«De Camus a Kioto», de Juan Campos Reina

Un recorrido, exhaustivo y afilado, por el ensayo de Juan Campos Reina, uno de los autores más hondos y rigurosos a la vez que desconocidos de nuestra literatura contemporánea.
© FRANCISCO MORALES LOMAS

En 2010 se publicó en la Biblioteca de Ensayo 69 (Serie Mayor) de Ediciones Siruela este ensayo titulado De Camus a Kioto, que ahora de nuevo aparece en el estuche Parques cerrados de Penguin Random House Grupo Editorial en 2019, en su colección Debolsillo, junto a dos volúmenes más: Poesía Completa y Diario del Renacimiento.

Ambas ediciones son fieles a la primera publicada hace ya casi una década y en ella Campos Reina crea sutiles alianzas entre Oriente y Occidente empleando para ello todo un caudal referencial de libros y autores concretos en los que penetra con agudeza, capacidad crítica y, sobre todo, un enorme amor hacia la literatura y hacia la interpretación del ser en el mundo.

Portada de la primera edición, en Siruela. 2010

Decía el filósofo alemán Martin Heidegger que el origen y la posibilidad de la “idea” del ser en general jamás pueden indagarse con los medios de una “abstracción” lógico-formal, es decir, sin un seguro horizonte dentro del cual preguntar y responder. Campos Reina trata de indagar en ese ser que “está ahí “(dasein) y para ello nos conduce por el camino de la palabra, de la cultura, del arte… que va de Oriente a Occidente en una singladura uniformada; en definitiva, establece un horizonte que nos permita adentrarnos en la naturaleza de ese ser existenciario.

Acude a tres citas iniciales respectivamente de la filósofa María Zambrano, el poeta japonés del siglo XVII Matsuo Basho y el narrador cubano José Lezama Lima y aúna la sabiduría de mirar, la sensación de oler y la relación del samurái con el monje de El Escorial.

En la Introducción Campos Reina partiendo de El mito de Sísifo, el ensayo de Camus que, como existencialista, retoma esa figura de la mitología griega de Sísifo subiendo la piedra por la montaña, la caída de la piedra y vuelta a empezar una y otra vez para singularizar el absurdo de la existencia y el valor de esta solo en lo que nosotros podamos darle como tal. La obra comienza con esta aseveración: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”. No olvidemos el año de publicación, 1942, plena guerra mundial y con la filosofía existencialista de Martin Heidegger como reina de esa noche y seguidores como Sartre, Camus o Simone de Beauvoire en plena sintonía. Y la pregunta es ¿cuál es el sentido de la existencia? Una cuestión que nos trae a la memoria los versos del poema “Lo fatal” de Rubén Darío:

«Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
¡ni de dónde venimos!…»

Campos Reina defiende la vida, como el samurái que se la juega en el campo de batalla. Solo si la vida que ha dibujado desaparece, estará permitido el suicidio ritual o seppuku. El sentido de la vida lo tendremos mientras nuestro viaje vital, nuestro Dasein, lo tengamos. Y Campos Reina nos propone un viaje hacia la corte de Heian, en Kioto, para tratar de explicar el sentido de la existencia de ahora a través del sentido de la existencia histórico de una civilización como la japonesa.

La obra está conformada, además de esta introducción, de nueve capítulos y un epílogo. En este último, nos muestra lo que ve: al hombre de Ceilán con una humilde alfombrilla y un cubo delante que espera, como muchos millones en la India, que el cubo tenga lo suficiente para afrontar el día.

Y, al tiempo, al comerciante de Jaipur que vende cuerdas. La pobreza, dice Campos Reina, no resta luz. Y en esa contemplación, en ese silencio reflexivo, Campos Reina va reconociendo la vida dentro de la vida, la vida renovada como un puente (¿el eterno retorno nietzscheano?) y sabe que todo se reduce “a una mirada entre el latido del corazón infantil agua arriba y las llamas purificadoras agua abajo”, en ese simbólico río tan manriqueño.

En el primer capítulo, “Del Pabellón de Cristal al Pabellón de Plata” alude a estos dos símbolos: del califato de Córdoba y de Japón respectivamente. El Pabellón de Plata había sido construido en 1474, en el norte de Kioto, como retiro del shogun Ashikaga Yoshimasa, tratando de imitiar el de su abuelo en Kinkakuji, que estaba cubierto de oro. Pero Yoshima no logró cubrirlo todo de plata. Tras su muerte pasó a ser un templo budista, Jisho-ji. Con este símbolo Campos Reina entra de lleno en la tradición japonesa, con la corte de Heian, en su simbología de vida-muerte, de respeto por la naturaleza…, una sociedad regida por un orden aristocrático donde la vida se desarrollaba plenamente integrada con el ecosistema en una indagación de armonía y purificación, incluso en el ámbito sexual, con la práctica del tantra. Y después la compara con la corte cordobesa del Califato y crea los elementos de relación muy similares, pero con contrastes ya que en Heian el relato que nos llega es femenino y en Córdoba es masculino. Nos habla del sentido estético y vital de la música, del erotismo, de la célebre obra de al-Ma´mún, el emir de Toledo, El pabellón de cristal, un pequeño paraíso donde se encerraba el emir con sus esclavas, pero en el que un día escuchó que una voz le increpaba por construir ese espacio tan asombroso en la tierra y le anunciaba su muerte.

Portada de la nueva edición, en estuche, de De Camus a Kioto, junto a otos dos volúmenes.

Después incide en los elementos de relación (samuráis con templarios). El samurái contemplativo en un sendero de realización, al igual que el templario, mitad monje, mitad soldado. Y códigos de valores semejantes como la preferencia por la muerte antes que la indignidad; pero también los elementos de relación entre la literatura, el teatro japonés, el No, que usa las máscaras y que guarda, según Campos Reina, un parentesco con el teatro clásico griego que también las usaba; y una especie de influencia mutua entre cultura y artes marciales.

En el segundo capítulo, “La sombra barroca del samurái”, parte de Garcilaso de la Vega, poeta y soldado (¿Un samurái de occidente?) y también la asociación del samurái con los conquistadores españoles que fueron a la búsqueda de Eldorado, o del propio Don Quijote de la Mancha sobre el que establecerá esta relación: “El samurái, reducido poco a poco de soldado a funcionario civil y no muy conforme con su suerte, tiende a sufrir un trastorno semejante al de Don Quijote”.

En el tercer capítulo, “El minotauro y la ceremonia del té”, afirma que la relación entre España y Japón es significativa en un periodo similar. En el caso de España su mayor aislamiento del pensamiento europeo se produce en el siglo XVIII. Y también en Japón se desemboca en un aislamiento mundial, durante la era Tokugawa, en se cierran las fronteras y así permanecen dos siglos, desde el XVII al XIX.

Y es durante este periodo que se crean tanto en España como en Japón los arquetipos sobre los que pilota esta comparación: la tauromaquia y el cante flamenco en España como correlato de las escuelas de té y el mundo del ukiyo en torno a la geisha en Japón.

Se pregunta Campos Reina si es muy diferente el sentimiento del que guía a un samurái y al torero, el miedo a perder la vida en la plaza, y la crueldad.  Pero también la estampa de la belleza ancestral, de la sangre, del dolor, en ese ritual que llega desde Grecia y pasa a Roma cuando se sacrificaba un toro a la diosa Cibeles. Y ese torero nace del pueblo, de las gentes sencillas, alguien surgido del dolor pero que llega hacia lo fecundo y lo eleva por encima de la nobleza. En Japón, en la ceremonia del té, con cuyo ritual se compara hay elementos similares: lo simbólico de la indumentaria, el albero regado frente a las piedras del jardín (en la ceremonia del té) que deben ser lavadas, la comunión con el entorno…: “Y, para nuestra sorpresa -dice Campos Reina– justo aquí  se consuma el parentesco, al conocer que los señores de la guerra, en plena época Momoyama, solían tomar el té antes de emprender una batalla (…) como última cena de una gran maestro que debía dejar este mundo”.

Y en esa contemplación, en ese silencio reflexivo, Campos Reina va reconociendo la vida dentro de la vida, la vida renovada como un puente (¿el eterno retorno nietzscheano?) y sabe que todo se reduce “a una mirada entre el latido del corazón infantil agua arriba y las llamas purificadoras agua abajo”, en ese simbólico río tan manriqueño.

El cuarto capítulo, “El mundo flotante”, aborda el microcosmos de la geisha y el teatro kabuki, en la época del Japón de los Takugawa, durante dos siglos y medio (del XVII a mediados del XIX) con el dominio del confucionismo y la cultura samurái que detentará el poder militar, pero frente a ellos se va levantando la cultura de los comerciantes (los shonin) que sustituirá al mismo tiempo el teatro del No por el teatro kabuki (con la belleza de sus danzas de mujeres hermosas, más adelante sustituidas por mancebos en el wakashu kabuki) y la maestría de la pintura de la escuela Kano por el whiyo-e, xilografías sobre el mundo de la diversión que surgía. A ello se une la cultura del relato erótico de Saikaku y el haiku de Basho.

Pero de todo ello la reina es la geisha, formada en la sutileza, la elegancia y la complacencia del hombre, como sucedía en al-Andalus del Califato con las esclavas educadas para la poesía, la música y la danza.

Es una etapa en la que no hay sin embargo margen para el sentimiento, pues el amor y los amantes se consideraban elementos peligros de disolución social y lo que predominaba era la familia y la clase social sobre el individuo. Ello explica que el teatro y la música fueran con frecuencia cauce de la expresión de lo prohibido y la población se volcaba en esos espectáculos porque era una forma de liberación social.

Y en ese mundo, la geisha era como una especie de flor de un universo flotante, donde se bebía y se comía… y el trato entre cliente y geisha era de una elegancia y consideración exquisitas. La geisha daba lo que la sociedad no le permitía al ciudadano: el sentimiento y la sensualidad.

Había pues dos mundos: uno oficial y el otro flotante.

Como compás binario, en la España del siglo XIX surge el flamenco,  la seguiriya (cuyo origen remoto podría estar en Asia), y todo ese conjunto de músicas y sones subyugantes marcados por la adversidad, la marginación y el desarraigo y las mujeres del pueblo, hermosas y rebeldes, de una sensualidad arrebatadora (como el símbolo de Carmen) que tanto podrían colegir con el sentido sensual de la geisha.

El quinto capítulo, “De las luz y las sombras”, se inicia con un análisis penetrante de la biografía pictórica de Van Gogh y su relación con la cultura japonesa y la evolución desde las sombras a la luz: “Cada vez prescindo más de las cosas, y cuanto más prescindo de ellas, tanto más veloz se torna la mirada para lo pictórico”.

Pero también destaca Campos Reina de este enajenado pintor la belleza de lo efímero, algo muy presente en la cultura japonesa: “Van Gogh -dice Campos Reina– pinta como un artista japonés que estuviera aguardando la floración de los cerezos”, en lienzos como El huerto rosa o Melocotones en flor.

Y junto a él, en Oriente, Junichiro Tanizaki, uno de los grandes narradores japoneses del XX junto a Kawabata, Mishima o Akutagawa. Refiere su obra El elogio de la sombra (1933) a través de un recorrido por la cultura japonesa en la que no solo surge la apoteosis de los sentidos, el nuevo brillo del oro, el erotismo… sino también lo más escatológico. En este análisis de la estética japonesa dice en una línea similar a Van Gogh que en Occidente la belleza siempre ha estado asociada a la luz, a lo claro; y lo oscuro ha tenido connotación negativa. En cambio, en Japón lo oscuro forma parte de la belleza. Y analiza la cerámica, las viviendas, el vestuario del teatro No… Y llega Campos Reina a la siguiente conclusión: “Entonces reparamos en que la búsqueda de Van Gogh, la de Tanizaki o la de cualquiera de nosotros, participa del brillo de la sombra y de esta especie de apagamiento, de niebla, que produce la luz”.

En el capítulo sexto, “La búsqueda del paraíso”, se centra fundamentalmente en dos autores: el cubano Alejo Carpentier y el japonés Kawabata. Del primero analiza la novela Los pasos perdidos, la historia del joven enamorado de la música que se adentra en la selva con su amante Mouche para buscar los orígenes de la música en los viejos instrumentos. Campos Reina destaca de este viaje el sueño simbólico del narrador-viajero, que, en cierto modo responde al perfil del conquistador español, el Adelantado, y esa ruptura del narrador en orden inverso al del tiempo, la vuelta a la selva para dar con la puerta que le franquee de nuevo el camino, su intuición en torno a la iluminación, lo real maravilloso, esa introducción en lo indefinible y sagrado de la naturaleza que tanta conexión tiene con el sintoísmo (también un camino, en este caso sagrado, porque es el de los dioses) en Japón, esa religión que venera los kami o espíritus de la naturaleza.

De Kawabata, testigo de la caída del Japón ancestral, analiza País de nieve, donde se crea la historia del viajero Shimamura y la aprendiz de geisha Komako en la zona más fría del país, hermosa por su belleza ancestral. Señala Campos Reina que con esta obra Kawabata quiere rescatar para el hombre su verdadero espacio, su dimensión limitada, y, a un tiempo, sin confines ni fronteras. Pero también el hecho de que la sensibilidad de Shimamura vaya al unísono de la mano de la geisha.

Brevemente se adentra también en Mil grullas (centrada en la ceremonia del té y en las relaciones de pareja) y La casa de las bellas durmientes (la historia de la posada donde los hombres mayores dormitan junto a hermosas jóvenes previamente narcotizadas) donde va transmitiendo ese mundo propio de Kawabata en el que se manifiesta no el temor a la muerte (de hecho se suicidó) sino el caer en la incapacidad y el dolor. Y acaba conectando Campos Reina esa transcendencia de la mirada en Kawabata y Carpentier, del tacto, de los olores… para avivar los recuerdos y la inversión del tiempo.

El capítulo séptimo, “El abismo y el pabellón de oro”, está dedicado en gran parte a Rilke y su viaje a Toledo y Ronda; y, finalmente, de un modo muy breve a El pabellón de Oro del narrador Yukio Mishima. Se observa la pasión de Campos Reina por la obra de Rilke, del que destaca esa poesía-puente entre el Sein (ser que abarca la naturaleza, la historia o el arte) y el Dasein (el ser caído en el tiempo…) en terminología de Heidegger. Nos habla de la simbología de su lírica, del Greco en Las elegías de Duino, de Toledo, de la que decía que era una ciudad para los ojos de los vivos, de los muertos y de los ángeles. O de su visión en torno a la muerte y la existencia humana, el significado de esta: “Mas el hombre común -dirá Campos Reina- se mueve en un territorio perdido, inmenso en el desierto, entre la plenitud de la naturaleza, que representa al león, y la comunión con la totalidad, propia del santo o del maestro del té”. Y finalmente de esa fusión con la naturaleza tan presente en Japón, “porque cada hombre es muchos hombres y late en él una herencia oscura cuando mira”.

Sobre Mishima incide en la visión doble del Japón del refinamiento y del dolor y las consecuencias trágicas de trasladar la irracionalidad y el sueño del individuo al ámbito del ciudadano, como la invasión por este de las parcelas reservadas al individuo. Al mismo tiempo que penetra en la novela Pabellón de oro, donde Mishima quiso mostrar a un joven solitario y acomplejado cuya fascinación es el pabellón de oro de Kioto. La relación vida-muerte-arte va conformando esa gestación efímera, tanto como la propia existencia y la muerte de la civilización oriental a manos de la occidental.

El capítulo octavo, “Caminos del bosque”, se centra en la figura de María Zambrano y en una anécdota que sucedió en el Ateneo de Málaga sobre el oficio de escribir y la negativa del amor, pero también la figura del poeta Valente tan unido a Japón en tantos aspectos. Y la de ambos en torno a Los claros del bosque, la obra de Zambrano en la que surgen dos ideas fundamentales: la necesidad de un espacio para que la esencia del hombre se conecte con la divinidad y, por otro, la existencia de un método para este fin. Valente será el encargado de dar unidad a este libro que Zambrano fue escribiendo esporádicamente. Aquí Campos Reina nos comenta uno de sus poemas en torno a la bomba atómica, definitivamente dominado el Japón, a partir de este momento, por la cultura americana y la disolución de la propia.

El capítulo noveno, “La huella del hombre” se centra en la figura de Handke y su ensayo sobre los jukebox (los artilugios ubicados en los bares que reproducen temas musicales de discos seleccionados). Y el recorrido vital de este, como Machado, por tierras de Soria y la temática del viaje como encuentro con uno mismo, para finalizar con el análisis del poema de Lezama Lima El pabellón vacío, escrito cuatro días antes de morir donde se refiere al tokonoma japonés, una especie de hornacina revestida de maderas nobles cuya base se halla en una cierta altura, donde se coloca un jarrón de flores y la referencia al la muerte como éxtasis y la vida como un sueño y la eternidad del presente: “Necesito un pequeño vacío,/ allí me voy reduciendo/para reaparecer de nuevo,/ palparme y ponerme la frente en su lugar./ Un pequeño vacío en la pared”.

En definitiva, una obra de gran riqueza intelectual, en la que Campos Reina nos ofrece el sentido de la existencia del hombre occidental y oriental a través de ejemplos concretos, precisos y profundamente detallados que nos confirman una idea que ya teníamos de él en vida: el que nos encontramos ante uno de los escritores andaluces más completos de los últimos cincuenta años.

De Camus a Kioto. Integrado en estuche con Poesía completa y Diario del Renacimiento. Barcelona.  Debolsillo. Penguin Random House. Barcelona, 2019


EL AUTOR

FRANCISCO MORALES LOMAS. Académico de la Academia de Buenas Letras de Granada y de la Academia Artes Escénicas de España. Doctor en Filología Hispánica. Profesor Titular de Universidad. Catedrático de Lengua Castellana y Literatura en E.S. Licenciado en Derecho y licenciado en Filosofía y Letras. Presidente de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios (AAEC) desde hace doce años y presidente de la Asociación Internacional Humanismo Solidario (AIHS). Vicepresidente de la Asociación Colegial de Escritores de España-Andalucía y vicepresidente de la Asociación de Dramaturgos, Investigadores y Críticos Literarios de Andalucía. Ha recibido algunos premios literarios. Ha publicado más de sesenta títulos en poesía, narrativa, teatro, ensayo y crítica literaria, una treintena de capítulos de libros y un millar de artículos de crítica literaria. Poesía: Veinte poemas andaluces (1981), Basura del corazón (1985), Azalea (1991), Senara (1996), Aniversario de la palabra (1998), Tentación del aire (1999), Balada del Motlawa (2001), La isla de los feacios (2002), Eternidad sin nombre (2005), Tránsito (1981-2003). Antología (2005), Noche oscura del cuerpo (2006), La última lluvia (2009), Puerta del mundo (2012). Narrativa: El sudario de las estrellas (1999), Juegos de goma (2002), Candiota (2003), La larga marcha (2004), El extraño vuelo de Ana Recuerda (2007), Tesis de mi abuela y otras historias del Sur (2009), Bajo el signo de los dioses (2013) Cautivo, (2014) y Puerta Carmona (2016). Teatro: El lagarto (2001), Un okupa en tu corazón (2003), La yaya de Mauritania (2005), El urólogo (2007), El caníbal (2009), Caníbal teatro (14 obras de teatro breve, 2009), El encuentro (2012), El desahucio (2014), Vaffanculo, Los monstruos de la razón (en Teatro completo. Volumen 1, 2014), El hombre de hierro, Los ídolos, El buen salvaje y su prima de Verona y Feliz cumpleaños, papá (en Teatro completo. Volumen 2, 2015) y La farmacopea, El encuentro, El pordiosero, El poeta caníbal, El hombre de color, El descubrimiento, El ascensor y la cabra, El mecánico, La prima, Los inmigrantes y La casa (en Teatro completo, Volumen 3, 2017). Como ensayista tiene publicadas veintiocho obras.