La sordina romántica en Gil de Biedma

El autor realiza un detallado acercamiento a la estela romántica en el autor de Las personas del verbo y cuestiona algunas convenciones respecto a su influencia en generaciones posteriores.
© LUIS MARTÍNEZ DE MINGO

No parece este un tema más en la importante Generación del 50. La asimilación del romanticismo que hace precisamente este poeta, tras la obra de Cernuda, es clave en la evolución de la poesía española; es más, esperemos que nos sirva para marcar las diferencias con lo que ya en 1983 se llamó la “Nueva sentimentalidad”, nacida en Granada de la mano sobre todo de Álvaro Salvador, Luis García Montero y Javier Egea.

 

Comencemos por decir que en ningún otro poeta de su generación hay mejor ejemplo para mostrar cómo queda subsumido el impudor romántico en una atenta mirada irónica que no deja punto de fisura. Gil de Biedma convierte el velado romanticismo en pudoroso, lo entrecomilla y controla a base de una aguda inteligencia, infrecuente siempre pero más, si cabe, en nuestras letras. Quizá fuera su amigo Juan Ferrater el primero en decirlo: “La voz genuina de J.G.B. no empieza a constituirse hasta que el poeta impone sobre la valoración sentimental de su intimidad la represa de su mirada vigilante, a veces dolida, otras o escéptica o cínica, acaso atónita, o tal vez simplemente atenta a registrar lo que ve” (1). Es decir, que no es el caso de Brines -primerizo poeta romántico suplantado luego por otro escéptico-, aquí nacen ya juntos y, por tanto, al ser el descreído el que controla, no es posible inferir al romántico sino por guiños al lector, veladuras y ecos de los que él mismo es el primer consciente. Así lo dice:

“Ahora sé hasta qué punto tuyos eran
el deseo de ensueño y la ironía,
la sordina romántica que late en los poemas
míos que yo prefiero, por ejemplo en “Pandémica” (P.V. 157)

Pertenece a “Después de la muerte de J.G.B.” y justamente es un falso diálogo entre esas dos personalidades. Ahora bien, clave para entender a Gil de Biedma es distinguir la voz que habla en sus poemas y reparar en el cuidado sumo que siempre puso en no bajar la guardia para impedir que esa voz no vaya nunca a favor de sus propias emociones porque, como él siempre dijo “esa es la marca indeleble del poeta menor” (2). Pero, ¿cómo se consigue esa victoria sobre las propias emociones? Mediante la crítica –y, por supuesto, la autocrítica-, siguiendo el ejemplo de sus maestros, T.S. Eliot, Auden y Cernuda, sobre todo. No de otro modo hay que entender su amplio estudio sobre la poesía de Jorge Guillén, con un mundo poético antípoda al suyo, e igualmente otro libro inaudito en la Literatura española, El pie de la letra, por su lucidez crítica tan implacable. Sólo entendiendo esto como un todo con su poesía se comprende su constante empeño en crecer, en lograr ser un poeta maduro y llegar, dice en “El juego de hacer versos”, a

Aprender a pensar
en reglones contados
y no en los sentimientos
con que nos exaltábamos. (P.V. 138)

J.G.B. vuelve varias veces a eso de la edad mental del poeta: al hablar uno de su poetas predilectos, Mallarmé, escribe: “Me ha interesado tanto que es el poeta más citado de mi poesía, pero me parece un poeta pequeñísimo, tenía mentalidad de niño de quince años” (3). Así mismo, hablando de Espronceda: “Leer el bello romance “A la noche” y leer después “A Jarifa en una orgía” es pasar de la poesía de otra época a una poesía que es esencialmente contemporánea nuestra…, aquí el poema es, antes que nada, algo dicho por alguien en una determinada situación y en un cierto momento. Quién lo dice, a quién, dónde, cuándo y por qué son algo más que simples precisiones añadidas” (4). Recordemos que no duda en calificar “A Jarifa” como un poema de monólogo dramático, típico de la lírica moderna, según la definición de Robert Langbaum, porque Espronceda ha sabido hacer cómplice al lector. Ese acierto, el distanciarse de sí mismo y el enmarcar la situación desde la que se escribe es, según Shirley Mangini, el tono fundamental de los poemas de J.G.B. Es el tono de la madurez, el de las dos voces a las que nos hemos referido, la de la sordina romántica distanciadota y la del casi-cínico que nos busca como cómplices de su “monólogo dramático”. Es lo que nos lleva al “Big Brother insomne: Yo, mitad Calibán, mitad Narciso”, que es su más querida autodefinición, aclarando que “El error inicial es considerar el narcisismo como una autocomplacencia: no lo es. Es vigilarse a sí mismo, ser lúcido, es odiarse. Fíjate que en ese poema que hice contra mí mismo hablo, precisamente, de la humillación imperdonable de la excesiva intimidad. Así, el narcisismo es vivir en excesiva intimidad con uno mismo, conocerse demasiado bien” (5). Sin duda por eso, el mismo Jaime escribió que los únicos temas de su poesía eran “yo mismo y el paso del tiempo. Habida cuenta, claro, que esa primera persona que tanto exhibe es una máscara, la “persona” de la filosofía griega, nunca Gil de Biedma.

Por eso, aunque conoce a la perfección las técnicas de objetivación usadas por Cernuda y la tradición inglesa, y también libros fundamentales sobre ello, como los de Yvor Winters o The Triumph of Romanticism de M. Peckam, no se molesta ni mucho ni poco en ocultar su omnipresente Yo a lo largo de toda su poesía, con excepción incluso, “Príncipe de Aquitania, en su torre abolida”. Así, si no se tiene en cuenta lo de “persona” griega, enseguida se malinterpreta lo de “poesía de la experiencia”, ya que no es contar lo que le ha pasado a uno, es escribir un poema en el que a la voz que lo escribe le están pasando cosas. Decía W.H. Auden que “los poemas son “anteproyectos verbales de vida personal” y, desde esa perspectiva, son sólo simulacros de comunicación, ejercicios de aclaración reflexiva (“para que nos entiendan/y que nos entendamos”), de ahí el título global, Las personas del verbo. Por eso en este libro encontramos un gran distanciamiento, enormes boquetes –digamos-, esquizofrenia, incluso, como grado de desrealidad, como para tomarlo simplemente por un Yo real. Recordemos que se rebela contra su clase social, la idea ético-social de la España que le imponen, y a la postre contra sí mismo –último reducto de los sueños colectivos- para llegar, en una retórica discusión de pareja, a enfrentarse “Contra Jaime Gil de Biedma” y, por fin, a escribir “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”: ¿qué mejor muestra de esquizofrenia? Siempre, como subraya Shirley Mangini “desprovisto tanto de solemnidad como de pretenciosidad filosófica, reducido a experiencia cotidiana, a vivencia vulgar: el personaje poético, el emisor de las palabras del poema, manifiesta una decidida ambición de respetabilidad -delatado en ciertas confesiones: cambiar de piso, poner visillos, renunciar a la vida de bohemio- que su interlocutor pone en peligro con una conducta a todas luces inconveniente e irresponsable, por no decir escandalosa” (6). ¿Qué mejor modo de vencer la romántica “falacia patética” que no dejarla surgir sino en brevísimas vetas incrustadas en un gran tejido de discurso reflexivo contra la “self-pity”? Y sobre todo, ¿qué mejor modo de reírse de ese melancólico personaje decimonónico que, tras haber afirmado la irrealidad de todas las cosas, bailar encima del cadáver como muestra de gran vitalidad. Porque eso, sobre todo, es Gil de Biedma, un vitalista con una gran “Resolución”:

Resolución de ser feliz.
Por encima de todo, contra todos,
y contra mí, de nuevo
-por encima de todo, ser feliz-
vuelvo a tomar esa resolución. (P.V. 153)

Pero aún antes de llegar a ese personaje espectral de Las personas del verbo, reparemos en que quizá nos hemos dejado un asidero para haber sorteado ese fondo de la “persona”, y es el amor. Es cierto que su poesía es la más erótica de su generación, casi la única específica, pero, ¡ojo!, nunca amorosa. El personaje único de su poesía –dice Ferrater– es él y su erotismo, nunca la verdad que se descubre a través del amor. Paz ha definido insuperablemente el erotismo: “Es un disparo de la imaginación frente al mundo exterior. El disparado es el hombre mismo, al alcance de sí mismo, de su imagen, y nunca lo logra”. Cuando el erótico refluye al mismo punto del que partió, encuentra la misma soledad que quiso abandonar, nunca retorna “convertido”. Se ve en Cernuda, donde lo que se busca es el objeto de la quimera amorosa, pero aquí es todavía más descarnado. Poemas como “Loca”, “Pandémica y Celeste” o “Un cuerpo es el mejor amigo del hombre” muestran nítidamente que su concepción amorosa tiene mucho que ver con la “misantropía romántica”, en la que “el otro” es utilizado a través de las arteras trampas de que se vale el deseo. Y esto también lo aclara él mismo J.G.B. en una entrevista: “Porque cuando vives el ciclo completo de las relaciones amorosas siempre acabas recibiendo una mala noticia de ti mismo: siempre acabas descubriendo que eres mucho más despreciable de lo que pensabas, capaz de mezquindad, de celos, de deseo de posesión, de cosas deleznables y horribles” (7).

En ningún otro poeta de su generación hay mejor ejemplo para mostrar cómo queda subsumido el impudor romántico en una atenta mirada irónica que no deja punto de fisura.

Está claro, por tanto, que esa mezcla de Calibán y Narciso no abre vías para escapar y liberarse de esa mirada cínica. Como muy bien ha visto Ferrater: “Todos los temas que pueden aislarse en la obra de nuestro autor son sólo variantes transitorias, ocultaciones provisionales, sustitutos pasajeros, del único tema de la poesía de J.G.B, que es su propio personaje espectral” (8). Ya en su primer libro, al definir su “Arte poética”, se escapa hacia la zona que nos interesa destacar:

Y sobre todo el vértigo del tiempo,
el gran boquete abriéndose hacia dentro del alma
mientras arriba sobrenadan promesas
que desmayan, lo mismo que si espumas. (P.V., 39)

Y aunque aquí esa irrealidad tenga todavía algo de naturaleza ontológica, más adelante desaparece del todo:

¿Quiénes son?
Rostros vagos nadando como en una agua pálida,
estos aquí sentados, con nosotros vivientes? (P.V., 40)

Los unos en los otros, iguales a las sombras
al fondo de un pasillo, desvayéndonos, (P.V., 129)

Porque es él mismo el que busca, como dice en el poema “Auden´s at last the secret is out”, “algo espectral/ como invisiblemente sustraído,/ y sin embargo verdadero”. Y eso le parece lo más atractivo de la vida. Por eso, cuando vuelve a recaer en lo que llamamos “real”, se le impone la mirada cínica:

Lo mismo que si el mundo alrededor
estuviese parado
pero continuase en movimiento
cínicamente, como
si nada, como si nada fuese verdad. (P.V., 64)

Y no es porque en Jaime no encontremos abundantes poemas de crítica político-social, bien es verdad que nunca alineado dentro de la anterior generación, sino porque su centro de gravedad es esa irrealidad y no la crítica del entorno. Bien es verdad, también, que J.G.B. no desarrolla un mundo “hacia dentro”, imaginario, diríamos, a partir de esas fuertes absorbencias. El mundo espectral que adivina es sólo el gozne, el dintel, “el goce de entenderse a sí mismo y al mundo circundante, de cantar la belleza de la vida, se desvanece ante el peso de la conciencia” (9). Es justo desde ahí desde donde nos requiere como cómplices (“hipócrita lector”), mediante el falso coloquialismo, para lavar su “mala conciencia de burguesito en rebeldía”.

Y ya volviendo al comienzo, no revelamos nada, sólo recordamos y refrendamos que lo que es la gran aportación de Gil de Biedma nada tiene que ver con la “Nueva sentimentalidad”. Que a partir de él, aunque no sólo de él, evidentemente, se hayan utilizado ciertas técnicas, el tono coloquial, la búsqueda del cómplice-lector, la clave en prosa para narrar encuentros erótico-sentimentales, etc., no se aproximan siquiera a la aportación de Las personas del verbo, a ese “personaje espectral” ni a su cinismo. Es más, creemos que tampoco esos mismos poetas lo han pretendido. Es simplemente que algunas reseñas críticas se hacen muy superficialmente y luego, sin más, llueve y llueve sobre mojado. Y luego, ya saben, los tiempos tañen según la lira.

NOTAS

(1).- J. Ferraté, en Si la píldora bien supiera… Canadá, Trent University, año II, núm. 5, abril, 1969.
Las citas de P.V. pertenecen todas a la edición de Seix Barral, Barcelona, 1984.
(2).- J. Gil de Biedma, “Pensamientos”, en Camp de l´arpa, Barcelona, núm. 87, mayo, 1981, p. 8.
(3).- Shirley Mangini, Antología de J.G.B., Madrid, Júcar, 1979, p. 66
(4).- Ibídem, pp. 75-76.
(5).- Jesús Fernández Palacios, “Entrevista”, Fin de siglo, núm. 5, Jerez de la Frontera, 1983, p. 69.
(6).- Shirley Manzini, J.Gil de Biedma, op. cit., p. 91.
(7).- Maruja Torres, “J. Gil de Biedma”, un sentimental incontrolado”, El País-Dominical, Madrid, 22-05-1983, p. 13.
(8).- Juan Ferrater, Si la píldora bien supiera, op. cit.


EL AUTOR

LUIS MARTÍNEZ DE MINGO es riojano (1948). Empezó escribiendo poesía: Cauces del engaño, Ámbito, Barcelona, 1978. Luego vinieron unos cuentos, Bestiario del corazón, Madrid, 1994: Cuatro ediciones y varios premiados. Con la novela El perro de Dostoievski, Muchnik. Barcelona, 2001, llegó a finalista del Nadal. Ha editado de todo. Premio de novela corta con Pintar al monstruo, Verbum, Madrid, 2007, lo último ha sido un dietario, Pienso para perros, Renacimiento, Sevilla, 2014,  La reina de los sables, Madrid, 2015 y la novela Asesinos de instituto (2017).