Álex Chico prolonga en Los cuerpos partidos un proyecto de hibridación literaria tan personal como sugerente, que ilustra en este caso el trance de la emigración española.
© EDUARDO LAPORTE
Buceando en YouTube aparece una entrevista de Álex Chico (1980) para un canal extremeño. El autor de Los cuerpos partidos (Candaya) es también un ser dividido entre varios itinerarios sentimentales. El de la Barcelona, donde pasó buena parte de su infancia, y el de su Plasencia natal, así como las conexiones ‘mórficas’ con la Granada interior de su abuelo.
Si en Un final para Benjamin Walter, Álex Chico (1980) recorre los pasos perdidos de Walter Benjamin en Portbou, en su nueva ‘novela’ las pesquisas tienen que ver otra figura también espectral. Dispersa, fronteriza, difusa, nebulosa —y podríamos seguir— como los materiales que le atraen a un autor que trata de reconstruir, en este caso, la figura de un abuelo que no conoció en vida pues murió dos años antes de su nacimiento.
No es tanto una motivación sentimental por trepar por el árbol genealógico como un deseo de conocerse mejor a sí mismo, de reconectar con su legado cultural y de paso ilustrar a través de una sola persona el fenómeno de la emigración española de los sesenta. Aquella que Sergio del Molino, citado a menudo entre estas páginas, señalaría como el Gran Trauma y que cobró forma de éxodo masivo con el Plan de Estabilización de 1959.
Álex Chico
La historia se ocupa de los personajes célebres y la literatura de los anónimos (que son, por otra parte, el sustento mismo de la historia). Álex Chico hace buena esa máxima y escoge a su abuelo Nicolás Chico Palma como metonimia misma de la emigración española. De Cúllar Vega a un pueblo francés casi en la frontera con Bélgica, Bousbecque (o sea, el culo del mundo, que diría Unamuno de aquella Fuerteventura a la que lo mandaron desterrado). Corría el año 1963 y Nicolás Chico era uno de aquel millón largo de españoles que entre 1959 y 1973 abandonaron España en busca de pucheros con algo más de carne. El 71% de los que salieron lo hacían dentro de los límites europeos. El hacer las américas era cosa de antepasados aventureros de otro tiempo.
Chico imprime un tono lírico, evocador, a muchas fases del libro, pero también devaneos por el tono ensayístico, articulístico, en una fusión literaria que ambiciona convertirse en un kintsugi, técnica japonesa para reparar cerámica rota empleando un barniz de oro.
Pero hablábamos de la entrevista de Chico en el canal extremeño y cómo se refiere a su interés por el juego entre realidad y la ficción y cómo a partir de un sustrato real, hay algo que subyace y resulta misterioso. Porque, añade, nada más misterioso a veces que la propia realidad, lo propiamente tangible.
Resulta paradójico que lo diga alguien que trabaja, como él mismo (o su alter ego homónimo) reconoce en las páginas finales, con conjeturas que nunca podrían ser corroboradas e historias que debe contar para que no desaparezcan. Lo más suspicaces dirán que Álex Chico hace de la necesidad virtud, y que en ausencia de datos fehacientes opta por inventar, fabular, conjeturar, preguntarse. Habrá quien, dentro de ese grupo de lectores exigentes, vea una falta de documentación, un deseo frustrado de escribir una verdadera biografía que, ante ese atolladero, recurra a la imaginación, a la ficción en su sentido más convencional. Lo que propone Chico, aquí y en su anterior libro sobre Benjamin, no es sino una persistencia en la literatura, como si los límites del ensayo, o del género biográfico, se pudieran sortear. Porque Chico concibe la literatura como un realismo expandido, como él mismo defiende citando a Bachelard, que atesora un poder superior al de esa no ficción académica.
Es una apuesta arriesgada, pero apuesta al final y al cabo. Si bien es una fórmula, la de ficcionar los hechos incluso que damos por hechos, que emplean autores de su misma generación y editorial, como Aitor Romero en su primer relato de Fantasmas de la ciudad, lo cierto es que hay un aire fresco, a vías literarias que se abren, indicándonos un horizonte fecundo para él mismo y otros autores que investiguen por esta senda, con sus propias aportaciones claro está.
En ese regreso, en esa vuelta a lo tangible, a lo sólido, en ese misterioso volver hay tanta novela como en el proceso de irse.
Álex Chico, siempre acompañado de un equipaje de citas y alusiones culturales que visten su discurso — decía Ribeyro, valga la paradoja, que la cultura no debe ser un almacén, sino una forma de razonar, por lo que «un hombre culto que cita mucho es un incivilizado»—, va tras las pistas, como dijimos, del abuelo en fuga. Ese abuelo que, en cuanto que levanta una vida en Bousbecque renuncia a la suya en España, para descubrir que no es posible renunciar del todo a la una ni construir una existencia nueva en plenitud: se parte el cuerpo, se parte el alma. Chico imprime un tono lírico, evocador, a muchas fases del libro, pero también devaneos por el tono ensayístico, articulístico, en una fusión literaria que ambiciona convertirse en un kintsugi, técnica japonesa para reparar cerámica rota empleando un barniz de oro.
Las fortalezas de Chico son muchas, como se ha reseñado aquí; entre ellas, las de estar asentando unas vías narrativas que podrán ser recurrentes en el futuro. Las debilidades, cierta sensación de añicos desperdigados, de valor intrínseco cada uno, pero que no consiguen armar del todo, kintsugi mediante, el jarrón roto (de la/su memoria).
Cuenta Sergio del Molino que su abuelo nació en Bubierca, un pequeño pueblo de Zaragoza. Nunca vivió allí pero siempre sintió que su lugar en el mundo, el lugar donde habían vivido sus ancestros, era esa aldea. Por eso se hizo construir una casa ahí y recibió en ese lugar sin recuerdos a la muerte. El abuelo de Chico sí tiene recuerdos de Belicena y Cúllar Vega, a donde vuelve después del exilio europeo (Francia) y nacional (Barcelona). En ese regreso, en esa vuelta a lo tangible, a lo sólido, en ese misterioso volver hay tanta novela como en el proceso de irse.
Los cuerpos partidos. Editorial Candaya. Barcelona, 2019. 256 páginas, 16 €.
EL AUTOR
EDUARDO LAPORTE (Pamplona, 1979). Es escritor y periodista cultural. Nacido en Pamplona en 1979, reside en Madrid desde 2005. Ha publicado libros como Luz de noviembre, por la tarde, o La tabla, en Demipage, así como un diario íntimo en la editorial Pamiela y su particular visión sobre Baroja en Ipso Ediciones.