El último libro de Miguel Veyrat consolida su trayectoria de poeta singular, al margen de tendencias y estilos, un poeta empeñado en descifrar los cauces oscuros y no visibles del lenguaje.
© ANTONIO CRESPO MASSIEU
Dos citas abren Diluvio: la de Nikos Gkatsos dice la herida del lenguaje, la palabra escrita por el rayo; la de Nietzsche habla del engaño de la “razón”. Y este poemario, herido por el rayo, es un decir más allá de la “gramática”, un perderse en “el cantil de la razón”; aceptación de lo que, bordeando el silencio, violentando la sintaxis y ajeno a las trampas de Razón o Gramática instituidas como único discurso posible, se hace palabra, revelación de sentido, canto.
Hay, en este Diluvio– que remite a extinción o final- un “espíritu auroral”. Aurora y crepúsculo, pues lo auroral no es incompatible con ese aire de adiós sin nostalgia de los últimos libros de Veyrat. En este, aún más que en los anteriores, el adiós del poeta está muy cerca de la plenitud juanramoniana, la eternidad conquistada.
Poesía, no filosofía, ni metafísica; analogía, des-velamiento, un estar en el mito; no explicarlo, ni siquiera describirlo. Hacerlo presente y desde allí decir el lenguaje del poema. Mostrar lo inexpresable. Como dice Veyrat a propósito de Mallarmé: “la restitución a la poesía de su lenguaje previo al orden gramatical”.
En este libro, aún más que en los anteriores, el adiós del poeta está muy cerca de la plenitud juanramoniana, la eternidad conquistada.
La unidad del poemario se manifiesta en sus diez secciones, en sus títulos, en las citas y en las notas “prescindibles”. En ellas se despliega la erudición del poeta y, sobre todo, lo que hay es una “alcabala de deudas”. Deudas que se hacen memoria emocionada en la enumeración del poema ¿Tendría sentido cantar sin sentido? (p. 133).
En el mito. Allí donde cielo y cuerpo se confunden. Así las dos citas que abren la sección inicial del libro. “Del cielo cae o del párpado desborda una idéntica lágrima” y “En el Juicio final sólo se pesarán las lágrimas”; la sección primera se diría responde a Paul Claudel. Y el dolor del mundo, el atroz peso de la historia, es respuesta a ese Juicio final del que habla Cioran.
La sección cuarta, Vagando en la perplejidad, es la que acomete de una manera más explícita la reflexión sobre el lenguaje y sus límites: “Lengua mía por qué te opones a mi pensamiento// Cuánta metafísica para formar/ el menor de los adjetivos” (p. 62). Y la siguiente continúa esta reflexión ampliada al debate/contraposición entre filosofía y poesía, cómo decir, o callar, aquello que no podemos pensar: “Y cómo soldar conocimiento y escritura” pues “de nada sirvió reprimir la poesía libre, lírica y salvaje en tu mendaz república” se increpa a ese “coach de tiranos” que fue Platón (p. 72)- como un rayo, fulmina la ironía en este y otros versos del libro. Y la única certeza es la conciencia de su dolorosa insuficiencia: “Conocer será una herida sin respuesta”. Un arrojarse o ascender al abismo “sin escala lógica alguna” y entonces “decidirme a cantar como único modo de acercarme a la realidad” (p.75). A partir de aquí, en esta sección y en las siguientes, “llueven átomos ardidos” y la palabra se rompe, se hace mónada, astilla, disloca la sintaxis, la sílaba-unidad mínima sin significado- se rebela y reclama sentido.
En el corazón del desastre es homenaje a Paul Celan, a la herida abierta del siglo que nada pudo cerrar: ni la infamia del filósofo que calló ni la lengua rota del poeta que la esperó en vano. Estamos en el desastre- lluvia de estrellas- y, sin embargo, es posible liberar una, como si Celan y todos los hijos de la estrella, los estrellados en la ceniza de los campos, tuvieran al fin su tumba en las nubes, como si cayera, ahora como consuelo, esa “idéntica lágrima” de la que hablaba Paul Claudel. Porque este libro es “lugar de testimonio”, ninguna mística enmascara la historia, aquí habita “todo el dolor del mundo” lo sagrado no es ocultación, aquí se tira de hilos antiguos para ver el cenagal (Chantal Maillard).
Y, al fin, última sección del libro, Poetas sobre las nubes, la “llaga creadora del lenguaje”, la ascensión, esa caída y ese vuelo, la conciencia de que no es posible plenitud o un decir que no sea impostura sin hacer nuestro el dolor del mundo: “Y no habrá ya diluvio verdadero si no asciende coagulado todo el dolor humano que evapora el relato de la historia” (p.129).
Y si el poemario anterior terminaba en diálogo con Hölderlin, qué otro final pudiera esperarse para este Diluvio: “Como Hölderlin al final del cantil de su razón”, nos dice Veyrat, “quedará/ lo innominado en cuyo nombre callamos”. Tarea nuestra es escuchar el murmullo del mundo, sentir la llaga creadora del lenguaje. Abandonar certezas, ir “en busca de palabras con que pensar cuando ya no baste lo sobradamente conocido” (p.84).
En este Diluvio nos espera mito y transfiguración, misterio de la palabra, regreso al origen, frágil, indestructible belleza; pero siempre lugar de testimonio.
Nota: La imagen que ilustra el artículo es de George Inness. 1859. Gentileza de Concha Rodríguez.
EL AUTOR
ANTONIO CRESPO MASSIEU, Madrid. 1951. Licenciado en Filosofía y Letras, pertenece al Consejo Asesor de la revista Viento Sur. Ha publicado el libro de relatos El peluquero de Dios (Bartleby, Madrid, 2009) y los poemarios En este lugar (Fundación Kutxa, Donostia-San Sebastián, 2004) que obtuvo el “Premio de Poesía Kutxa Ciudad de Irún en su XXXV edición, Orilla del tiempo (Germania, Valencia, 2005), Elegía en Portbou (Bartleby, Madrid, 2011), Los regresados (Ediciones del 4 de Agosto, Logroño, 2014) y Obstinada memoria (Amargord, Madrid, 2015). Ha colaborado con trabajos de investigación y creación literaria en numerosas revistas y ha sido incluido en diferentes antologías poéticas. Su obra ha sido traducido al inglés, portugués, francés, finés y esperanto.