Hacia una gramática de la diáspora | Sobre «Museo de la clase obrera» de Juan Carlos Mestre

Museo de la clase obrera, el último poemario del leonés Juan Carlos Mestre, homenajea a millones de trabajadores de todo el mundo. Pedro Luis Casanova lo comenta y vincula con otras obras y otras poética, desde Ezra Pound a Diego Jesús Jiménez .
© PEDRO LUIS CASANOVA

En el mundo del capital, la vida es una apuesta / que ganar o perder: / es la condición humana del laicismo burgués. / Quien se descubre, o se confiesa, o no teme al ridículo, / Acaba mal: es la ley.

Pier Paolo Pasolini

Hace unos meses, mi esposa y yo visitábamos las sinagogas de Praga y, en medio de ese epicentro sensorial invadido por la ansiedad aséptica de paseantes y mercaderes que entrasen a una casa desahuciada buscando algún resto de valor en la inicial de las cuberterías, dos instantes quebraron la serenidad de mi espíritu, atravesando, con deliciosa aspereza, cierta longitud desconocida hasta entonces en mi corazón. En las paredes de la sinagoga Pinkas, una caligrafía color óxido apresaba (¿liberaba, tal vez?) los nombres de los 77.297 judíos checoslovacos asesinados durante el Holocausto. Perdida la vista en su azar patético, cada nombre conseguía reverberar en la conciencia un rostro aligerado de su densidad real pero entreabierto al pellizco musical, a la consigna luminosa que abría involuntariamente las manos a una dignidad majestuosamente florecida entre fecha y fecha, despojada de su espuma terrorífica. Más adelante, en el viejo cementerio judío, la belleza se mira en la muerte: la memoria de todo un segmento social extinguido se levanta sobre lápidas perfectamente semejantes donde apenas unas formas talladas en la piedra pueden distinguir a los alfareros de los médicos, a los panaderos de los sastres, a las ovejas de los pastores.

El poeta Juan Carlos Mestre

Así se entra a las páginas de este mausoleo de la clase obrera. Hervido por la curiosidad inflamada de quien ya ha deambulado por el universo existencial del poeta Juan Carlos Mestre, la declaración inicial de su poema Asamblea nos pone ante la derogación de cualquier orden semántico: a partir de ahora, como en aquel cementerio unificado por la sabiduría de lo que pudieran ser los principios sociológicos de la cultura de clase, la estructura conformada por las palabras queda desprovista de cualquier jerarquía retórica. Cerrados los caminos racionales de su intuición poética por su enajenante informalismo sintáctico, el lector ha de adentrarse por un vertiginoso lapidario de imágenes poderosamente rítmicas bajo cuya verdad fragmentaria, involuntaria −proustiana en sus recuerdos, lorquiana en sus visiones− el poema acaba construyendo su rotundo significado emocional. Abotonado, además, por silencios cuya respiración desclasifica definitivamente la poética de Mestre de cualquier cuadrícula canónica, la pantalla onírica por la que desfilan los sucesos en la memoria visionaria de nuestro poeta, nos pone ante una naturaleza en continuo movimiento donde todo sucede y desaparece al instante para contener y retener en su difícil alegría lo que no es más que el fulgor de su tragedia: la de un presente que solo cobra algún sentido contraponiendo, al menos, el patrimonio innombrable de su melancolía civil, a los discursos que homologan la barbarie de un capitalismo cuya desregulación nihilista pervive pacientemente desacralizando la vergüenza de sus cálculos más abyectos.

Hervido por la curiosidad inflamada de quien ya ha deambulado por el universo existencial del poeta Juan Carlos Mestre, la declaración inicial de su poema Asamblea nos pone ante la derogación de cualquier orden semántico.

No coincido, por tanto, con quienes especulan con una hermenéutica verborrágica o posibilista en la concepción poética de Mestre. Si bien su automatismo desobedece cualquier anclaje naturalista de la realidad observada por el poeta, el collage que levanta la arqueología expresionista de su pensamiento alcanza el delicioso coágulo de una emoción claramente reconocible en las grandes fracturas de la conciencia donde el ser lucha contra su no ser, donde el deseo discute con la mezquindad, la obligación moral con la resignación, la sinrazón utópica con la utopía razonable. Hay, sí, por tanto, una construcción fenomenológica, jamás arbitraria, destinada a atravesar los lenguajes bajo cuya oralidad la conciencia, si bien agradecida porque conoce lo que escucha, no experimenta una disonancia que la asome a una voluntad desconocida: la poesía de Mestre penetra donde la entelequia de la conducta moderna, aun domesticada por la retórica en que el status quo no siente amenazados los grandes pilares sentimentales que la empujan al consumo por encima de cualquier consideración ética,  se sabe ciegamente vulnerable.

Si La tumba de Keats (1999) «conforma una autopsia de Roma» en la que Mestre, al igual que hiciera Federico García Lorca con el Nueva York en quiebra del veintinueve, profetiza contra las consecuencias del «capitalismo vaticanizado»[1], creo que Museo de la clase obrera consolida, acercando su lente a la avalancha inabordable del crack posmoderno, el “peligroso” itinerario espiritual que podría explicar, tal vez, el atronador apagamiento de su referencia en el marco general de las prioridades de la crítica literaria. Nos encontramos ante un poeta, también pintor −no lo olvidemos−, cuyo mantra reside en que «todo poema desobedece de alguna manera la costumbre de su época, una fuga de lo previsible hacia el territorio de las ensoñaciones»[2]: el «territorio de las ensoñaciones» que perseguía San Juan de la Cruz y, con él, la mística europea del siglo XVI, que, si entonces discutía la rígida doctrina dogmática de Roma como imperativo de conducta, ahora impugna, a través de su contemplación activa, el mandato con que, a lo largo del siglo XX, la moralina feudal, absolutista, de las sociedades industrializadas −alerta siempre con la dirección de los bienes de producción−, bajo propuestas estéticas sentimentalmente unívocas y claramente naturalistas, costumbristas, ha combatido cualquier sensibilidad cultural por los proyectos revolucionarios que pretendían desplazar el eje de la fuerza del trabajo y el progreso científico hacia la dignidad humana, marcadas por algún sesgo involuntario que pueda asomar al aire, entre muchas de sus contradicciones éticas, la «soberbia obstinación del poder para mentir»[3].

Zanjada en Alemania con la «solución final» que representaron las chimeneas de Auschwitz y la implantación del fascismo allí donde pudiese crecer una heterodoxia ideológica que, precisamente desde el «territorio de las ensoñaciones», pudiese revertir el miedo de sus sociedades a la libertad, solo desde la contemplación poética, la limpia pero dramática revelación de un espíritu torturado por la convulsión entre lo que acaba sucediendo frente a lo que debiera ser, puede alcanzar la vida su documento más fiel, su testimonio menos falaz, por dramático que nos resulte. En Mestre, cuya óptica  petrarquista −en tanto vigilante en el informe de la miniatura− jamás desconecta de los márgenes donde la conducta humana descansa de su máscara, esa conciencia que despliega su carrete cinematográfico, siempre en presente, está proyectando su lógica hacia el porvenir: todo lo desechado en el estercolero de la normalidad tiene su sitio en el paraíso escenográfico de la visión poética llamada a combatir ese «nuevo fascismo disfrazado de publicidad»[4] del que ya nos alertaba hace años. De tal modo que, fragmentadas de su sentido real, todas las palabras y sucesos, las voces y testimonios que el poeta recolecta de su caleidoscopio vital, así como la rápida deglución de la precariedad («ese tipo con prisa se salta las convecciones de ginebra entra en el libro guinness de los récords borracho de mierda y acaso de gloria») y la barbarie civil («números negros en el contador de gas un policía por cada cabello los camiones cargados de discrepantes con destino a las orejas de estaño del pudridero») como categorías inherentes al progreso, toman otra función en la gran resignificación ética con que nuestro poeta construye sus piezas: impugnar el tejido de lo que ha acabado endureciendo la impermeabilidad moral de la burguesía europea, responsable, por acción y omisión, de los grandes latrocinios de la humanidad ante la que «imperturbable como cada noche con los dedos cosidos a la lengua dios vuestro señor llama a cientocincuenta millones de números de teléfono».

Mestre jamás desconecta de los márgenes donde la conducta humana descansa de su máscara, esa conciencia que despliega su carrete cinematográfico, siempre en presente, está proyectando su lógica hacia el porvenir.

Sí: la boscosa torrencialidad de Mestre, su «pensamiento sentido»[5], esta vez mucho más cruda, cáustica, descreída, irreverente, a veces feísta, deliciosamente grotesca «hölderlin en el lodazal del seminario tirándole cuescos a los nazis», desafiante, responde a un horror vacui de visiones que adquieren su lugar preciso tanto en el qué como en el cómo. Pero si Gómez Toré habla de una catábasis [6], como analogía a la Anábasis exploratoria del Saint-John Perse siempre turgente en la operatoria mestriana, más bien podríamos precisar el hallazgo del crítico advirtiendo en Mestre la escritura como un acto de desposesión, dicho en palabras del Valente que teoriza sobre el Santo de las Nadas, «destrucción del sentido, apertura infinita de la palabra. […] límite extremo […] entre el decir y lo indecible, entre la extinción de la imagen y la plenitud de la visión»[7]. Patrimonio siempre desvalijado de su ser en búsqueda hacia esa zona cero donde la melancolía del fracaso consiga mover las turbinas de la memoria para ponerla, al menos, a salvo de la intoxicación dialéctica con que los poderes han acabado anestesiando el valor subversivo de la imaginación como página en blanco de una otredad colectiva. Ese frondoso caudal metafórico atesorado por el poeta, atravesado por el alto voltaje de su combinatoria, son las migas con las que la conciencia ha de adentrarse en el bosque de la prohibición. Migas −desposesión hebrea, sacrificio de pan− para señalizar el camino al centro mismo de una conciencia en constante revisión, al núcleo más delicado del «territorio de las ensoñaciones». Si el bosque donde los inocentes Hansel y Gretel alcanzan su goce destapa la moraleja del castigo burgués a quien perpetra la osadía de penetrarlo sin el permiso moral de la tribu, para Mestre, como lo fuera para el viejo Pound, la desobediencia lírica del canto, el camino del bosque («las linternas se agotan en el supermercado») no solo destruye la gramática del miedo a indagar los estados de la conciencia sino que levanta una cartografía libertaria donde, apartada de la nauseabunda legislación de lo visible y lo previsible, siempre es posible volver a empezar, cerca siempre de aquel verso de H.D. Thoreau: «Fui a los bosques, porque quería vivir deliberadamente». Encontramos, por tanto, toda una existencia que, mutando su lógica, muta la interacción de lo que los sistemas de dominación dan también por consolidado en el relato premeditado de la Historia: «un cerdo da de beber en su mano a san francisco», «los hiladores dicen no a la semana de cincuenta y siete horas y media», «el 26 de noviembre de 1938, salvador allende mandó un telegrama a hitler», «queda condonado todo sueño terminantemente pendiente», o, por ejemplo, hablando de Normandía: «más que alumbrados los soldados regresan sin ser bienvenidos a casa».

El campo de concentración de Auswitch

En línea con lo que el propio poeta nos aclara, si «frente a los espacios imaginarios que nos propone el poder están los espacios reales que hacen que las sociedades avancen»[8], la casa en ruinas que supone cualquier ideología desalojada de su ciencia espiritual ha visto agotada la retórica racionalista del «realismo socialista» como fundamento cultural de la clase obrera («todo lo que ha salido de esta casa ha salido mal hecho»), no queda otra opción que recomponer  aquella nueva oralidad que, puesta al servicio de la verdad desde una mística civil, fue desautorizada por  la ortodoxia soviética y el proselitismo literario al que urgía la guerra civil española en los Congresos Internacionales de escritores para la defensa de la cultura, de París y Valencia, en 1935 y 1937 respectivamente, como reactivo del antifascismo: todo un memorial de nombres, sin embargo, desde el Federico −con cuya escritura más figurativa, irracional, nuestro poeta ha convivido en un importante proyecto paralelo que vio la luz, en conmemoración del 80 aniversario del asesinato de Víznar, en diciembre de 2018[9]− a Grosz, pasando por Klee, León Felipe, Apollinaire, víctimas icónicas de la idolatría capitalista como Kennedy o Marilyn, del anarcobudista Gary Snyder al retrato cubista del misterioso mendigo Kaspar Hauser, el dramático destino de Pierre Unik (asesinado por los nazis, pero sobrevivido a la guerra por el aliento de su correspondencia amorosa «adiós maravilla adiós no tienes corazón») y la reivindicación yiddish del movimiento cultural hebreo simbolizado, entre otros, en las figuras de Kadia Molodowski, Eliezer Ben Yehuda o Aron Kushnirov: toda una iconografía impugnatoria, comprometida desde estéticas y biografías excéntricas sepultadas por el estalinismo y el nazismo, cuyo matonismo autoritario cortocircuitará de sus fines políticos iniciales tanto la revolución proletaria como el desarrollo cultural europeo anterior a la ocupación alemana. Visto lo visto, afeando, tal vez, el culturalismo colaboracionista con que la vanguardia novísima y sus epígonos «partidarios de la felicidad» saludan el liberalismo, simpático pero no menos salvaje, que se erige con los capitales expoliados tras el Tratado de París (1947), Mestre ahora los levanta de su sarcófago intelectual no ya para poner en valor la aniquilación de toda una comunidad de pensamiento profundamente arraigada en el fortalecimiento ético de la modernidad, sino también ridiculizar la endeleble raigambre de los principios de clase que alimentan la descomposición intelectual de una humanidad atomizada por su adicción consumista y que hoy abomina del futuro pero, presa de su frágil materialismo, no busca remedio a la metástasis de su dramática involución. En este sentido, la escritura de Mestre ejercita como nadie ese precipicio semántico donde el episodio del pasado contemplado tiene un claro pasadizo visionario hacia la espeluznante resolución de lo que, aun consumado, siempre está por llegar: «podría la poderosa familia rothschild no hacer las paces con la poderosa familia rothschild», «amén por quienes pensaron que un voto para hindenburg era un voto para hitler un voto para hitler un voto para la guerra», «en el cementerio de montjuic […] está durruti con el pintalabios de una heckler & koch en la nuca», ejemplos todos de ese «anteayer donde se desangra el faisán del futuro».

La escritura de Mestre ejercita como nadie ese precipicio semántico donde el episodio del pasado contemplado tiene un claro pasadizo visionario hacia la espeluznante resolución de lo que, aun consumado, siempre está por llegar.

«Coronada de mártires»[10]: así como el poeta Diego Jesús Jiménez dejase al caramelo envenenado de la Historia tensionar de manera involuntaria el humanismo de su lenguaje poético, Juan Carlos Mestre nos desnuda ante el precipicio estético de su compromiso involuntario, esto es, un corazón que, humano antes que político, siente cómo el pragmatismo de las apologías descompone amargamente cualquier vitalismo platónico que descubra el truco de su juego de sombras, resistiendo su oxidación a la manera de esa feria abandonada que esperase una nueva «oligarquía racial de la electricidad» que la reanudase desde un marxismo, ay, mucho más cuidadoso con la heroicidad orgánica de sus individuos, mientras la humanidad se abandona, culturalmente más indefensa que nunca, al viejo coto de depredación hecho a imagen y semejanza de la «cobardía de los que van de caza donde los animales ya han nacido muertos».

[1] Términos que tomo de Juan Manuel Molina Damiani, que firma la solapa de su reedición. La tumba de Keats, de Juan Carlos Mestre. Calambur, Barcelona, 2016.

[2] Mestre: «No hay poema más bello que la canción de los mineros en el amanecer de una noche de huelga». Edición digital de La Nueva Crónica de León: 15-07-2018.

[3] Juan Carlos Mestre: «El gran peligro humano es la no desobediencia al mal». Edición digital de El Mundo, 24 de agosto de 2016.

[4] Mestre avisa de la llegada de un nuevo fascismo «disfrazado de publicidad» Las crisis de la poesía actual y de la literatura «para mujeres». Diario de León: 4 de octubre de 2018.

[5] “Uno escribe sobre lo que oye en su intimidad moral, sobre lo que siente su pensamiento al enfrentarse a la realidad crítica, sobre el grado de empatía y compasión que de manera súbita articula la voluntad intuitiva”. Juan Carlos Mestre: “Mi alma es esa casa de madera que arrastra el vendaval”. Revista digital Ámbito Cultural: 2 de noviembre de 2018.

[6] Orfeo con nariz de payaso. José Luis Gómez Toré. Revista Nayagua 29, Getafe, febrero de 2019, pp. 173-175.

[7] La piedra y el centro. José Ángel Valente, Madrid, Taurus, 1982, p. 64.

[8] Mestre: «Hace mucho tiempo que la poesía ha dejado de ser banalidades bien entonadas escritas en mitad de una página» Edición digital de El Norte de Castilla: 7 de julio de 2018.

[9] L.O.R.C.A. Con selección de poemas y dibujos de J. C. Mestre, textos de Juan Carlos Monedero, Isabel Cadenas Cañón, Emilio Silva y fotografías de Clemente Bernard. Pamplona, Alkibla, 2018.

[10] De Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez. Edición de Juan José Lanz, Cátedra, Madrid, 2001.


EL AUTOR

PEDRO LUIS CASANOVA (Jaén, 1978) es autor de los poemarios La anatomía del eco (Jaén, Colección Señales de Poesía, Ayuntamiento, 1999), Café (Sevilla, Colección Ángaro, Distrito Sur, 2001) y Fósforo blanco (Sevilla, Ediciones de la Isla de Siltolá, 2015). Ha colaborado con apuntes críticos en prensa y revistas literarias sobre las obras de Diego Jesús Jiménez, Agustín Delgado, Antonio Gamoneda o Francisco Ferrer Lerín, entre otros. Es profesor de Física y Química en un instituto de enseñanza secundaria.