los árboles la fase iluminativa, en la que su verbo, purgado ya en sus dos anteriores entregas, —Retorno de la voz y Réquiem por un hombre cualquiera alcanza aquí cotas de expresividad y hondura difícilmente observables en otros poetas de su generación.

Es más bien una poesía que nace casi de la tierra, que hunde sus raíces, como los árboles a los que alude, en ese humus nutricio formado por los restos de todo lo que fue. 

Donde ayer leíamos, en Retorno a la voz: “Por el patio de tus ojos pasan / de cuando en cuando aquellos trigales de la primavera / los cántaros y las muchachas…” , que tiene aún un levísimo aroma a tonada popular andaluza, o al Lorca de Canciones, ahora, con palabras que proceden de similares campos semánticos, lo que leemos es bien distinto:

He vivido la turbación que trae la plata sin brillo de la tristeza / en la casa del tiempo al que regresan con fe las amapolas ./ He morado en el abrazo perpetuo del árbol que me acoge,/ pero los ríos de la pena regresan como niños de la mano / a la luz de las madres y nunca desembocan.”

Es obvio que la elaboración del discurso poético y, sobre todo, de las imágenes que lo soportan, es bien diferente en un libro que en otro. Donde había pinceladas impresionistas y emocionales (el patio de tus ojos, los cántaros y las muchachas), ahora hay una concepción mucho más intelectualizada, comprimida y pura de las imágenes (la plata sin brillo de la tristeza, tiempo al que regresan con fe las amapolas), y, sobre todo, en la línea de lo que Marichalar y Diez-Canedo llamaban “imágenes de conocimiento”, aludiendo a las de los poetas del 27 más obsesionados por la pureza de la palabra y el brillo de la metáfora. Esos niños (que regresan) a la luz de las madres y nunca desembocan”, es un sintagma, una imagen, no sólo brillante —con ese uso espléndido del verbo desembocar— por su elaboración intelectual, sino por la emoción que transmite. Ni Diego, ni Guillén, ni Salinas solían jugársela con imágenes bidireccionales como esta, sólo Federico, cuya magia no conocía límites, era dado a ellas.

Dice David MorelloYo he nacido tarde, pero a tiempo de acompañar a mi memoria de la mano hacia la muerte”, y aunque no se refiere naturalmente a sus remotos orígenes literarios, que yo he ido a buscar hasta Pessoa y León Felipe, volviendo por el 27 hacia la generación del lenguaje, es su poesía una rara experiencia atemporal y sin escuelas, un camino solitario que recorre el bosque de la literatura —y, tal vez, de la vida— abrazándose a muchos árboles, pero sin quedarse a dormir al cobijo de ninguno.

Hay que saludar y aplaudir como se merece la osadía de un autor que sólo mira al frente (en realidad, hacia adentro) cuando escribe. Y la de unos editores, Tigres de Papel, Marta y Paco, que atienden siempre al criterio de la calidad y la originalidad cuando dicen a la publicación de un libro.

Léase, pues, esta última y brillante propuesta de David Morello con el ritmo sosegado y hasta lento si hace falta, con la reflexión necesaria y con la sensibilidad abierta a todos los perfumes que sus palabras nos ofrecen, y nadie se arrepentirá de haber entregado algunos ratos a la lectura de La mujer que abrazaba a los árboles. Deja el regusto de los buenos vinos. Y así sí se puede leer poesía.

La mujer que abrazaba a los árboles. David Morello. Editorial Tigres de Papel. Madrid, 2019. 96 páginas, 12 €.


EL AUTOR

JOSÉ LUIS MORALES, nacido en Fernán Caballero (Ciudad Real) en 1955. Licenciado en Filosofía y Letras. Ha ejercido el periodismo y la docencia. Como poeta ha publicado : “Por las deshabitadas arboledas” (1991), “Par(entes)is” (1995), “El aroma del Tacto” (2000), “Otoños del amor” (2002), “El viento entre las ruinas” (2009), y “Gracias por su visita” (2016). Como antólogo ha preparado y publicado Antología recordada de José Hierro (1994); Frente al Espejo(1999), La vida entera (2002), y Espejismos (2005). Lo que de mí puedo decir (2013) y Cardinales (2017). Ha realizado breves incursiones en otros géneros literarios Cuentos para niños tristes (1977) y un libro de viajes: El bierzo y las tierras de Babia (1991).